¿Y qué más da ya si Puigdemont hace ‘balconing’?

Cuando los historiadores vuelvan la mirada a lo que estamos viviendo, quizá lo llamen la Primera Guerra ‘Prusesista’, que se declaró cuando el Parlamento de Cataluña aprobó el 23 de enero de 2013 que el pueblo catalán era soberano. Algunos hoy deben creer que se habrá de terminar necesariamente cuando el presidente del Gobierno convoque elecciones en Cataluña porque “se habrá recuperado la normalidad institucional”. Será inevitablemente un cierre en falso –como el de tantas contiendas en la historia, que luego vuelven de manera más cruenta– ya que únicamente se habrá sofocado el síntoma de la desobediencia de los mandatarios del momento, pero no se habrá curado la enfermedad que ha inoculado el letal veneno del nacionalismo.

Peor aún, ni se ha intentado. En su comparecencia del sábado, Rajoy reconoció que “el "Gobierno podía haber hecho este requerimiento antes, como lo pidió una parte de la opinión pública”. E inmediatamente intentó convertir el argumento a su favor remitiendo esa casuística solo a hace un mes y medio, cuando se aprobó la ley del referéndum, y justificándose en la “prudencia, responsabilidad, sentido común” para esperar a una rectificación que no se produjo.

Se nos hace creer que la acción de los poderes del Estado solo era legítima cuando se llega a la máxima expresión de ilegalidad, que es la secesión, no cuando se amenaza con la misma (el actual gobierno catalán se comprometió desde su investidura en enero de 2016 con un referéndum ilegal de ruptura que consideraría vinculante y en junio de este año hasta le puso fecha) ni siquiera cuando se realizan actos preparatorios (el hurto de datos censales, el desvío de fondos o la manipulación de los medios de comunicación públicos).

En su larga exposición tras el Consejo de Ministros del 155, Rajoy no mencionó la palabra “nacionalismo” y dedicó la parte más breve de su discurso al desastre –del que solo citó la dimensión económica– que supondría la independencia, algo de lo que ha hablado muy poco estos años, oponiendo simplemente el inmovilismo a las mentiras de los nacionalistas. El PSOE guarda absoluto silencio durante día y medio desde que se presentaron las medidas, salvo el agradecimiento del propio secretario general a la desleal Parlon, que dimite de la ejecutiva tras llevar semanas desmarcándose de la posición del partido (sin poder ser ni expedientada porque pertenece al PSC). Y Ciudadanos, a quien cabe agradecer que es el único partido que desafía abiertamente el nacionalismo y rechaza dialogar con sus cabecillas ya investigados como delincuentes, fue el primero en tenderse la trampa de asumir las críticas de esos secuestradores de la democracia y proponer que el 155 solo pudiera servir para convocar unas elecciones con carácter inmediato.

Los servicios jurídicos del Gobierno han redactado un 155 con un catálogo de medidas impecable. Algunos responsables políticos del bloque constitucionalista habían indicado que se limitarían a lo imprescindible, ¿pero alguien se imagina que pudiera permanecer en su cargo un consejero cuando se cesa al presidente que lo ha nombrado y junto al que ha suscrito varias decisiones ilegales? Si el 155 es duro o blanco, no es tanto por su intensidad que es casi un invariable jurídico, sino por las instituciones a las que afecta y, en este caso, ha sido también correcto establecer un control sobre el orden del día del Parlamento de Cataluña, que ha sido un instrumento esencial del proceso independentista.

Jurídicamente el 155 está pues bien diseñado, pero políticamente su arranque es muy torpe. Llega tarde como se ha visto: enviado el requerimiento en junio o julio de manera que el 6 de septiembre ya se pudiesen desplegar sus efectos, se habría impedido consumar la organización de tamaña ilegalidad como fue el referéndum del 1 de octubre y las imágenes de impotencia del Estado (transformadas mentirosa pero hábilmente por los golpistas en acusaciones de deliberada brutalidad policial). Pero lejos de aprender de la importancia de controlar los tiempos y tomar la iniciativa –aún algunos estarían dispuestos a mercadear con nuestro Estado de derecho si Puigdemont convocara elecciones– , el Gobierno y sus socios se sabotean su propio 155 al ponerle un plazo de caducidad de solo seis meses.

Después de cuatro décadas de intoxicación ideológica e incumplimiento progresivo de las leyes y sentencias desde las instituciones catalanas, después de tantas renuncias desde los ejecutivos españoles a imponerse o siquiera criticarlo (pensando en sus votos en el Congreso), ahora quieren fiar todo a los efectos de seis meses de administración tecnocrática. ¿Se imaginan un profesor que dice que de todas formas va a dar aprobado general al cabo de medio año? Los rebeldes ya saben cuánto tiempo tienen que aguantar la agitación y el victimismo.

