Y lo que se enseña también

He procurado ir leyendo con detalle la muy amplia serie de opiniones que este periódico ha publicado conteniendo adhesiones al famoso y acertado Manifiesto a favor del castellano. Se han desmenuzado los casos y razones que motivan esta defensa, aclarando que no se pretende la minusvaloración de otras lenguas vigentes en la variedad cultural de nuestro país que los poderes públicos vienen constitucionalmente obligados a respetar y proteger. En este sentido, ABC puede, con toda legitimidad, anotarse el éxito de la gran acogida que el menester necesita. Aunque la historia pase pronto, con solución o sin ella y con eco o sin él en el seno de los poderes públicos (¡lo primero sería un auténtico milagro!) ABC habrá realizado una gesta muy importante. Una gesta de esas que merece la pena emprender y mantener. Y ello a pesar de la tibieza de quien, por esencia y solera, debiera tener en este punto, mientras que tanta benevolencia muestra con giros y palabras con origen tan lejanos y que bien debieran tener algún freno. Me refiero a la postura de nuestra RAE, frente, por cierto, a la decidida por las «hermanas» Academias Iberoamericanas.

Pero tengo para mí que, a pesar del éxito que comporta la multitud de adhesiones que ya se han producido y que se pueden seguir produciendo, el fondo o la clave del problema no deben quedarse en las declaraciones de apoyo. Ya en la misma redacción original del Manifiesto se expone, sin rubor alguno, que el asunto puede necesitar de una cierta reforma constitucional. Y en este punto es donde de veras está el problema. Lo más convincente en esta línea me parecen las observaciones efectuadas por esa gran cabeza de nuestro actual constitucionalismo que es el rector González-Trevijano. Únicamente pondría dos reparos a su sugestivo análisis (Véase la Tercera del miércoles día 9 de julio). En primer lugar y como comentario de tinte jocoso, la cita comparativa con otros Manifiestos o tantas Declaraciones habidas. Mi excelente amigo (espero que lo siga siendo tras leer estos párrafos) el primero que cita es nada más y nada menos que el de «Diez Mandamientos» de Moisés en el Monte Sinaí. Aquí, en términos juveniles, buen amigo, «te has pasado cantidad». Comparar a Moisés con Fernando Savater me parece «demasié». Claro que habría que preguntarle primero a Moisés y luego a Savater si están de acuerdo con la equiparación. Y en tiempos de absurda laicidad, a lo peor la pregunta tendría que hacerse en varios idiomas y entonces el equivocado sería servidor (palabra ya en desuso en una España que hasta ha perdido su secular costumbre de hacer chistes).

Y en segundo lugar, la referencia como buen precedente a la forma empleada por la Constitución de 1931 para regular el tema. Un ligero, pero muy importante olvido. En el contenido del Art. 4 de dicho texto (el que intentó regular la vida de la ahora «santificada» Segunda República: siempre he pensado que era suficiente su simple lectura para hacerse monárquico) se añadía: «Salvo lo que se disponga en las leyes especiales, a nadie le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional». ¡Craso olvido en nuestra actual Ley de leyes! Ni el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional. Con una afirmación así en el Texto de 1978, es bastante posible que el actual problema tendría un cariz bien diferente. Incluso cuando a la sazón llegó la ley especial, es decir el Estatuto de 1932, además de regular con harta precisión cuanto se refería al bilingüismo en el mundo de la Administración de Justicia, en su Art. 2º es posible leer lo que sigue: «Dentro del territorio catalán, los ciudadanos, cualquiera que sea su lengua materna, tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con los tribunales, autoridades y funcionarios de todas clases, tanto de la Generalidad como de la República». La contundencia utilizada nos exime de añadido comentario.

Pero habíamos prometido ir más allá y preguntarnos también por el contenido de lo que se usa o enseña. Permítame el lector una anécdota. Otro distinguido colega, con muchos años de residencia en Barcelona pero con nascencia en otro lugar de España, visitaba en una ocasión con una joven familiar suya la tumba de los Reyes Católicos, como es sabido situada en una Capilla de la Catedral de Granada. Al ver dicha tumba, la joven, educada siempre en Barcelona, preguntó con asombro a mi colega: «¿Pero es que por aquí también ha pasado la historia?» ¡Los Reyes Católicos! Sin comentario, claro. Pero con muchas dudas: qué se enseña en esos centros educativos. Qué y cómo se enseña en las ikastolas vascas, toleradas con tanta prontitud y, luego, con tan escaso control. ¿Qué es España en estos casos y cien otros? Y decimos cien porque es sabido que desaparecido un principio básico y común, nadie puede fijar el límite final. Nadie. El gallego, el valenciano, el balear, el asturiano: todos pueden esgrimir «el derecho» y todos muy posiblemente aludir a algún poeta o novelista de siglos atrás. ¿Por qué no? Todo es diverso, pero nada puede ser «diferencial». La historia de nuestra unidad nacional (con un nacionalismo integrador y no excluyente) se ha realizado exactamente de igual forma que en el resto de Europa: matrimonios regios o luchas fronterizas. El indispensable libro de Paul Kennedy «Auge y caída de las Grandes Potencias» lo puso de manifiesto hace algunos años.

A mi entender, el tema que nos ocupa debe tener dos puntos de partida que, por impopular que suene, son estos. Los nacionalismos excluyentes son, por naturaleza, insaciables. Siempre querrán más y más. Y, como acaba de recordar Fernando Sánchez-Pascuala, «la educación es una cuestión de Estado debido a su carácter transversal y a su repercusión sobre el sistema social, laboral, económico, su repercusión sobre la articulación y cohesión nacional». En otras palabras, desde el mismo Aristóteles hasta nuestros días y tal como he analizado recientemente en mi último y discutido libro «España al desnudo» (Edit. Encuentro, 2008) la educación en los valores del régimen político constituye una pieza insoslayable para la permanencia y consolidación de éste. Y si así es y como segunda tarea, el Gobierno de turno ha de impedir la actuales afirmaciones totalmente ajenas a la Constitución: «gobierno vasco y de España», como dos realidades separadas, «selección nacional de Cataluña» (Nación no hay más que una), mañana «lloverá en todo el Estado» (lo que supone que lloverá sobre las Actas de los Consejos de Ministros o el Catastro), etc.

Y, por todo lo dicho, en el terreno constitucional, las reformas han de venir así: 1º Decir el castellano o español es la lengua oficial del Estado. Algo que no daña a cuanto sigue en el Art. 3. Es a través «del español» como podemos relacionarnos con medio mundo. No por el asturiano o por el vasco. 2º Incluir con fuerza al sistema educativo en su totalidad (desde la escuela a la Universidad) como competencia exclusiva del Estado, lo que no impide algunas temáticas relativas a cada región. Y 3º Suprimir, de una pajolera vez, el nefasto número 2 del Art. 150 en el que se está basando la auténtica hemorragia de competencias que tanto está perjudicando a la necesaria fortaleza del Estado. Es decir, cerrar lo que, por lo que fuera, se dejó abierto. Y desde estos tres puntos, abordar todo lo demás.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.