¿Y los museos?

El 8 de junio de 2015 tuvo lugar en Barcelona un debate sobre la financiación de la cultura. El máximo responsable gubernamental de políticas culturales, José María Lassalle, afirmó que el modelo español es “intervencionista, caro e ineficiente” y que, si no cambia, “será insostenible”. Miquel Roca, presidente del Patronato del Museu Nacional d’Art de Catalunya, manifestó su sorpresa: “Esas palabras son propias del inicio de una legislatura, pero decirlas al final…”. Tenía razón. Pero más sorprendente aún es el hecho de que nadie haya vuelto a mencionar el problema en el exhaustivo debate electoral que nos ocupa desde hace un año. ¿Se equivocaba Lassalle? Desde la promulgación de la Constitución de 1978 han transcurrido casi 40 años. Es el período más largo de democracia en la historia del país. Su longitud supera ya la de la dictadura de Franco. ¿Qué balance podemos hacer de las políticas culturales de este período?

Hablaré solo de museos. Y empezaré por los éxitos. En primer lugar el Museo del Prado. Aunque sus colecciones de pintura están entre las mejores del mundo, el museo vivió una vida mortecina, cuando no mortificada, la mayor parte del siglo XX. Hoy en cambio es un museo moderno, bien dotado y bien gestionado, que desempeña ejemplarmente las funciones educativas y culturales que le corresponden. Un éxito rotundo de la España democrática. En segundo lugar se pueden mencionar dos museos nuevos: el Reina Sofía y el Thyssen. He estado implicado en su creación y eso me descalifica para juzgarlos, pero me atrevería a decir que el balance es positivo en ambos casos. El Museo Arqueológico Nacional, refundado en fechas recientes, muestra una trayectoria inicial prometedora. Y hay otras promesas, como la del Museo Sorolla en su etapa más reciente.

Estos éxitos se concentran en Madrid. En el resto de España el panorama es diferente, mucho más oscuro, aunque hay alguna excepción. La más destacable es la del Museo de Bellas Artes de Bilbao, una institución que ha sabido reunir en poco menos de un siglo una colección importante, que funciona con fluidez, y que es querida y visitada por los bilbaínos y por los que no somos bilbaínos. Pero estamos preguntando por la política museística del Estado y el Bellas Artes, que empezó siendo una sociedad anónima y ahora es una fundación, poco tiene que ver con ella. Algo parecido puede decirse de la Fundació Miró de Barcelona: una fundación privada cuya brillante contribución a la vida cultural de la ciudad contrasta con la modestia de la financiación pública que recibe.

Pero en España hay centenares de museos y en ellos se alberga una parte considerable del patrimonio artístico español. Es en el tejido que forman donde tenemos que buscar la clave de las políticas museísticas de la democracia. Y lo que hallamos confirma, desgraciadamente, el diagnóstico de José Maria Lasalle. Mencionaré dos ejemplos: los Museos de Bellas Artes de Valencia y de Sevilla. Sus colecciones se cuentan entre las más importantes de España, pero las adquisiciones públicas realizadas durante la democracia han sido mínimas. De hecho el museo de Sevilla ha perdido el cuadro de Velázquez más importante que tenía, La imposición de la casulla a San Ildefonso. Tampoco ha habido, ni en Sevilla ni en Valencia, una actuación eficiente de catalogación y estudio de las colecciones. Habría sido un milagro, porque las plantillas de personal profesional de los dos museos están bajo mínimos. El de Valencia heredó del franquismo un director numerario y un conservador interino; hoy tiene un director y un conservador, ambos interinos. Ninguno de los dos museos tiene programa propio de exposiciones. La elaboración y gestión de su presupuesto están secuestradas en ambos casos por la burocracia autonómica. El director carece de poder de decisión. El del museo de Sevilla me comentaba hace unos años que la Junta convocaba y cubría puestos de trabajo en su museo sin comunicárselo. Se enteraba el día en que los nuevos empleados iban a trabajar. Los números de visitantes son bajísimos en ambos casos. Al comienzo de la democracia los edificios que los albergaban necesitaban ampliaciones. En el caso de Valencia, a mediados de los años ochenta se redactó un proyecto y se iniciaron las obras; 30 años después las obras siguen sin terminar. En el caso de Sevilla la última actuación de la Junta fue un informe técnico del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico que recomendaba encarecidamente la ampliación. Data de 2005.

El lector pensará que me olvido de los museos de arte contemporáneo creados en los años noventa, o del Guggenheim y otros casos similares. Pero es que los primeros son museos solo de nombre. En realidad son salas de exposición, carísimas por cierto, que se dedican a fomentar ciertas tendencias del arte contemporáneo (en detrimento de otras). Son los ejemplos más elocuentes del modelo “intervencionista, ineficiente e insostenible” que describía Lassalle. Se crearon por razones de “prestigio”, para “poner en el mapa” las ciudades que los costean; razones que en definitiva nada tienen que ver con la cultura. El público les ha dado la espalda y la crisis económica los está poniendo en su sitio.

El caso de las franquicias es diferente. Nadie puede poner en duda que el Guggenheim o el Pompidou sean museos. Basta con viajar a Nueva York o a París para comprobarlo. El hecho de que hayan abierto salas de exposición en España no es indeseable. Pero su programación, como es natural, responde a estrategias y concepciones culturales elaboradas en Nueva York o en París. Miel sobre hojuelas si tuviéramos hojuelas. Si nuestras propias instituciones y estrategias culturales estuvieran pletóricas de salud y recursos.

Ni salud, ni recursos. El balance museístico de la democracia es decepcionante. ¿Qué lecciones podemos sacar de ese fracaso histórico? Consideremos al contrario el ejemplo del Museo del Prado. Lo he calificado como un éxito rotundo, pero en realidad las dos primeras décadas de la democracia fueron uno de los períodos más tormentosos de su historia. Asfixiado por la burocracia estatal y usado como arma arrojadiza en la lucha partidista, El Prado sufrió un larguísimo vía crucis. El cambio llegó hace unos 20 años gracias a un pacto entre el PP y el PSOE. Descansaba en tres condiciones: 1) excluir radicalmente al museo de la lucha entre los partidos políticos; 2) dotarlo de recursos suficientes; 3) dotarlo de autonomía para que su estrategia y su gestión estuvieran en manos de los profesionales del propio museo, encabezados por su director y controlados por un Patronato competente e independiente.

Las tres condiciones son indispensables, pero la primera es conditio sine qua non de las otras dos. La lucha por el poder entre diferentes partidos políticos es inherente a la democracia, podría decirse que es su misma esencia, y tiene, como tal, un campo legítimo de actuación. Pero los museos están fuera de ese campo. Son de todos y para todos. Si tienen problemas, el deber de los partidos políticos es ponerse de acuerdo para resolverlos. Instrumentalizarlos para atribuirse méritos, para atacar al adversario político o, peor aún, para premiar fidelidades clientelares es corromper el nervio central de su vocación pública. El fracaso de la política museística de las primeras cuatro décadas de democracia en España se debe principalmente al menosprecio de ese principio.

Tomàs Llorens es historiador del arte y exdirector del Reina Sofía.

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