Y... ¿qué hay de lo mío?

Reconozco que yo, todavía, me indigno cuando contemplo a líderes electos realizar actuaciones inmorales e incompetentes. Nos hemos acostumbrado tanto a los procesos por corrupción contra cargos públicos, que ya no llama casi la atención el abandono del que ha venido siendo, desde la Grecia clásica, objetivo último de toda autoridad: el 'bien común'. Tristemente, hemos pasado de un Estado de ciudadanos -teóricamente iguales en derechos- a un Estado de 'grupos de interés': un 'Estado lobby'.

Actualmente, no resulta difícil ponerse de acuerdo sobre los aspectos básicos de la misión de gobernar. En una sociedad postmoderna, caracterizada por la aceptación de toda opción moral y religiosa, el bien común último se asocia a la prosperidad material y a la paz social. Pero lo que resulta mucho más difícil es llegar a acuerdos acerca de los objetivos intermedios que se deben alcanzar hasta conseguir esas metas. Porque las decisiones de gobierno de una administración pública, como las de cualquier otra organización humana, implican asumir prioridades, que se concretan en la asignación de recursos en favor de unas actividades y -necesariamente- en detrimento de otras; unas opciones que favorecen a los colectivos a los que aquéllas están destinadas.

Si se siguiera el contenido de cualquier manual de administración, el gobernante debería supeditar los intereses de todos y cada uno de los grupos que la componen, para propiciar el mejor resultado del conjunto. Pues dado que toda organización -sea una empresa, un ayuntamiento o un Estado- es un sistema abierto y adaptativo, los desequilibrios entre sus componentes lo desestabilizan y acaban por acarrear problemas. Y si perseguir el bien común de toda la organización es el principio básico de un dirigente, las arbitrariedades hacia las partes no sólo destruyen la armonía necesaria, alimentando rencores que suelen acabar en conflicto, sino que también son intrínsecamente ineficientes; algo que, empleando la terminología económica, se traduce en 'destrucción de valor' para los ciudadanos.

No hace falta insistir en el conocido -y por él mismo reconocido públicamente- favoritismo del presidente Rodríguez Zapatero hacia los trabajadores que todavía disfrutan de un contrato fijo. Pues después de haber escuchado y leído desde hace más de un año cómo toda clase de organizaciones internacionales y nacionales, así como economistas procedentes del extranjero y de España, de ideología de derechas, de centro y de izquierdas (incluidos los más eminentes de su propio partido) le insisten en que resulta imprescindible realizar profundas reformas estructurales en la economía española, él sigue -impertérrito- repitiendo consignas demagógicas sobre 'los que más sufren'. Grupo al que dice tratar de favorecer, pero al que no cesa de dañar a través del mantenimiento de un marco laboral que perjudica gravemente a quienes no tienen empleo o lo tienen en precario.

Eso se debe a que en una economía globalizada en la que las condiciones de competencia pueden cambiar rápido, los empresarios se niegan a realizar unos contratos fijos que acarrean costes de despido inasumibles. En consecuencia, a la decisión de evitar los compromisos laborales a largo plazo, añaden la de ahorrarse la inversión en procesos flexibles y sofisticados de producción (que suelen acarrear la necesidad de mano de obra cualificada), así como la formación de la plantilla (que no sabe si podrá conservar, de empeorar el contexto). Un círculo vicioso que explica la escasa productividad y competitividad de las empresas españolas. En términos coloquiales, ante el miedo a un matrimonio que probablemente acabará en caro divorcio (45 días de sueldo por año trabajado) los empresarios optan por noviazgos cortos o por acudir a la subcontratación a otras empresas; no invierten en su plantilla, pues esto les podría acarrear la suspensión de pagos si la demanda, como ahora ocurre, cae. La solución ya la conocemos todos: ofrecer nuevas fórmulas de contratación -sin abolir el contrato fijo actual- para que los empresarios puedan invertir en tecnología y formación sin arriesgarse a la ruina. Pero no les gusta a los sindicatos.

