¿Y ahora qué?

Llegamos al final del largo duelo entre el nacionalismo catalán y el Estado español sin llegar a ningún sitio, lo que deja insatisfechos a todos. ¿Y ahora qué? es la pregunta que más se oye, con preocupación, ya que puede ocurrir cualquier cosa, desde que Puigdemont «vuelva a la senda constitucional», como se decía en el siglo XIX de los golpistas arrepentidos, a que declare a la brava la república catalana, como hizo su predecesor Companys hace 37 años por estas fechas con mala fortuna. Puede incluso aceptar el último cable que le tiende Rajoy de que convoque elecciones, arriesgadas para ambos. No es probable, pero todo es posible. ¿Se necesitaban tales alforjas para este equipaje? Victoria, desde luego, no puede cantar, cuando algunos de sus acompañantes en la aventura están ya en la cárcel y la Justicia no ha hecho más que empezar. Ha contado tantas mentiras, ha hecho tantas trampas, ha estafado a tanta gente, empezando por la suya, que podemos responder: «Pues ahora, todo». Se acabó la farsa, el engaño, la pantomima, las manifestaciones, las velas, las flores para tapar el pisoteo de la ley. Nos hemos cargado de razones y la última sentencia del TC lo deja claro: el Parlament obró «al margen del derecho» al aprobar del referéndum de autodeterminación, atropellando de paso toda normativa legal, empezando por su propio estatuto. Como consecuencia, todo lo adoptado desde entonces es ilegal y lo que me extraña es que las televisiones estatales no muestren cada poco a los dos «Jordis» sobre un vehículo destrozado de la Guardia Civil arengando a una multitud que cercaba el edificio donde un grupo de agentes dirigido por una secretaria judicial buscaba, por orden de una juez, pruebas de delitos. ¿Es esa una «movilización pacífica», señor Iglesias? Solo para usted.

Llegamos al final de una etapa en la que el secesionismo catalán ha sufrido tales bajas, dentro y fuera de casa, que se bate en retirada, sobre todo en el frente económico, que intenta compensar redoblando en la calle el ardor de sus seguidores. Si podrá mantenerse firme cuando empiecen a llegar las facturas a cobrar con las arcas vacías y las citaciones judiciales está por ver, aunque le será difícil. Más, cuando su cohesión interna sufre grietas. Pero el Gobierno español tampoco ha conseguido la victoria, aunque ha visto reforzado el frente constitucionalista y la Justicia está actuando con firmeza, al ver amenazada no sólo la legalidad vigente, sino también su propia presencia en Cataluña.

En el compás de espera exigido por las normas que regulan la puesta en práctica del artículo 155 –que no conviene descuidar si queremos devolver la normalidad a Cataluña– conviene hacer resumen de lo ocurrido para trazar la ruta a seguir en la próxima etapa, sin repetir errores pasados.

Lo primero es que a los nacionalistas no se les convence con razones, de las que pasan olímpicamente. Ni con concesiones. Al revés, las tomarán como prueba de que tienen razón y redoblarán sus demandas con su última meta de alcanzar la independencia. Las ofertas del Gobierno, el discurso del Rey, las advertencias de Bruselas, las llamadas angustiosas de los empresarios no han surtido el menor efecto. Sólo la huida en tromba de las empresas les ha inquietado, pero sin hacerles cambiar de opinión.

Por otra parte, está archidemostrado que el nacionalismo no es el futuro, sino el pasado. Pero tampoco eso impresiona lo más mínimo a los nacionalistas, que sienten más que razonan. De ahí que cualquier intento de llegar a un acuerdo con ellos en el plano racional será inútil. Como en el moral. Mentir, robar, estafar, delinquir, injuriar y todo tipo de atropellos serán aceptables para ellos siempre que favorezcan su causa. No se caiga, por tanto, en la ingenuidad de creer que juegan limpio. En eso marchan parejos con la extrema izquierda, para la que la «moral burguesa» está hecha para ser violada.

Tampoco conviene olvidar que Cataluña es una parte importante de España. Muy importante. Económica, cultural, tecnológica y humanamente. Con un 20% de su PIB y una proyección en el extranjero mayor que ninguna otra comunidad española, lo que ocurra en ella influirá decisivamente en el conjunto del Estado. Ahora bien, si España necesita a Cataluña, Cataluña necesita más a España. Como mercado de sus productos en especial. Veo estadísticas muy distintas al respecto. Unas dicen que Cataluña exporta el 80% de sus productos al resto de la nación. Otras lo dejan en el 50%. Pero aunque sólo sea esto último, quedarse sin la mitad de las ventas es un golpetazo. Que se une a otro aún mayor: los expertos coinciden en que el traslado de la sede social de las empresas catalanas a otros puntos de España va para largo e incluso puede convertirse en traslado de las plantas de producción si la inestabilidad sigue en su lugar de origen, cosa probable. El PIB de Quebec bajó un 20% tras su primer referéndum de independencia y no hubo retorno de empresas pese a que el referéndum fue pactado. Algo que no va a ocurrir en nuestro caso.

En este marco, podemos ya movernos para echar las cuentas del futuro. Que vamos a perder todos si en los próximos días no somos capaces de ponernos de acuerdo no creo que lo niegue nadie, una vez disipada la fantasía de que una Cataluña independiente sería una especie de edén, con bancos y empresas de todo el mundo dándose de bofetadas por acudir a él. Tampoco sería fácil para España, sobre todo perdiendo el corredor por tierra más accesible con Europa. Pero se encontrarían otros, aparte de que buena parte de las mercancías se transportan hoy por mar o aire. De lo que se trata, sin embargo, es de evitar que lleguemos a ello, que alcancemos un acuerdo para que no ocurra, eso que llaman «encontrar un encaje de Cataluña en España». Leo y oigo que la solución es que «España enamore a Cataluña». Suena bien, pero aparte de cursi, es inútil. España no tiene que enamorar a Cataluña, tiene que mostrar a los catalanes que les ofrece el campo de expansión natural a su inventiva y el mejor encaje en Europa. Es decir, seguir como hasta ahora, con el reconocimiento de la España real, cuya pluralidad debe ir unida a la absoluta igualdad de derechos y deberes de sus comunidades. La reforma constitucional se impone, pero no para dar privilegios a nadie, sino para ajustar las relaciones interterritoriales para que todo el mundo se sienta a gusto, sin vencedores ni vencidos. Una nueva Transición teniendo en cuenta las experiencias de la primera para no cometer los errores de ella.

Me temo, sin embargo, que no exista el consenso que hubo entonces para ponernos de acuerdo y los primeros en no aceptarlo serían los catalanes. Una verdadera pena, especialmente para Cataluña, pues si España sería menos rica, menos fuerte, menos dinámica sin Cataluña, Cataluña sería infinitamente menos rica, fuerte y dinámica sin España. Ya sé que no voy a convencer a los autores de este desaguisado. Pero tengo la esperanza de que la realidad, la dura, terca, insoslayable realidad, que ya ha empezado, devuelva el seny a la inmensa mayoría de los catalanes. Ya hemos tenido bastante rauxa, causante de demasiado daño.

José María Carrascal, periodista.

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