¿Y si el problema no es el nacionalismo?

Cuando Mozambique se independizó de Portugal, el portugués casi desapareció del país africano. Expulsados los nativos portugueses, sólo un 5% lo usaba como segunda lengua. Desde entonces los mozambiqueños han ido abandonando sus lenguas nativas (bantúes) en favor de la metropolitana: actualmente el 50% de la población sabe hablar portugués (el 80% en zonas urbanas). La operación fue obra del gobierno izquierdista del FRELIMO. En previsión de que se disparen los anticuerpos contra la ingeniería social, recuerden que el proceso fue un calco de la consolidación del español en América después de la independencia, protagonizado por las nuevas élites dirigentes, o de aquel otro, anterior, en la Revolución francesa, cuando se impuso el francés, lengua de apenas un tercio de la población.

¿Y si el problema no es el nacionalismo?
Raúl Arias

No había sombra de identitarismo en tales decisiones. Al revés, los revolucionarios sacrificaron las «lenguas propias». La justificación era la misma en todos los casos. Para decirlo con Nathalie Hirschsprung, «la 'lengua republicana', 'general' en la nación, basada en la gramaticalización de la lengua francesa, aparece explícitamente como la expresión de la soberanía popular, como la condición de la 'comunicación' de los ciudadanos entre sí y con el Estado, en los debates de las asambleas, los informes de las comisiones, las leyes y en la organización del nuevo sistema escolar». La inspiración era la razón, no la identidad, como sucedió con otras intervenciones políticas, ejemplos de buena ingeniería social: la homogeneización de leyes, divisiones administrativas, monedas o sistemas de pesos y medidas. Había una lengua, que no era, como primera lengua, la que contaba con más usuarios, pero sí la segunda de la mayoría, su koiné, y en la que estaban regularizadas la escritura y las leyes, codificado el conocimiento. Para entendernos entre todos y escapar al terruño. Como decían los indianos: «indio leído, indio perdido». También suponía el camino para minimizar arbitrariedades: las traducciones están en el origen de importantes líos, en los tribunales o en las relaciones internaciones. La ley en la lengua común permite saber a qué atenernos.

En España fue más sencillo y liberal, con menos intromisiones. Desde el siglo XVI el 80% de los peninsulares compartíamos lengua de comunicación. Que también era la lengua culta: la primera edición de la poesía de Ausiàs March -antes que en catalán-fue en castellano, en 1543. Y ya se sabe cómo funcionan estas cosas: una vez consolidada una posición, se impone el curso de la historia. Un equilibrio espontáneo, una verdadera mano invisible: cada uno prefiere el código con más usuarios y, con ello, lo refuerza, algo que repetirán los recién llegados. La ventaja inicial se torna definitiva: se asienta una economía de red. Un equilibrio de Nash, como conducir por la derecha.

La historia anterior tiene importantes moralejas. El entendimiento sencillo y barato es oxígeno para la democracia y para la economía. Las barreras lingüísticas suponen enormes costes de coordinación, trabas a la comunicación y, por ende, a la eficiencia. Se ha comprobado hasta con las traducciones automáticas de la inteligencia artificial: han aumentado las exportaciones en un 11% (E. Brynjolfsson, X. Hui, M. Liu, Does Machine Translation Affect International Trade?, Management Science, 2022). Y si preocupa la igualdad, pues peor: las barreras establecen privilegios comparables a los requisitos de sangre medievales. Lo ha confesado impúdicamente la coordinadora de Podemos en Asturias al defender el requisito del bable: «Así los asturianos tendrán menos competencia». Invoca, por cierto, al modelo gallego de Feijóo. Las indiscutibles bondades de la diversidad de perspectivas, aquí, ni asoman y es que para que surjan es imprescindible la conversación entre los diversos.

El diagnóstico común señala como culpables al nacionalismo y sus políticas identitarias. Pero, como muestra Asturias, el problema real es otro: un diseño institucional que le allana el camino. Su combustible. Más claro: nuestro sistema autonómico que, diseñado para resolver un supuesto problema territorial, lo ha agravado. Y el error de diagnóstico conlleva el del tratamiento: el estúpido conjuro de que «la culpa es la falta de lealtad de los nacionalistas». Claro, y si mi abuela tuviera ruedas, sería un camión. No fabulemos: la deslealtad es la quintaesencia de un nacionalismo cuyo objetivo, proclamado, es romper la comunidad democrática.

El problema de las reglas del juego, al final, es el comportamiento que propician. Todos ven inconvenientes en las barreras, pero no queda otra que levantar las propias. En realidad, las diferencias identitarias no son el origen del sistema autonómico, sino el subproducto de su perversa dinámica. Y detrás de las identidades, una catarata de políticas: educación, etiquetaje, rotulaciones de espacios públicos. La infatigable erosión de lo común. Cada uno -lo quiera o no- obligado a competir en una carrera en la que todos acaban peor. Un dilema del prisionero de primero de Políticas: ese que justificó el nacimiento de las instituciones públicas.

La competencia entre comunidades -que poco tiene que ver con la virtuosa del mercado-, desarma a los poderes públicos. Por ese camino se desmontan, para empezar, leyes fiscales (sucesiones) o ambientales (el turismo de residuos). El tan elogiado federalismo, con frecuencia, es la vía más rápida para desmantelar la hacienda común. Cada autonomía dispone de una capacidad de gestión que ninguna puede ejercer. Al final, en el mejor de los casos, por caminos retorcidos y altamente costosos -coordinación de gobiernos autonómicos- se busca rehacer lo que desmontamos, reconstruir el Estado. Lo vimos en la sanidad: las autonomías «negociando» calendarios de vacunación, compras de medicamentos o la validez común de la tarjeta sanitaria. Por no tener, como se vio con los enfermos de Covid, ni datos homogéneos. Y sin información común, no hay buena política. Creamos nuevas instituciones para resolver problemas producidos por las instituciones. Lo dicho, reinventar el Estado, pero con remiendos, despilfarros y tironeos lobistas del presupuesto.

La derecha enemiga de la redistribución y partidaria de minimizar las intervenciones públicas simpatiza con ese proceso. En Italia, sin ir más lejos. Meloni, en su primera reforma seria, instaurará un modelo territorial para ampliar las competencias de las regiones más ricas. Un federalismo asimétrico. Aquí tales políticas las encabeza nuestra patética izquierda. Sánchez ha prometido a Urkullu que el «impuesto a los ricos» no alcanza a los vascos y a Aragonès que no le molestará si persiste en su desprecio a la lengua de los catalanes pobres.

Aunque solo sea por atender al hueco de mercado, quizá es hora de mencionar la palabra más cancelada: centralismo. Resulta pasmosa la facilidad con la que hemos comprado una boba apología del federalismo sostenida en tópicos asamblearios: la equiparación entre descentralización y control democrático, simétrica a la de centralismo y dictadura; la transparencia de los gobiernos locales; el mejor conocimiento de la realidad por los gestores próximos. Cuando desde el móvil tratamos con la administración y hasta con el médico ya no sirve el dictamen «hay que ir a Madrid a hacer las gestiones». La información del big data resulta más fiable y limpia que la proporcionada por vecinos con aldabas. La mayor calidad de los gobiernos locales no resiste el contraste con la experiencia acumulada de corrupción, nepotismo y clientelismo. Y sobre la «proximidad», pues, me da mí que vascos y catalanes se parecen más a sus representantes en la carrera de San Jerónimo que a los de Barcelona o Vitoria, verdaderas castas étnicas. Repasen los apellidos.

Una izquierda con afán de verdad debería apostar por una defensa meditada del centralismo. Por principios y por razones de mercado: cuando todos compiten en la otra esquina, defienden lo mismo, quien traza una línea se queda con el resto de espacio por defecto. Pero no parece que las cosas vayan por ahí.

Bueno, no todos. Los jóvenes de El Jacobino, no sin torpezas, inevitables cuando creces en un secarral, están esbozando un guion bastante austero, compatible con la herencia decantada de la mejor izquierda. Por lo pronto, han acertado al señalar los despropósitos de nuestra izquierda: romper el ideal de ciudadanía común; defender privilegios asentados en la historia; promover el derecho de unos ciudadanos a privar de la ciudadanía a los españoles en su nación política. Solo un poco menos reaccionario que los Estados Generales. Habrá ocasión de inventariar sus torpezas, pero, de momento, es de agradecer que se atrevan con la palabra prohibida.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Acaba de aparecer 'La Razón en marcha', libro de conversaciones con Julio Valdeón (Alianza Editorial).

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