Y ahora qué

Para decirlo en dos frases, como un pintor hace un dibujo en dos trazos, me parece que este es el retrato de la independencia: menos rechazo y más demanda. Más presente, pero no más cerca. Que la diferencia entre las expectativas y el resultado del pasado domingo es significativa no quiere decir nada más que esto. La mayoría de catalanes no desean la independencia. En cambio, si mi percepción no es del todo errónea, el rechazo pierde intensidad. Los adeptos se van reforzando en la convicción, del horizonte posible al deseable, del preferido al exclusivo. Los dudosos no lo verían mal. Los contrarios son menos contrarios. La tendencia es esta. Se puede invertir o reforzar, pero hasta hoy es esta.

Esto se debe a los argumentos. Por el lado de los partidarios del Estado catalán, con soberanía propia o algún tipo de federación hispánica, todo son pros, y los contras se encuentran en las dificultades, en el contexto, en la hostilidad de Europa y Occidente. Los contrarios, en cambio, se centran más en impedimentos circunstanciales que en las cuestiones de fondo. No van más allá del quedémonos como estamos.

Tan solo los soberanistas proponen algo y presentan algo que se asemeja a una hoja de ruta. El hecho de no disponer de una alternativa estratégica hacia una estación de llegada diferente deja una enorme parte del territorio teórico y el liderazgo a los independentistas. Haría falta, pues, un esfuerzo sobre las alternativas, un argumentario sólido, convencido y convincente, que defendiera una alternativa más conveniente en términos de autogobierno y disposición de los propios recursos. Si se trata del pacto fiscal, ha sido un error monumental dejarlo en manos de los soberanistas. Un error comparable a la posición inicial de CiU contra la reforma del Estatut en los años 90. El peligro es que, si fracasa o genera más frustración, los independentistas aumentarán y su argumentario se reforzará.

Llevo muchos años advirtiendo del siguiente hecho universal: siempre que existe un conflicto de larga duración entre los sentimientos y los intereses, primero se imponen los sentimientos, pero los intereses, si persisten, acaban modificando los sentimientos. Lo que ha cambiado entre los intereses de Catalunya y los sentimientos favorables a España es que los intereses barren con más fuerza y los sentimientos se han debilitado y hasta sustituido -y eso sí que es absolutamente condenable y contraproducente-- por sus contrarios.

Puestos a ser bien claros en la posición personal, la mía está a favor de la independencia, y voté en consecuencia, pero no tanto por ella misma como para ver si, más cerca del final del camino y al verse abocados a un fracaso histórico de primera magnitud, los que mandan en España se lo piensan mejor y dan un giro total. Soy, pues, un soberanista instrumental, o, si lo prefieren, un independentista débil, muy capaz de renunciar por un pacto satisfactorio. Pero no dejo de ser muy consciente de que, cuando tienes capacidad para poner un ultimátum, si no te hacen caso tienes que irte y asumir los costes correspondientes (de los que nadie habla). El día en que se lo crean, cambiarán, espero. Mi referente menos lejano es Quebec, a pesar de que España no se asemeja mucho a Canadá. Nunca me cansaré de repetir que de esta península no nos moveremos.

Mientras tanto, los partidarios fervientes de la autonomía de Portugal tendrán que tener paciencia, pensar bien cómo convencen a nuevos adeptos en vez de improvisar medidas tan ridículas como la acampada delante del Parlament. La agenda es de CiU y aunque no salga muy bien en esta foto prescribe que el independentismo no tiene que mostrar su fuerza en el Parlament. Además, no hay previsiones sobre un avance significativo de los independentistas en las municipales. Las elecciones de verdad son lo que más cuenta. No hay ni debe de haber nada que pase por encima de la voluntad popular expresada en las urnas oficiales. Que lean la crónica de la transición anterior, escrita por Patrícia Gabancho, los que no quieran caer en los mismos errores.

Acabamos, por hoy, con una parábola. Teníamos una perrita, la Kangi, que llevábamos a menudo de excursión al Montsant. Le gustaba tanto ir delante que a cada cruce emprendía uno de los caminos disponibles, sin dudar ni un momento ni mirar atrás. Incluso aceleraba el paso para mostrar firmeza en la decisión, en un intento muy gracioso de liderar una decisión que no le correspondía. El camino que cogíamos los que veníamos detrás a menudo era el mismo que el de ella. Pero la perrita no sabía gran cosa de mapas. Si había acertado, la cola expresaba una satisfacción inenarrable. Ahora bien, cuando se equivocaba, ya podías llamarla, que ella proseguía como si nada... hasta que al cabo de un rato te la volvías a encontrar delante, un poco más allá del camino, removiendo la cola como si nada.

Ante esta otra bifurcación, lo peor que pueden hacer los que más apuestan por un final o por otro es acelerar el paso. Menos aún ponerse a correr. Mucho menos aún mover la cola.

Por Xavier Bru de Sala, escritor.

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