Y nosotros también

Uno puede pensar que, dado el tiempo transcurrido desde que se produjo el hecho en la última cumbre Iberoamericana y, sobre todo, dada la auténtica hemorragia de dimes y diretes sobre la breve intervención no prevista de nuestro Rey, nada o casi nada queda por añadir. El tema de la dura pregunta (que no orden, ni insulto) al «elegido» presidente Chávez ha pasado ya hasta la cotidiana broma sin malicia. El análisis jurídico-constitucional tampoco ha estado ausente y, en este punto, confieso que lo mejor que he leído ha aparecido en esta misma página, días atrás, obra de ese buen rector llamado González Trevijano. ¡Dichosa la Universidad que, a pesar de la decadencia general que el Alma Mater sufre en la totalidad del país, puede gozar del privilegio de una máxima autoridad de tal altura en no pocos aspectos! Tras reflexiones, poco que añadir. Algo «casi sin importancia», antes de avanzar, surgido del continuo uso que el dirigente venezolano ha hecho de ello como razón sublime: él había sido elegido democráticamente y el Rey, no. Me alejo deliberadamente de la utilizada respuesta de que nuestro Rey también por el alto refrendo que en su día obtuvo el texto constitucional que contenía la forma de Monarquía Parlamentaria. Y lo hago, sin entrar en ello, porque hay otro aspecto menos usado en la dialéctica política, pero muy posiblemente aplicable a quien tras el escudo de la elección todo parece basarlo. A saber: no todo elegido democráticamente desarrolla luego, una vez en el poder, una política también democrática. La historia está cargada de ejemplos. Y el lector adivinará que únicamente cite el más palpable de lo que afirmo. Se llamaba Adolfo Hitler. A veces, el origen de los votos no lleva consigo necesariamente la bondad de las botas. Por eso, en cualquier clase de régimen político lo que más suele importar es el control y la responsabilidad. Mucho de esto se sabe, por desgracia, en la parte del mundo en que habita el señor Chávez.

Pero lo que realmente queremos poner de manifiesto, en este comentario sobre lo ocurrido, corre por dos vías.

En primer lugar, el hecho de que estas palabras regias estén engrosando en la actualidad y sin causa fundamental para ello, una tendencia claramente contraria al actual Monarca. Más aún: anti-monárquica. Por más vueltas que le doy, no comprendo como, de pronto y sin límites aquí o allá, se juntan churras con merinas y todo valga para cuestionar lo hasta ahora tantas veces alabado por muchas razones. Bajo el poco original título de Año Horrible, un cajón de sastre en el que todo parece caber. Por supuesto hasta lo absurdo y lo nada probado. Omito nombres que en la mente de cualquier lector están. A uno, olvidadizo de alto tan antiguo llamado protocolo, le molesta una denominación especial. Como si al presidente de su Comunidad se le pudiera saludar con un «¡hola, tío!» o algo así. Y al Papa, con «¡qué tal Papa!». Y pregunto con inocencia: ¿a que no tratan con tan «popular» forma a los monseñores que defienden o han defendido la autodeterminación de tal Comunidad? En otros casos, molesta lo del beso, aunque, sin protocolo alguno, lo estampen en la mejilla de la vecina que a lo peor es más «eso» que las gallinas (y no añado aquí lo tan moderno de «con perdón para», que siempre me ha parecido una «chorrada democrática»). Y surge la gratuita afirmación de que ni el Rey ni el Príncipe trabajan algo: ¿es que no leen los periódicos? ¿Es que han visto sus diarias agendas? ¿Es que tienen conocimiento de lo mucho, sí, lo mucho que hacen sin que trascienda y, en no pocos casos, para enderezar entuertos cometidos por los mismos políticos? Prudencia, por favor. ¿Y lo que cobran? Y vuelvo a preguntar: ¿más que algunos futbolistas, artistas o cantantes de medio pelo? Así seguiríamos en esta primera línea. Únicamente una pregunta más: ¿todo esto ha venido casualmente o hay algo de campaña más o menos organizada? Si es lo segundo, que se diga sin improperios y en paz. No pasa nada.

Y, en segundo lugar, lo ocurrido con Chávez me lleva a pensar en el ámbito interno de nuestra política y en los comportamientos verbales de sus protagonistas. Porque, en uso de su reconocida facultad de moderación, ¿en cuántas ocasiones no habrá tenido el Rey muchas ganas de pedir silencio o compostura ante las auténticas barbaridades que cada día tenemos que oír, salidas de unos y otros? Es posible que hasta lo haya realizado ya en el marco de la discreción que este menester debe tener siempre. Y nada grave debe temer por hacerlo.

En realidad, el asunto nada tiene de fácil. Está, por un lado, el general rechazo a cualquier tipo de censura, algo no dudable. Sigue después el carácter absoluto que a estos derechos de opinión y expresión dieron en su día nuestros actuales constituyentes. No parece haber freno para lo que se presenta unido a la misma naturaleza. La fórmula estaba ya en la Constitución de 1869, que llegaba a considerarlos como derechos «ilegislables» y, por ende, se aleja enormemente de las remisiones a posteriores leyes reguladoras, tal como reza en la Constitución canovista de 1876. Dañado el honor personal, la intimidad o la propia imagen parece no quedar otra vía que la muy posterior resolución judicial: el daño ya está hecho para cuando ésta llegue. Y, en fin, parece haber un contagio del «todo vale» que está primando por doquier, sobre todo en nuestra juventud. Con perdón: vale «cagarse» en lo que sea, incluso dañando creencias religiosas de los demás, como vale hacer en público cuanto se hace en privado. ¡Gran barbaridad!

Por todo esto, un político puede acusar a un partido de que está provocando «otro 36» u «otro 23-F» y se quedará tan pancho. Y otro aparecerá nada menos que en televisión atribuyendo a un ex presidente la autoría ideológica de un gran atentado y a sus colaboradores la material y tampoco nadie dirá ni pío. Aunque nos duela como españoles, ¿nos puede extrañar mucho que Chávez insulte a José María Aznar, que ha soportado dicho insulto en nuestro territorio nacional mil veces?

Sí. Estamos convirtiendo nuestra democracia en un careo de muy baja estofa. De riña que huele muy mal. Olvidando lo que recientemente ha recordado un valiente juez: la libertad de expresión no puede ser «absoluta e ilimitada». Están los frenos del pudor, del respeto, del decoro: «No existe el derecho al insulto». Por ello hay que volver a la condena que Ortega hiciera del «apasionamiento atropellado y pueblerino (...) que no ha servido nunca para nada estimable». Y por eso el Rey tiene también un importante papel para evitar, con sus llamadas, que se comience con el «y tú, más», se siga con el «lo tuyo o lo mío» y se termine con el fatídico «o tú o yo». Algo sabemos al respecto sobre esta peligrosa escalada.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.