¿Y la muerte del casete?

NO sé cuándo comencé a oír hablar de la muerte del libro. La verdad es que creo que he estado oyendo hablar toda la vida de esa dichosa muerte que todavía no ha tenido lugar. La desfachatez apocalíptica llega a extremos insólitos. Algunos prefieren abordar dicha necrológica por fases y géneros como si procedieran a un descuartizamiento ritual. Son los que dicen que «la novela ha muerto porque la realidad nos absorbe demasiado como para detenernos en las vidas de seres ficticios». Son los que sostienen que «la poesía ha muerto porque es demasiado prosaico este mundo para ella». Son los que aseguran que «el ensayo ha muerto porque, con la prisa de nuestra época, nadie tiene ya tiempo para pensar…». Son los que proclaman, en fin, la muerte del libro en todos los cursos de verano de agosto y los que, acto seguido, publican en septiembre un libro que ignora esa defunción. Lo que más me choca es el crédito y el prestigio que tienen estos tenebrosos augurios, aunque quien los lanza sea la escandalosa prueba de lo infundados que son.

Del mismo modo, me llama la atención que no se celebren los mismos funerales por los inventillos tecnológicos, como si estos fueran eternos y no aportaran el mayor índice de mortalidad. En mi biblioteca conservo los mismos libros de cuando tenía veintitantos años, los que compré de saldo con mis primeros ahorros o robé en grandes almacenes, los que contribuyeron definitivamente a mi buena o mala formación. Esos libros han resistido traslados, viajes, embalajes, cambios domiciliarios… Y ahí siguen a mi lado, permanentes en su debilidad, su precariedad, su supuesta agonía. Sin embargo, en mi actual domicilio no están ni el mismo frigorífico ni el mismo televisor que tenía hace diez años, por no hablar del tocadiscos que pasó a mejor vida o de las veces que he cambiado de ordenador. Por no hablar de lo pronto que el pendrive dejó viejo al disquete o los vídeos en DVD a los del sistema VHS. Por no hablar, en fin, del vértigo con el que se van sucediendo en el tecnomercado los modelos de móviles, smartphones, tabletas y demás cachivaches digitales.

Hace unos días, el 13 de septiembre exactamente, leí artículos que llevaban títulos como «El casete cumple cincuenta años», «El casete nos ha acompañado medio siglo», «El casete llega a cincuentón»… No entendí, sinceramente, el tono festivo de esos homenajes, cuando resulta obvio que el casete está muerto y requetemuerto desde hace unos cuantos lustros. No comprendí que ese objeto gozara de esa deferencia que constituía un agravio comparativo respecto a las exequias que se celebran por el libro con cualquier excusa. ¿Por qué esos artículos no hablaban de la muerte del casete? ¿Por qué ese descarado favoritismo para con una cajita de plástico?

La lista de ejemplos sería infinita. En enero de 2000 nuestros medios informaron del nacimiento de Ananova, la primera presentadora virtual creada por un proveedor de noticias británico, una criatura cibernética que podría informar al espectador de lo que pasa en el mundo durante las veinticuatro horas del día sin dar la menor muestra de cansancio. Nadie habló, sin embargo, de «la muerte de las presentadoras de televisión». Han pasado trece años y Ana Blanco sigue asomando afortunadamente por nuestros telediarios, aunque de «nova» no tenga nada. Otro ejemplo: un año antes de que naciera Ananova, la agencia de maniquíes Elite puso en circulación a Webbie Tookay, la primera modelo virtual de la Historia de la Humanidad, que presentaba unas medidas perfectas sin necesidad de guardar dieta alguna. Pero nadie habló de montar un ERE online en la Pasarela Cibeles. Desde esa época se especula en Hollywood con la creación de actores de ordenador capaces de realizar en la pantalla escenas peligrosas a las que no se atrevería ningún actor humano. De hecho, «Avatar», la película que James Cameron estrenó en 2009, demostró al gran público que era real esa posibilidad, aunque usara rostros de actores auténticos como soportes para sus personajes de ficción. Tampoco se habló de «la muerte del actor de carne y hueso» ni de mandar al paro a Tom Cruise o a Nicole Kidman. ¿Por qué no? Los argumentos que se podrían esgrimir para tales funerales no serían menos sólidos que los que inspira la aparición de ese nuevo soporte de textos que es el e-book a algunos, a los de siempre, para volver al ataque. «De acuerdo, el libro no morirá, pero sí el libro de papel», nos dicen concesivos.

Por experiencia sé que a quienes más preocupa la muerte del libro es a quienes menos debería preocuparles, porque nunca les he visto con uno en las manos. Es un misterio tal preocupación en ellos, como es un misterio que esta les produzca una infalible e indisimulada euforia. Pero es así. Conozco a más de un analfabeto funcional que no pega ojo con el asunto y que no suele quedarse en el objeto en sí mismo, sino que va más lejos. Si le dejas, te anuncia la muerte de la escritura misma en nombre del auge informático y de un hipotético declive de la cultura occidental, como si la informática no fuera parte de dicha cultura. De nada sirve que le argumentes que, gracias a los avances tecnológicos precisamente, hemos recuperado la cultura de la escritura.

Sí. Lamento agriar la fiesta a los apocalípticos. Pero gracias a los e-mails, los sms y los whatsapps se ha producido entre nosotros un espectacular regreso a la tradición de la palabra escrita. La juventud de hoy escribe más que la de hace dos décadas. Los actuales veinteañeros quizá escriban sus correos electrónicos y sus mensajes de móvil con faltas de ortografía y sintaxis, abreviaturas irritantes y exclamaciones propias de una viñeta de tebeo (puaf, uff, ja ja ja…), pero escriben a fin de cuentas y eso es algo. Eso es mucho. Se ha superado la época en la que dejamos de escribir cartas y todo se arreglaba por teléfono. Y es que hubo un tiempo –entre los años setenta y noventa– en el que «la correspondencia escrita nos había dejado y la internáutica no había llegado todavía». Hubo un momento, sí, en el que la palabra funcional y conversacional «estuvo sola», sin soporte visible, suspendida en el limbo de los hilos y los auriculares de la Compañía Telefónica.

No sé el sendero de la ciencia, pero el de la cultura no es lineal sino zigzagueante, lleno de curvas meándricas, sinuosos recovecos, tramos espirales que obligan al caminante a menudo a revisitar los paisajes dejados atrás. Y así, la escritura, que fingió despedirse, vuelve. Y no se va aún el libro, tal y como lo hemos conocido, aunque halle réplicas y sucedáneos que no le replican ni le suceden. No se va porque hay algo arquetípico y esencial en la humilde estructura física del libro que le permite convivir con las innovaciones electrónicas que le van saliendo al paso, saludarlas y seguir su camino con su modesta vocación de permanencia, devolviéndonos nuestro poder de concentración; acotando un universo que el texto magnético ha vuelto infinito y banal con sus millones de enlaces y para el que no tenemos capacidad de dispersión; iluminándonos con una luz cegadora que no es la de una pantalla.

Sí. El libro de papel será frágil, endeble, quebradizo y enfermizo, pero ahí está, aguantando los años, el polvo, las humedades… El casete, en cambio, no tiene ni media torta. Al casete no hay que felicitarle el cumpleaños. Hay que decirle como al del chiste que salía de la tumba diciendo que estaba vivo: «Tú no estás vivo; tú lo que estás es mal enterrado».

Iñaki Ezquerra, escritor.

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