En 1911 Thomas Alba Edison, en el cénit de su carrera, predijo que en el año 2011 existirían en el mundo «pequeños soportes de lectura de libros hechos con hojas de níquel en los que los lectores podrían almacenar toda su biblioteca en un solo volumen». Por supuesto, en su momento lo tacharon de exagerado, de amante de la ciencia ficción, incluso. Hoy, en cambio, sabemos que se quedó corto, y que un simple «pendrive» de cinco euros es capaz de contener no solo la biblioteca personal de alguien, sino la gran biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y la del Vaticano juntas.
En 1994 The New York Times se hacía eco de una noticia sorprendente. Los correos electrónicos acababan de superar al correo ordinario. No hace falta decir que ocho años más tarde el correo ordinario es casi un dinosaurio en vías de extinción mientras infinitos emails surcan el ciberespacio en todas direcciones.
En el año 2000 el escritor Stephen King se prestó voluntario para un experimento muy arriesgado: ¿qué pasaría si publicara su nueva novela en la red? El resultado fue que Riding the bullet, que así se llamaba su libro, vendió 400.000 copias electrónicas en las primeras veinticuatro horas. Doce años más tarde, la facturación digital en Estados Unidos representa aún un porcentaje pequeño del sector editorial, es cierto, pero se estima que este año la venta de eBooks crecerá un 700 por ciento.
Estos datos que acabo de enumerar solo son una pequeña muestra de que estamos ante una revolución de enormes proporciones semejante al cambio que experimentó el mundo cuando a un herrero de nombre Johanes Gutenberg se le ocurrió usar un nuevo artilugio de su invención, al que llamó «imprenta de tipos móviles», para reproducir la Biblia.
¿Qué papel juegan —y sobre todo jugarán— las nuevas tecnologías y la revolución digital en nuestras vidas? ¿Cómo influyen estas, por ejemplo, en la creación literaria y qué retos se nos presentan a los que nos dedicamos al viejo oficio de juntar palabras?
Lo primero que me gustaría señalar es que estamos no ante una evolución, sino ante una Revolución con todas sus letras. Una que no ha hecho más que empezar, por lo que todo lo que se diga al respecto se asemeja más a una profecía que a una certeza. Tampoco se me escapa que para muchos de mis colegas y para las personas relacionadas con la industria del libro esta «terra incognita» en la que ahora nos adentramos presenta muchos enigmas y no pocos temores, por no decir terrores. ¿Sobrevivirá el libro tal como lo conocemos? ¿Sobreviviremos nosotros los escritores en este territorio, no solo en parte inexplorado, sino en el que todavía se echan en falta normas claras que aseguren el respeto de la propiedad intelectual?
Sea como sea, junto a estas dudas e incertidumbres, que son muchas, existe también un lado muy positivo del asunto, y es el que me interesa señalar aquí, puesto que, en tiempos atribulados, es casi una obligación enumerar las posibilidades que se nos abren. Hablar, por tanto, más del «Haber» que del «Debe» en nuestro balance. Así, es importante destacar que contamos con un activo extraordinario a nuestro favor, y es la Lengua española. Una que hablan cerca de 500 millones de personas. Y no solo eso, en este momento más de tres millones de europeos estudian el castellano, mientras que son 40 millones los que lo hablan en los Estados Unidos. A esto hay que sumar, además, el nada desdeñable fenómeno «moda». Ya sea en gastronomía, en deporte, en cine o en música, lo hispano o lo latino, como ahora lo llaman, goza de enorme popularidad en el mundo entero.
Para hablar de lo que me compete más directamente, me gustaría señalar que el año pasado los libros españoles traducidos a otros idiomas llegaron a 1.500 títulos, entre los que la mayoría eran de literatura, ya sean clásicos, novela o literatura infantil y juvenil. Eso por no hablar de los millones de euros que genera anualmente la venta de volúmenes dedicados a la enseñanza del español en el extranjero. Otro dato digno de mencionarse, puesto que hablamos de nuevas tecnologías, es que el español es ya el cuarto idioma más usado en internet, muy por delante del ruso, el alemán o el francés.
Por fin, en cuanto a la pregunta ¿cómo influyen las nuevas tecnologías en la creación literaria? creo que es interesante señalar que, frente a los agoreros que apuntaban que estas iban a acabar con la literatura y de paso con los escritores, está ocurriendo exactamente lo contrario. La red sirve no solo para promocionar y recomendar libros, sino que ha multiplicado el bendito efecto «boca-oreja» del que tanto dependen todos los creadores. Pero, más interesantemente aún, está sirviendo para romper viejas, y hasta ahora insalvables, barreras, como es, por ejemplo, encontrar editor. En efecto, si uno repasa la lista de los libros más vendidos que ofrece The New York Times verá que por lo menos tres de los títulos que allí figuran comenzaron publicándose en la red, hasta que un editor detectó el fenómeno e hizo a sus autores un sustancioso contrato para publicarlos en papel. Incluso uno de ellos, traducido aquí como Cincuenta sombras de Grey, se ha convertido en uno de los fenómenos más notables de todos los tiempos, al vender diez millones de copias en un tiempo asombrosamente corto.
Algunos piensan que la red sirve solo para potenciar fenómenos bestselleros de mediocre calidad, como el antes mencionado (para que se hagan una idea, les diré que Cincuenta sombras de Grey se vende bajo el epígrafe «Porno para mamás»...). En efecto, es verdad que los libros de consumo masivo se benefician más directamente de las nuevas tecnologías, pero también lo es que la red está sirviendo tanto para descubrir nuevos valores como para redescubrir autores de calidad injustamente olvidados.
En definitiva, las nuevas tecnologías son un inmenso escaparate. Tan extraordinario que, si uno no está en él, es —literal y literariamente— como si no existiera. Dicho de otro modo, se trata de un reto, sí, pero sobre todo de una grandísima oportunidad.
Carmen Posadas, escritora.