¿Y ahora, qué pregunta?

La falta de base legal en el ordenamiento jurídico catalán y español parece hacer inviable una consulta refrendaria, sustanciada en el enunciado de la famosa pregunta del sí-sí. De hecho, todo el mundo empieza a estar de acuerdo; unos claramente, otros a regañadientes. Pero esta constatación no quita ni una brizna de legitimidad ni de razón a la voluntad política que muchísimos catalanes quieren expresar, respondiendo a la repetida pregunta, y decidir así el futuro de Catalunya como nación. De ahí la tramitación de la ley de Consultas por el Parlament de Catalunya.

Sin embargo, España se siente y es también una nación desde hace ya algunos siglos. Las más variadas expresiones y/o exageraciones de este nacionalismo español: históricas, políticas, jurídicas, culturales, idiosincráticas o incluso más o menos chovinistas son bastante conocidas. (Por otra parte, no muy diferentes de todos los nacionalismos que en el mundo son y han sido, como recuerda acertadamente, entre otros, E. Hobsbawm.) El nacionalismo español ha dispuesto, desde siempre, de una sólida estructura jurídica y de poder: es decir, de un Estado soberano sobre un determinado espacio territorial que, si bien ha cambiado históricamente, hoy está definido por la Constitución Española de 1978. Por eso mismo parece evidente que el Gobierno español, en nombre de la nación que dice defender, no permitirá la escisión de una parte de lo que concibe como único e indivisible. Aunque la lista de agravios morales, políticos y económicos resultantes de la inclusión de Catalunya dentro de España es real, abundante y unidireccional, creo que la recreación en las evidencias pasadas añade poca luz a las posibles soluciones políticas de este secular contencioso.

En este sentido, resulta patético ver, aún hoy, cómo instituciones y organismos oficiales de la Generalitat usan ridículos circunloquios, como por ejemplo Estado español, aplicados a descripciones climáticas, geográficas, culturales…, para evitar utilizar la palabra innombrable: España. Pero el patetismo no es menor cuando comprobamos como políticos, juristas, hombres de cultura, organismos oficiales, altísimos tribunales españoles… siguen negando el carácter de nación a Catalunya, eso sí, diciendo acto seguido que ellos no son nacionalistas. ¿Cómo empezar a romper, pues, la radical y secular contraposición nacional de ambas legitimidades, la catalana y la española? Siguiendo un reciente artículo de Rubio Llorente publicado en estas mismas páginas, lo primero que habría que abordar sería, en palabras suyas, “el reconocimiento de nación por nación”. Es decir, una nación con Estado y un determinado grosor demográfico, que reconoce una nación pequeña y sin Estado. Sólo después de este mutuo reconocimiento (político, cultural, espiritual y moral), en el que nadie quiera ser más que nadie, creo modestamente que se estaría en condiciones de responder a la gran cuestión: cómo resolver pacíficamente un conflicto grave, difícil, encendido y aparentemente dicotómico, sin que nadie pierda ni la cara, ni la propia y legítima autoestima nacional.

Este desistimiento mutuo, debería ser básicamente político y moral y debería incluir, para decirlo breve y claro, la integridad de la nación con Estado, el reconocimiento y respeto de la nación pequeña (“…una pàtria tant petita que la somio complerta”, coincido aquí con Pere Quart). Fruto de esta nueva concordia tendrían que surgir acuerdos políticos precisos en identidad cultural, fiscalidad, autogobierno… La fórmula jurídica, legal y bilateral, sería simplemente la que resultara más adecuada al propósito perseguido y logrado, sin perderse en capciosas y previas disquisiciones constitucionales, federales o confederales. Tomando una frase que le gusta repetir a M. Herrero de Miñón: “La justicia, como la intendencia, siempre va detrás”.

Pero para los catalanes, digámoslo claro, un punto es irrenunciable, dada toda el agua que ha pasado bajo los puentes. Estos acuerdos tendrían que ser votados y refrendados por el pueblo de Catalunya. He ahí, pues, el posible contenido de una pregunta, cuya respuesta positiva podría dar, en mi opinión, una brillante mayoría. Una mayoría de ciudadanos de Catalunya, que querrían sumar al derecho a decidir, la seguridad de mantener e incluso aumentar la cohesión del tan apreciado un sol poble que entre todos hemos configurado en Catalunya, y la confianza de encontrar finalmente una nueva, respetuosa y digna convivencia de dos naciones dentro de un mismo Estado. Una mayoría, creo humildemente, muy por encima de los porcentajes mínimos que diferentes portavoces del independentismo han considerado recientemente como suficientes, para validar posibles resultados. Parece evidente que la mejor pregunta sería, pues, la que asegurara un mayor número de respuestas y menos divergencia en el resultado. ¿La encontraremos?

Posiblemente estas reflexiones serán catalogadas de ingenuas. De propuestas llenas de buenas intenciones, pero fuera de tiempo. Algunos tienen hecho ya el juicio histórico y la sentencia es sólo cuestión de pocos meses. Con todo, y por suerte, la realidad política es mucho más compleja y, por descontado, bastante imprevisible. Los hechos, seguro, pasarán por encima, tanto de estas modestas proposiciones, como también del fácil todo o nada. Porque una cosa son los deseos y, la otra, los guiones que se acaban abriendo paso en el actual y difícil contexto de naciones combatientes.

Ramon Espasa, exsenador por el PSC-PSOE.

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