«Y el odio entró en mi corazón»

«Mi mujer del futuro, que sea terrorista. La quiero terrorista y que su dote sea un fusil». Junto a la imagen de una mujer con niqab apuntando con un kalashnikov, esa era la proclama que en 2014 aparecía en el perfil de Facebook de un menor nacido en 2002. La sentencia de la Audiencia Nacional que en 2020 le condenó por un delito de autoadoctrinamiento describía su intensa actividad yihadista desde los 11 años: «Desde su preadolescencia estuvo en su localidad de residencia (Castillejos, Marruecos) en contacto constante con un entorno yihadista, principalmente en su entorno familiar, donde se ha constatado el desplazamiento a Siria de al menos tres familiares directos para integrarse en las filas de Daesh». Tras su entrada ilegal en España a través de Ceuta en 2017 y hasta su detención en 2019, continuó difundiendo propaganda terrorista y declaró su deseo de integrarse en la organización terrorista. «¿Están los americanos combatiendo a la organización del Estado [Islámico] o al islam? Que Dios los maldiga, son los enemigos de la religión», clamaba uno de los mensajes que compartió en redes junto a la foto de soldados americanos pisoteando la bandera del Estado Islámico (EI).

«Y el odio entró en mi corazón»
Sean Mackaoui

Este menor no ha sido el único condenado en España por un delito de autoadoctrinamiento. Otro, nacido en Madrid en 2007, tras su detención en 2022 admitió su radicalización en el salafismo yihadista desde los 12 años a través de las redes sociales e internet. Como ambos casos evidencian, la fascinación por el terrorismo del Estado Islámico permanece después de su declive operativo y territorial. Los atributos ensalzados por su propaganda resultaban especialmente atractivos entre 2014 y 2017, periodo en el que otros cinco menores, dos de ellos mujeres, fueron condenados en España por integración en organización terrorista yihadista. La policía impidió que siguieran el camino de otros menores que llegaron a desplazarse a Siria. Desgraciadamente no tuvo ese éxito con la célula terrorista que atentó en Barcelona y Cambrils, en la que también hubo un menor. La exhaustiva investigación policial y judicial demostró que las atribuciones de la autoría al Estado Islámico son erróneas, pues la célula terrorista actuó inspirada por el grupo terrorista pero sin vinculación con este. Sin embargo, la magnificación de las capacidades del EI continúa alimentando la propaganda terrorista que, junto al islamismo radical, constituyen elementos fundamentales en la radicalización yihadista.

La inmadurez cognitiva y social, así como la impulsividad propia de ese estadio vital, contribuyen a la vulnerabilidad de jóvenes abducidos por los reclutadores y propagandistas del islamismo radical. Es usual la incapacidad de estos menores para comprender la auténtica magnitud tanto de las brutales transgresiones que justifican como de las terribles consecuencias de la violencia que enaltecen. También es notoria la influencia de referentes religiosos convertidos en figuras de autoridad que facilitan su profundización en el extremismo. Una niña detenida a punto de viajar a Irak admitía: «Cuando hablaba con el califa me decía que no me preocupara de nada». Para ella y otras jóvenes de Ceuta «hacer la yihad» se convirtió en «una moda». Y si bien sus conocimientos religiosos eran superficiales, la ideología salafista yihadista cumplía una función decisiva, aportando el marco justificativo para la violencia: evitaba las disonancias provocadas por las atrocidades perpetradas por el EI, contextualizándolas como una necesidad que le devolvía el «orgullo». «El odio entró en mi corazón», confesaba para explicar cómo el salafismo yihadista le hizo «ver la verdad» convirtiendo en sus «enemigos» a quienes criticaban al grupo terrorista.

Los factores que influyen en los procesos de radicalización son como piezas de un puzle que encajan de manera diferente en función de los rasgos de cada individuo. En la mayoría de ellos se aprecian pautas comunes: entornos con déficits socioeconómicos y culturales; la marcada influencia de internet y de las redes sociales en su socialización; una crisis de identidad y la búsqueda de refuerzos identitarios; el contacto directo con una ideología salafista radical en círculos familiares y amistades; o el influjo de la violencia yihadista en contextos internacionales. A diferencia de otras variables, el islamismo radical es condición necesaria para la radicalización.

