¿Y el virus qué piensa?

Mientras estamos enredados en emociones, sentimientos y discusiones ideológicas, el coronavirus ¿en qué piensa? Evidentemente, en nada, apenas es una molécula de ARN y unas proteínas. Si queremos hacernos una idea de su estrategia podemos compararlo con el fuego, no tiene plan, solo progresa si encuentra combustible. Como especie son mucho más hábiles que nosotros porque no tienen cada uno su opinión.

Los ciudadanos tenemos la sensación subjetiva de haber hecho un gran sacrificio, y en algunos casos es una realidad, pero frente a la pandemia no hemos progresado apenas. Recordemos, porque nuestro cerebro podría haberlo archivado como si fuese información obsoleta y no lo es, que la finalidad del confinamiento era evitar el colapso de los hospitales para que los enfermos pudiesen ser atendidos. Vamos ganando la batalla contra la saturación hospitalaria, pero contra el virus todavía no hemos hecho ningún gran logro. No ganaremos hasta que no tengamos medicamentos eficaces o vacuna y no tenemos ninguna de las dos cosas, aunque se están haciendo grandes esfuerzos. Frente al SARS-CoV-2 solamente hemos levantado un cortafuegos para ganar tiempo contra un incendio que todavía está lejos de extinguirse.

Durante nuestro confinamiento, el coronavirus ha estado condenado a replicarse exclusivamente en el cuerpo de los enfermos, las partículas infectivas que salían de sus cuerpos no encontraban un destino porque la mayoría de los potenciales receptores estábamos lejos, encerrados en casa. Ha bajado su capacidad de contagiar, como un árbol en llamas que se encuentra con un cortafuegos, porque nos hemos escondido, pero no la ha perdido. Nuestro confinamiento ha sido solamente ese cortafuegos. El incendio sigue prendido, la extensión de las llamas es algo menor, pero sigue ardiendo; el SARS-CoV-2 sigue fabricando millones de copias en miles de personas a nuestro alrededor. Si rompemos descuidadamente el cortafuegos, el bosque que espera al otro lado prenderá con intensidad. Porque el problema en este incendio no es cómo de grande sea el foco, sino cuánto bosque tiene para quemar.

Por mucho que nos guste repetirlo como mantra, no es necesario conocer las cifras de contagiados para tener la certeza de que el SARS-CoV-2 tiene al otro lado del cortafuegos millones de posibles cuerpos que infectar. Sin embargo, al contrario que los árboles de un incendio, nosotros tenemos la posibilidad de protegernos activamente. Si tomamos medidas, el coronavirus puede encontrar que sus saltos desde un cuerpo infectado no le dan acceso a otro individuo, sino que caen al suelo o topan con un muro, como si las llamas del fuego encontrasen ejemplares incombustibles. Pero para eso hay que estar profundamente concienciado y no bajar la guardia ni un instante. En las dimensiones del mundo vírico, un aerosol invisible de saliva proyectado por un amigo asintomático puede ser el pasaporte de entrada del virus en toda una nueva familia, igual que el foco de un incendio mal apagado. Por eso, evitar la cadena de contagios es una responsabilidad individual. Podemos conseguirlo si mantenemos siempre la distancia de seguridad del resto de las personas y cumplimos las normas de higiene que nos repiten, y que tal vez ya nos aburre escuchar como si hubiesen perdido una importancia que sigue intacta. Cada detalle cuenta, si no, nuestro hastío puede llegar a convertirse en un aliado que el SARS-CoV-2 nunca pudo imaginar.

Las autoridades sanitarias no dejan de advertirnos sobre el riesgo de rebrote, pero quizá, en nuestra euforia, lo desoímos con la naturalidad de un niño que no quiere abandonar una fiesta de cumpleaños. Han pasado apenas dos meses y ya estamos más pendientes de los políticos y tertulianos que de los científicos. En este panorama es incluso probable que nuestra torpe avidez competitiva nos haga considerar el cambio de fase de desescalada un éxito o un premio, en lugar de una responsabilidad, mientras que nadie desearía para su población que le retirasen el cortafuegos que la protege de un incendio. Pero si no queremos volver a la casilla de salida, no debemos olvidar que nuestro objetivo sigue siendo que el coronavirus siga confinado al otro lado de ese cortafuegos, para evitar colapsos mientras llegan refuerzos.

Los ejemplares de pino canario tienen una adaptación muy particular que los ha permitido sobrevivir como especie al pie de los volcanes, y es que reviven después de quemarse. Los incendios no resultan letales para esa especie, igual que el coronavirus no es muy grave para gran parte de la gente sana; pero durante un incendio, el pino canario transmite las llamas a otras especies de su bosque que sí mueren definitivamente. En nuestra pandemia, el futuro de la transmisión está en gran parte en manos de cada uno de nosotros, como si en un incendio cada árbol pudiese contribuir a evitar la propagación. Para tener éxito tenemos que tomar conciencia de que todavía no hemos conseguido nada en la lucha contra el SARS-CoV-2.

Mientras no haya medicamentos o una vacuna, el incendio sólo se detendrá cuando haya terminado de quemar todo el bosque, así que tenemos que contener su propagación.

Miguel Pita es genetista, profesor e investigador en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de El ADN dictador (Ariel).

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