¿Y la lealtad?

Permítanme salir por un momento del agobiante presente y proyectarme a esa época de arreglar los destrozos a la que pronto o tarde llegaremos. Una época en la que, otra vez, discutiremos entre todos la mejor manera de organizar la convivencia o la conllevancia en el Estado. Con seguridad, vistas las fuerzas en juego, se planteará un necesario incremento del autogobierno de ciertas y concretas subunidades territoriales amparado en una retórica de música federalista aunque de contenido real más bien confederal.

Pues bien, la cuestión o problema que deseo plantear al lector (advirtiendo desde ahora, no se me ilusione, que no conozco su solución) es la de si es posible que un sistema de organización del Estado de cuño federal o confederal pueda tener alguna posibilidad de éxito en el medio plazo si las élites políticas que gestionan ese sistema en las subunidades catalana y vasca carecen de toda lealtad hacia el conjunto.

Y me explico: la lealtad federal (la bundestreue) es un requisito indispensable para el funcionamiento óptimo de una organización de este tipo. Si no concurre en todos los actores políticos e institucionales que componen el sistema completo, e incluso en la misma ciudadanía, un aprecio tanto por la diferencia como por la unidad del conjunto, los resultados obtenidos serán subóptimos o mediocres. Una idea que se comprueba sin dificultad en la experiencia de los modelos federales clásicos como el alemán o el estadounidense, siempre a la búsqueda de un modelo que garantice la mejor cooperación desde la diferencia.

Pero, aquí viene el pero, las cosas son muy distintas en las federaciones plurinacionales, en aquellas que a diferencia de las uninacionales como Alemania o EE UU, existen subunidades en las que actúa un movimiento nacionalista con implantación social potente. Dicho de otra forma, en aquellos Estados en los que el federalismo es o pretende ser remedial, porque ha nacido no to bring together a unos componentes que lo deseaban, sino para keep together a unos territorios que amenazaban con desunirse. Que es nuestro caso español (como el belga o canadiense). En este tipo de Estados la ausencia de lealtad por parte de las subunidades federadas (de la élite política que las gobierna) no provoca que el sistema simplemente funcione mal, sino que provoca que el propio sistema se destruya. En ellos, la ausencia de lealtad hace que el mismo federalismo trabaje para destruir la unión: en estas federaciones multinacionales tal que España “el federalismo democrático, a menos que las élites hagan un esfuerzo consciente para usarlo como integrador, tiene tendencias inherentemente desintegradoras”. Lo escribió (¿o lo advirtió?) Juan José Linz hace 20 años.

Si las élites que gobiernan las subunidades federadas aprovechan los poderes y competencias que el sistema les atribuye para embarcar a sus poblaciones en procesos de construcción nacional afirmativa de la identidad regional de una manera separada u hostil a la del conjunto, si promueven una visión del centro del sistema como elemento ajeno y artificial con el que no cabe identificación sentimental, si tienden con su acción a debilitar los lazos de solidaridad con el conjunto de los ciudadanos del Estado, entonces “el federalismo democrático puede ser la base para el éxito de una futura secesión” (¿les suena a algo aquello de primero hacer país para luego ser país… independiente?).

Estamos hoy enfrentados al momento álgido y extremoso de un proceso de deslealtad para con el Estado y la nación común. Pensar que puede en el futuro resolverse con un incremento de los poderes y competencias de la subunidad (más dinero, más libertad y más amor), sin antes asegurar la lealtad de las élites dominantes es incoherente: usarán de ello, como han usado en el pasado de lo que poseyeron, para asegurar mejor la destrucción del sistema. Hay quien supone que esto no sucederá porque ese mayor autogobierno hará surgir nuevas élites directoras a favor de la unión del conjunto. Esperanza que, sin embargo, contradice la experiencia de los pasados 40 años: a más autonomía más nacionalismo disgregador.

¿Y cómo se crea lealtad política? Desde luego no intentando comprarla. Pero tampoco con la represión o la simple revancha. Aunque es cierto que si la deslealtad rinde frutos tangibles no hará sino incentivarse. Yo se lo confieso: no conozco la solución. Pero sí que el problema es de órdago.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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