No obstante, como volvió a mostrar el asesinato cometido por un yihadista en Algeciras, es común que desde medios políticos, periodísticos, académicos e incluso religiosos, tanto cristianos como musulmanes, se desideologicen los crímenes cometidos en nombre del islam. Bajo pretexto de evitar la criminalización de esta religión, se vacían de contenido los asesinatos inspirados en el islamismo radical, eludiendo así un factor esencial para comprender las causas del fenómeno y su prevención. En cambio, el proceso inverso de ideologización ocurre con la violencia atribuida a la ultraderecha. Se exonera al islamismo y se estigmatizan otras ideologías. Si el móvil queda siempre establecido en el segundo tipo de acción, en el primero se omite y a menudo se desplaza aduciendo la posibilidad de una enfermedad mental. Como si la hipotética patología del asesino de Algeciras, que debe fijar o descartar un forense, fuera incompatible con la motivación religiosa de un crimen invocando a Alá y contra tan simbólicos objetivos: una iglesia católica, su párroco y sus feligreses.

Es esa ideología salafista radical el catalizador de la ruptura de los inhibidores morales preciso para apoyar el terrorismo. El islamismo radical constituye el instrumento a través del cual se conforman nuevas identidades que permiten a los radicales verse no como criminales, sino como mártires y devotos seguidores de una interpretación fundamentalista de la fe hasta sus últimas consecuencias. Es el salafismo yihadista el pegamento que homogeneiza perfiles heterogéneos facilitando a las menores radicalizadas formar parte de una «hermandad online» y aceptar el sometimiento a varones con los que ansiaban formar una familia en Siria. «Sería una joya a los ojos de los hombres», confesaba una niña yihadista inconsciente de la explotación a la que le abocaba el salafismo. Otros anhelaban «unirse en el Paraíso» a quienes, convertidos en «héroes», murieron combatiendo con el EI. Dos de estos menores, hermanos envalentonados por una superioridad adquirida tras su inmersión en una escuela coránica, despreciaban como infieles a otros jóvenes evitando relacionarse con ellos. Pero lloraban como los niños que eran cuando su madre, condenada por terrorismo yihadista, los presionaba con llamadas desde la cárcel. Otro menor suplió su soledad convirtiendo la religión en el foco de su desnortada vida, encontrando en el salafismo «una paz» que le llevó a propugnar la violencia como respuesta a la supuesta opresión sufrida por los musulmanes. «Se obsesionó y controlaba los movimientos de su novia ordenándola que no saliera de casa sin cubrirse y acompañada por su madre», lamentaba su hermana al relatar el fundamentalismo y fanatismo religioso de su hermano.

El odio no surge por generación espontánea. Este y el terrorismo al que induce se legitiman con la lectura literal de los fragmentos violentos que los textos sagrados contienen. Es esa interpretación estricta y rigorista del islam la que conforma un endogrupo, «nosotros», al que el extremista victimiza y con el que se identifica. Frente a esta identidad grupal crea un exogrupo, «ellos», al que el islamista radical demoniza y deshumaniza para racionalizar su conversión en blanco del terrorismo yihadista. Por todo ello, el papel de las comunidades musulmanas sigue siendo determinante: pueden actuar como correa de transmisión que facilite la radicalización o como muro de contención que la frene. Su repudio de la violencia es obligado y habitual, pero insuficiente cuando al hacerlo difuminan la responsabilidad que sin duda posee el islamismo radical, pues esta es la ideología que a través de la promesa de un engañoso empoderamiento favorece la radicalización de tantos jóvenes.

Rogelio Alonso es catedrático de Ciencia Política y director del Máster en Análisis y Prevención del Terrorismo de la Universidad Rey Juan Carlos.

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