Aun asumiendo la conocida ignorancia del presidente del Gobierno en materia económica, podemos racionalmente asumir que ha sido capaz de entender lo que ya le han explicado tantos economistas desde hace tanto tiempo. ¿Y por qué sigue sin cambiar? Pues por el cálculo que ha realizado: prefiere comprar la no agresión de los sindicatos y de sus representados, que arriesgarse a realizar unos cambios normativos que pueden no fructificar antes de las próximas elecciones. Insisto. El presidente del Gobierno, todo su equipo económico y cualquier persona con nociones elementales de economía se da cuenta de lo que hay que hacer, irremediablemente, antes que después. Pero les puede el 'sentimiento de tribu' llevado al extremo: 'los míos, con razón o sin ella'.

Otro ejemplo de torpeza insolidaria son las alegres declaraciones de nuestro diputado Josu Erkoreka, que no deja de aprovechar cualquier ocasión para presumir de haber conseguido 'sacar tajada' y 'obtenido concesiones' a cambio de sus apoyos parlamentarios al Gobierno central. Quiero suponer que no se da cuenta de la impresión que producen sus declaraciones en televisión; acompañadas siempre por su sonrisa de jugador que se levanta de la mesa de mus después de una buena mano. El señor Erkoreka no debe de ser consciente de cuánto contribuye a fomentar la reputación de insolidarios y egoístas que ya tenemos todos lo vascos; incluidos quienes no le votan a él.

A ese respecto, es del dominio público cómo los llamados 'derechos históricos' han suscitado desde siempre la animadversión de quienes no los disfrutaban. Desde la fina ironía de Cervantes en el Quijote acerca de la necesidad de ser vasco para poder trabajar como secretario del emperador, y la cómica arremetida de un autor anónimo en la fábula de la 'Historia del Búho gallego con las demás aves de España', la singularidad vasca ha sido objetivo de mofa y sorna. Una vascofobia que crece, como notamos quienes defendemos lo vasco fuera de Euskadi, y que resulta muy difícil de contrarrestar frente a noticias como la posible entrega de Caja Castilla-La Mancha a la BBK a cambio del apoyo del PNV a los Presupuestos de 2010. Si se consuma el asunto, los vascos vamos a tener que disfrazarnos de Sanchos para viajar por La Mancha.

Desde una perspectiva formal chirrían mucho menos los trapicheos -que también los hace- del señor Duran i Lleida, que ha conseguido resultados muy importantes para su comunidad sin cesar de repetir su cantinela: «contribuimos a la gobernabilidad de España», «pactando cumplimos nuestro programa», «lo que es bueno para Catalunya lo es también para España». Él hace su trabajo sin restregárselo por la cara al conjunto del electorado español, y evitando barbaridades como apoyar unos Presupuestos como los que ha llevado el Gobierno a las Cortes. Los nacionalistas de CiU siempre han asumido que tenemos economías interdependientes, por lo que Catalunya y Euskadi no pueden prosperar sin el resto de España; por eso no apoyarán al Gobierno en ese asunto.

En cuanto a nuestro lehendakari, esperemos que decida cumplir su promesa de gobernar para todos los ciudadanos. Si imita las políticas sectarias y económicamente inviables del Gobierno central, impedirá la recuperación de la economía vasca y también perderá el poder. En materia económica los experimentos se pagan muy caros.

La nuestra es una ciencia que está demostrando una gran fiabilidad en la veracidad y eficacia de sus teorías, tanto en lo que se refiere a la respuesta a los estímulos fiscales como al elevado precio que conlleva saltarse la ortodoxia macroeconómica. Tanto el presidente del Gobierno como el lehendakari han accedido a sus responsabilidades sin conocimientos de economía y sin experiencia en gestión; más vale que se informen bien. Muchos ciudadanos valoramos que no hayan continuado con los proyectos mesiánicos de sus antecesores ni con sus estilos autoritarios, pero ya no es suficiente. Nos encontramos muy débiles y ante un contexto muy incierto; deben acertar en las medidas de reforma y relanzamiento económico, gobernando -de verdad- con ortodoxia y para todos.

Ignacio Suárez-Zuloaga, doctor en Ciencias Económicas.