Y la desinformación asaltó la democracia

Un tal John Kayne, de 29 años, afirma haber conducido desde Iowa durante 14 horas para sumarse al asalto del Capitolio en Washington. Se siente legitimado y asegura a la prensa: “Si Trump ha perdido de verdad yo lo acepto, pero no lo sabemos”. Nadie ha aportado evidencia empírica de fraude electoral, los tribunales de EE UU han rechazado abrumadoramente las denuncias de fraude. Se confirma una vez más que quienes pueden convencernos de tonterías, pueden llevarnos a cometer atrocidades. Se calcula que los convencidos de tonterías son la mitad de los votantes de Trump: más de 35 millones de estadounidenses piensan que hubo fraude electoral, según la encuesta de Ipsos para Reuters. Otras elevan aún más la cifra.

Por si a alguien le quedaban dudas, la revuelta del Capitolio demuestra que la desinformación constituye una amenaza real para la democracia. Como régimen de opinión pública, se basa en la presunción de que el libre intercambio de ideas y opiniones llevará a una comunidad política a tomar las mejores decisiones colectivas. Si la información falla, la democracia también.

Al contrario que la propaganda clásica, dirigida a persuadir de unas ideas políticas, la desinformación no opera sobre las convicciones, sino que busca subvertir los hechos, hasta conformar una realidad paralela. Lo señaló con toda claridad la consejera de la Casa Blanca Kellyane Conway, con sus célebres “hechos alternativos”. Las ventas de la novela de George Orwell 1984 se dispararon en los días siguientes, porque mucha gente intuyó que nos hallábamos ante un fenómeno de naturaleza distinta. No se trataba de una mentira cualquiera, se trataba de crear una realidad falsa por completo, en la que todo tendría sentido, siempre y cuando hubiera un número suficiente de creyentes.

Ha surtido efecto. Anteayer ha cristalizado en Estados Unidos la ruptura del consenso sobre lo real, el más imprescindible en una democracia. Resulta tan elemental que no reparamos en él, como nos sucede con el aire que respiramos, pero quebrarlo significa que los debates políticos no versan sobre las medidas a tomar, sino sobre cuál es la realidad a la que aplicar las políticas. Cuando dos realidades no se encuentran, sólo queda el recurso a la fuerza.

Vivimos en la economía de la atención, de ahí que el primer objetivo de la desinformación sea atraer la mirada de los ciudadanos castigados por la desigualdad o las crisis económicas. Lograrlo resulta sencillo agitando emociones negativas: ira, miedo, odio. Las plataformas, las redes sociales y algunas empresas siniestras han proporcionado el ecosistema adecuado. A base de recomendarnos aquello que refuerza nuestros prejuicios y de reunirnos en círculos de afines; a fuerza de ocultarnos los matices de los problemas, se destruye el músculo de la tolerancia.

A menudo, se explica el fenómeno de la desinformación contraponiendo razón y emoción, pero esta batalla se libra entre la razón y la superstición. Uno de los grandes logros de la Ilustración consiste en haber separado el poder político del conocimiento (ciencia) y de la información (periodismo). Es preferible que el poder no decida cuáles son los hechos. Para los desinformadores resulta esencial desacreditar los medios, la ciencia, los tribunales: aquellas instituciones que nos dispensan las modestas verdades de los hechos, por decirlo en palabras de Hannah Arendt. Si los vigilantes de la verdad ya no son de fiar, mucha gente optará por creer lo que dice el jefe de la tribu. Cuando él afirme: nos han robado las elecciones, habrá que asaltar la casa de la democracia en nombre de la democracia. Esa es la confusión irresoluble, porque la desinformación no argumenta, narra. Y a una buena narración le pedimos coherencia interna, no que sea compatible con el mundo exterior.

Sirva esta dramática noche americana para que los europeos recordemos la importancia de la lucha contra la desinformación. Los Gobiernos deben garantizar el derecho de los ciudadanos a recibir información veraz, y en ese sentido resulta inspirador el artículo 20 de nuestra Constitución. Asimismo, resultan necesarias campañas de alfabetización informativa: hemos de aprender de nuevo, porque los procesos por los que nos informamos son distintos, y eso ha cambiado el debate público hasta hacerlo incomprensible para la ciudadanía. Por su parte, los medios de comunicación pueden generar más confianza sobre sus contenidos con prácticas como la trazabilidad de la información o la implantación de estándares de verificación. En cuanto a las plataformas y redes sociales, tengo para mí que el quid de la cuestión estriba en que se hagan responsables de los contenidos que se difunden a través de ellas. Por último, los ciudadanos: todos hemos de aprender a elegir en quién depositamos nuestra confianza y qué contenidos compartimos. La información más relevante no es la más clandestina, ni la que nos llega de forma subrepticia. En una escena de Sopa de ganso, Chico Marx pregunta airado: “¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”. Pues eso. No nos dejemos distraer como el joven de Iowa: Trump ha perdido de verdad. Y lo sabemos.

Irene Lozano es escritora, autora de Son molinos, no gigantes. Cómo las redes sociales y la desinformación amenazan nuestra democracia (Península). En la actualidad es secretaria de Estado para el Deporte.

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