Más suicida todavía. Los partidos constitucionalistas atribuyen a las próximas elecciones un efecto purificador, que pondría los contadores políticos a cero. Por definición de los términos que se han impuesto, al convocarlas se habrá “restaurado la normalidad”, por lo que su resultado deberá considerarse el sereno balance que hacen los catalanes sobre lo ocurrido. No hará ni falta que los independentistas, si deciden presentarse –y apuesto que lo harán cuando vean de lo poco que sirve la cárcel de Puidgemont y de algunos otros–, las califiquen de constituyentes, Rajoy estará implícitamente dándoles un carácter de plebiscito a la vez sobre la Constitución y sobre sí mismo… y es de temer cuál será el resultado, que podría interpretarse como un indulto político a los delitos cometidos estos últimos meses. En esas condiciones, la Primera Guerra ‘Prusesista’ se habría dado por concluida un lunes en que se convoquen las elecciones, pero la Segunda volvería con más crudeza el domingo en que se celebraran, solo 55 días después.

Aún estamos a tiempo de que el Senado lo enmiende. Pese a la mayoría absoluta de que dispone el Partido Popular, es el momento del debate político de mayor altura para que los partidos constitucionalistas hagan autocrítica de sus errores y debilidad para identificar al nacionalismo como primer enemigo de la democracia y enfrentarse juntos a él. Debería ayudar que haya quedado claro que con Unidos Podemos no se puede contar para ningún acuerdo responsable a nivel de Estado (¡qué ganas tenían de evadirse de la comisión parlamentaria de evaluación del estado autonómico!), atrapados en su única obsesión de intentar buscar supuestas incongruencias al PSOE aunque sea a costa de hacerse cómplices de causas tan ajenas a la izquierda como es el nacionalismo.

El 155 que hace falta es, en primer lugar, de carácter indefinido. Por supuesto, como en cualquier otro ámbito de la política, con el objetivo de concluir con éxito lo antes posible, pero sin renunciar a él si no se consigue en un plazo dado. ¿Se imaginan que el Gobierno de España abandonara el intentar reducir el desempleo porque no tuviera resultados en seis meses? Obviamente, este caso es más complejo porque supone un régimen excepcional que implica limitaciones a algunas previsiones constitucionales como son el autogobierno (sin ser cierto que se suspenda la autonomía, sino que precisamente se busca restaurarla tras el derribo al que la han sometido Puigdemont, Forcadell y sus socios dentro y fuera de las instituciones).

En cualquier caso, el necesario equilibrio se garantizaría por el control del “gobierno provisional” por el Senado (ya está previsto en lo aprobado el sábado pero solo como una dación de cuentas y cada dos meses), además de por la posibilidad de recurso que siempre se mantiene ante el Tribunal Constitucional y, en su caso, la justicia ordinaria. El Parlamento catalán solo debería renovarse necesariamente al cabo de su mandato en 2019, pero aun entonces, el Senado debería pronunciarse por si retira o mantiene el 155, igual que lo puede ir modulando hasta entonces.

El ejercicio del 155 debería realizarse además no con el espíritu de un gobierno en funciones de evacuar los asuntos de trámite, sino con el claro objetivo político de extirpar el cáncer nacionalista de las instituciones. Eso exige no solo deponer a sus mandos, sino también los efectos que ya se han plasmado en normas autonómicas (el antiespañolismo y la falsificación histórica en aulas y medios de comunicación, las multas por no rotular en catalán, y muchas otras). Esa política no solo corresponde hacerla desde las instituciones catalanes sino, por supuesto, también desde las españolas.

La evaluación de las competencias autonómicas y la posible reforma constitucional deberían servir, por ejemplo, para aprobar con amplias mayorías leyes de armonización que aseguraran una suficiente homogeneidad en la prestación de servicios entre comunidades (tras el intento fallido de 1982, que se declaró inconstitucional en buena medida por cuestiones de forma, pero para la que luego ya siempre faltó consenso político para volver a intentarlo). También para establecer un modelo de financiación más justo, empezando por corregir la abultada e injusta ventaja que logran mantener País Vasco y Navarra, no tanto por el sistema de concierto en sí, sino por el ventajoso cupo que consiguen negociar cada vez que la continuidad del ejecutivo central depende de sus votos. El lendakari ha ofrecido su respaldo a la Generalitat, ya sabe por donde puede empezar.

La escasa compenetración, cierta desconfianza y lenta capacidad de reacción que hasta ahora han demostrado PP, PSOE y Ciudadanos, ha derivado en proponer el 155 tan tarde, maniatado por una fecha de caducidad suicida, y con un mandato meramente tecnocrático. Sigo pensando que un gobierno de concentración en La Moncloa, sin Rajoy, resolvería con más eficacia y lealtad esas tensiones, para gobernar ante tan graves desafíos y además pactar las bases de la reforma constitucional. Pero parece que ninguno, empezando por el actual presidente, está dispuesto a los sacrificios que supone en términos electorales.

Sin embargo, quizá sí puede lograrse un gobierno de coalición para el gobierno provisional de Cataluña. Como militante socialista, me gustaría que fuera nuestro partido, que ocupa la segunda posición en el bloque constitucionalista, tanto en las Cortes Generales como en el Parlamento catalán, el que lo impulsase, asumiendo incluso la responsabilidad de presidirlo. Y sin importar si Puidgemont va al final cumplir su sueño de hacer ‘balconing’ desde el Palau, porque su caída libre le conducirá ya inexorablemente a una celda en Soto del Real.

Víctor Gómez Frías es militante del PSOE.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *