¿Y si Francisco quiere decir lo que dice?

Desde su mismo comienzo, el cristianismo presenta una disociación entre su mensaje y lo que se entiende de éste. Aunque Cristo le explicó claramente a Pilatos —con ejemplo incluido— que su reino no era de este mundo, el mismo gobernador romano ordenó clavar en lo alto de la cruz un cartel con la expresión “rey de los judíos” como motivo de la condena a muerte. Y el cortocircuito de compresión se repite a menudo desde entonces entre quienes se situaron a la cabeza de la institución fundada por Jesús y las sociedades a las que se dirigen. Desde Simón, un pescador galileo al que se le impuso el nombre de Cefas (Piedra) a Jorge, un porteño que trabajó como portero de discoteca —“patovica de boliche”, en sus propias palabras— antes de entrar en el seminario y que adoptó el nombre de Francisco al llegar al papado.

A diferencia de todos sus predecesores, Francisco tiene a su disposición una tecnología capaz de hacer llegar su mensaje a todos los rincones del planeta, sin intermediarios y de manera inmediata, pero al mismo tiempo se enfrenta a un formidable muro de interpretación mediadora, cuando no de abierta desinformación, que opera con esa misma tecnología y que le hace vulnerable a la distorsión como no lo ha estado ningún otro ocupante de la cátedra de Pedro. En cuanto a la mediación —protagonizada principalmente por los medios de comunicación— el pontificado del primer Papa americano de la historia se ha caracterizado por una cuidadosa y selectiva selección de sus frases que, dependiendo de los medios que se sigan, puede llevar a la audiencia la conclusión de que hay dos —o tres— papas que emplean el mismo nombre. Sobre la manipulación, la inmediatez de Internet produce que el rumor infundado sea imposible de frenar y muy difícil de combatir. Un solo ejemplo: Francisco jamás ha dicho que los perros vayan al Cielo —de hecho, además de la factoría Disney, quien apuntó algo remotamente parecido fue Pablo VI— pero han corrido ríos de tinta, o para aggiornarnos se han empleado millones de bytes, en comentar y difundir esa frase falsa. Y mientras nos preguntamos qué quiere decir y qué quiere hacer este Papa, corremos el riesgo de pasar por alto lo que dice y, sobre todo, lo que hace. Resulta muy complicado extraer conclusiones de un conjunto de declaraciones curiosas y gestos anecdóticos —reales o inventados— con las que se bombardea constantemente a la audiencia.

La llegada de Francisco fue saludada, y sobre todo interpretada, como una especie de movimiento pendular de la Iglesia tras el largo pontificado de Juan Pablo II y el breve de Benedicto XVI. Frases como “salgan a la calle y a las plazas” o “vayan a las periferias” han sido traducidas como un cambio de rumbo, o una ruptura abierta, con el pasado más reciente de la Iglesia. Como una muestra de hacer a la iglesia “más social” y “más moderna”. Un momento; ¿más “moderna”? Precisamente uno de los mayores retos de la Iglesia católica en los últimos dos siglos ha sido cómo responder a la sociedad moderna. Cómo evitar quedar arrinconada por un modo de vivir que considera a la religión como algo perteneciente por completo a la esfera privada y que de ninguna manera debe influir, o ni siquiera estar presente, en la esfera pública. Una corriente de pensamiento que es aceptada incluso por amplios sectores católicos de las sociedades del bienestar. El catolicismo ha ensayado diferentes vías a las que la brocha gorda ha etiquetado a derecha o izquierda según estuvieran apoyadas por la jerarquía, en abierta oposición a ésta y a veces, muy pocas, llegando a la ruptura.

¿Qué sucede si el Papa quiere decir exactamente lo que está diciendo? Francisco ha dicho que quiere a los cristianos en la calle. Una iglesia presente en la vida pública que aplique soluciones, por ejemplo, donde el Estado moderno falla. Una Iglesia de laicos no laicistas y de clérigos no clericales. Una Iglesia que hace de la familia su unidad fundamental, alejando el sentimiento individualista y reforzando la pertenencia social. Y este llamamiento no es para el futuro sino para ahora mismo. La Iglesia católica ha recobrado en pocos meses un papel protagonista mundial de primer orden, desde Cuba a la crisis migratoria europea pasando por Oriente Próximo o la lucha contra el yihadismo. El voto católico se ha movilizado como nunca antes en Estados Unidos, al igual que las manifestaciones en Francia. Y en España las encuestas vaticinan en millones la pérdida de votos al PP por retirar la ley Gallardón.

El “salir a la calle” del pontífice lleva un rumbo de colisión inevitable con una concepción laicista de la sociedad. Stalin demostró no entender nada cuando preguntó jocosamente cuántas divisiones tenía el Papa y quiénes creen —fuera y dentro de la institución— que la Iglesia católica quedará diluida como un azucarillo sentimentaloide asistencial y buenista en la sociedad moderna corren el mismo riesgo. Basta escuchar a Francisco.

Jorge Marirrodriga

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