Seguramente, cuando Javier de Burgos, en 1833, diseñó la división provincial que todavía perdura, no pudo imaginar que su benemérito esfuerzo (crear circunscripciones más pequeñas para que fuesen más funcionales y útiles, si bien sin llegar a las dimensiones de los departamentos franceses) terminaría originando tantos dislates. Agrupó las provincias en «reinos» y regiones, atendiendo a criterios de homogeneidad y solidez desde el punto de vista geográfico; a reminiscencias históricas y a coincidencias culturales aproximadas, pero aquello no era exacto ni perfecto, sino puntualmente subordinado a intereses y caciquismos locales. Hizo lo que pudo y así disfrutamos de absurdos como el Condado de Treviño o el Rincón de Ademuz, enclaves de unas provincias en otras que no producen sino disfunciones y resentimientos. Pero todo con fines modernizadores y administrativos. Y nada más. Sopesaron límites diversos en los territorios cuyas fronteras naturales o históricas no estaban claras del todo, en especial en Andalucía: Jaén, Huelva y Almería estuvieron en un tris de librarse de la tabarra del andalucismo posterior, mientras Badajoz y Ciudad Real corrieron el mismo peligro. Finalmente, prevaleció la relativa unidad geográfica de la región y el Reino de Granada (que no había pertenecido nunca a Andalucía) acabó englobado en ella. Todavía hacia 1870, Pedro Antonio de Alarcón decía ir a Andalucía cuando salía de Granada hacia el oeste. Misma idea de toda la documentación anterior.
Sin embargo, no habían pasado ni cuarenta años y ya el cantonalismo de la I República -por fortuna efímero- estallaba, mostrando que lo que fue concebido como una mera descentralización administrativa, en realidad era un huevo de serpiente que, merced a tarugos y logreros, había parido un conflicto político, con invención de esencias e identidades irrenunciables y eternas que se pierden en la noche de los tiempos y que servían para justificar la pretensión de los caciques locales de comerse cuanto hubiera sobre el terreno y no permitir que vinieran «los de Madrí (o Madriz o Madrit) a llevarse lo nuestro»; proscrita, por traidora a tan desinteresada causa, toda idea de solidaridad y hasta provecho colectivos. Es en balde describir aquí la eclosión del particularismo en Galicia, Vascongadas o Cataluña, en esta última espoleada por la pérdida de Cuba, donde numerosos catalanes disfrutaban de pingües negocios.
Las tensiones territoriales siguieron creciendo hasta explosionar en la rebelión del Estat Catalá de 1934, reverdecida el 1 de octubre de 2017 con la proclamación de la flamante República Catalana. Durante el franquismo, que tuvo los medios para hacerlo, no se eliminó el peligro separatista, sólo se ocultó. Ya se sabe: una dictadura paliada por los incumplimientos pues, a fin de cuentas, entre españoles andaba el juego. Y llegó el providencial Estado de las Autonomías con sus concesiones delirantes a los separatistas de aquí y allá, como la invención artificial de dos autonomías en Santander y Logroño, o la ubicación de la capital de Castilla en Valladolid, en vez de en Burgos -como se pensó inicialmente- por exigencias del PNV, ante las cuales se allanó Suárez ; y que tan sabrosas resultaron a las oligarquías de ambas provincias para armar eficaces castas políticas extractivas y un germen de hechos diferenciales inalienables, porque -como es universalmente sabido- Santander y Logroño nada tuvieron que ver jamás con Castilla, empezando por la cuna de la lengua. Nada más.
Ahora, varios alcaldes de León -pocos- asalariados del PSOE y deseosos de sabotear al gobierno de Valladolid, en manos de PP y Ciudadanos, han descubierto que León «no coincide en nada con Castilla, su idiosincrasia, sus raíces, su identidad» y no sé cuántas cosas más, como asegura, sin soltar la carcajada, la alcaldesa de Santa María del Páramo. Y como me toca muy de cerca, no me mantendré al margen.
Sin irnos demasiado lejos, es preciso recordar algunos extremos: recién coronado, en abril de 1126, Alfonso VII renueva la unidad de Castilla y León, deteriorada por los desórdenes en Tierra de Campos y por las injerencias de su expadrastro Alfonso I el Batallador (de Aragón), atraviesa el Duero hacia Zamora y Salamanca hasta alcanzar el Tajo. A comienzos de 1127 los magnates castellanos se someten y pese a las presiones armadas del aragonés, Burgos se entrega el 31 de abril de 1127. Alfonso VII convoca a todos sus vasallos de Galicia, León, Asturias y Castilla, quedando fuera Portugal donde doña Teresa y su hijo Alfonso Enríquez ya picaban hacia la independencia total, aunque la hegemonía imperial se reafirmó y el reino de León y Castilla llegaba hasta Calatrava en el Guadiana y englobaba, amén de Castilla, el País Vasco, Asturias y Galicia. Unidad que durará hasta agosto de 1157 cuando muere Alfonso VII en Fresneda. De nuevo se parte el reino, reunificado de modo definitivo en 1230 por Fernando III, rey de Castilla desde 1217, quien hace el camino inverso al de Alfonso VII, incorporando León merced a la bula que Honorio III le remitiera en 1218, en refrendo de otra de Inocencio III y gracias a los buenos oficios de su madre doña Berenguela. Nunca más se separaron los dos reinos.
Al oír hablar de los decisivos «hechos diferenciales» que adornan a los leoneses no puedo evitar pensar en mi madre, natural de Benazolbe (Ardón, León), en mi abuelo y mis tíos, en mi familia materna entera, todos de Valderas (León) y en cuán distintos eran todos ellos (y su pueblo, no digamos) de los muy extraños, extraterrestres casi, habitantes de la Unión de Campos (Valladolid) a 9 Kms.; de Villanueva del Campo (Zamora), a 10 kms., o de Roales (Zamora), a 4 kms. Base económica distinta, lenguaje ininteligible entre todos ellos, historia comarcal sin punto de contacto alguno… El efecto dominó de la majadería patria progresando sin tregua. Sólo falta a los socialistas leoneses, y a algún grupúsculo de campanario que quiere participar en la rebatiña (véase el caso de Teruel), un marchoso Antonete Gálvez que declare la guerra a Medina de Rioseco.
En verdad, en verdad, esto de las autonomías es una gran cosa.
Serafín Fanjul es miembro de la Real Academia de la Historia y profesor emérito de la Universidad San Pablo-CEU.