¿Y si Fukuyama hubiera acertado?

Regresa, imparable, la derecha al poder político en todas partes, no solo en España, sino también en Europa y buena parte del mundo (me anticipo al sarcasmo: del otro, del económico, es obvio que nunca se fue). Y trae consigo en su regreso una de las consignas que más dividendos parece haberle rendido en el terreno propagandístico desde hace medio siglo, la consigna -teorizada paradigmáticamente por Daniel Bell- del final de las ideologías, apenas maquillada en otras formulaciones análogas posteriores como gobierno de expertos o -uno de los últimos hallazgos publicitarios locales- gobierno de los mejores. El objetivo último de la consigna es intentar justificar por enésima vez que la vieja distinción entre derecha e izquierda ha dejado de tener sentido, y que lo único que hay que reclamar a los responsables políticos es eficiencia para resolver los problemas que la sociedad en su conjunto (¿han reparado en cuánto se habla últimamente de transversalidad ahora en estas latitudes a costa de la independencia?) tiene planteados en cada momento.

Desactivadas -o desacreditadas- las ideas, especialmente las políticas, se abren paso los sentimientos, dispuestos a ocupar el lugar y la función de aquellas. Desacreditados los corpus ideológicos tradicionales (como en otro momento era una determinada ciencia de la historia, o el convencimiento de estar del lado del sujeto histórico emancipador), que funcionaban a modo de robustos avales para nuestra acción, las certezas han sido desplazadas por las convicciones, y las pasiones o las identificaciones emotivas, incapaces de cumplir la función de herramientas para ayudarnos a interpretar el mundo, actúan a modo de consolador bálsamo contra las frustraciones que este nos provoca.

De esto último -de la conciencia de la propia debilidad- tenemos sobradas pruebas. Basta con pensar en los diferentes diagnósticos que se han presentado sobre nuestro presente y sobre el futuro que nos aguarda. De un lado, acaso el más publicitado haya sido el presentado a finales de la década de los 80 por Francis Fukuyama, diagnóstico que, a la luz de lo que ha terminado ocurriendo, acaso valga la pena recuperar. Como en su momento Perry Anderson se encargó de señalar en su libro Los fines de la historia, buena parte de las críticas que el politólogo de origen japonés recibió se apoyaban en el malentendido de interpretar su propuesta en una clave equivocada. Fukuyama, a fin de cuentas, no hacía otra cosa que intentar articular discursivamente un conjunto disperso de opiniones, absolutamente generalizadas en la década de los 80, cuando la crisis del socialismo real hacía que se extendiera como una mancha de aceite el convencimiento de que el modelo capitalista se había quedado sin alternativa. El planteamiento del autor de El fin de la historia y el último hombre era susceptible de múltiples objeciones, pero probablemente su flanco más débil no era aquel por el que tanto se le atacó (como si de lo que él presentaba como una descripción del estado de cosas existente se pretendiera una propuesta debatible, a la que simplemente se le pudiera oponer una preferencia contraria del tipo «ah, pues yo no soy partidario de dar por terminada la historia»).

El aspecto de su planteamiento que, desde la perspectiva actual, se nos revela más criticable, tiene que ver con el estatuto de su diagnóstico. Como señalara tempranamente el filósofo italiano Gianni Vattimo, lo que ha llegado a su fin es la idea del fin de la historia: resulta autocontradictorio un diagnóstico acerca de lo histórico que se presente a sí mismo como situado por encima de la historia, olvidando que el convencimiento según el cual ya nunca más seremos capaces de generar un modo de vida distinto y superior al actual es, él también, el resultado de unas concretas y bien específicas circunstancias históricas.

Pero tal vez cupiera una relectura a la baja de las tesis de Fukuyama que, en vez de afirma la radical imposibilidad de concebir una mejor organización del mundo, asumiera precisamente la radical limitación de nuestra perspectiva. Así reinterpretado, el publicitado final de la historia perdería su aspiración cuasimetafísica para transformarse en una prospectiva, mucho más modesta, que tal vez podría quedar formulada en términos parecidos a estos: «Hasta donde alcanza la vista, no hay modelo económico alternativo al modo de producción capitalista ni forma de organización de la esfera política superior a la democracia liberal». Dos décadas después de esta formulación, inmersos en medio de una crisis de incalculables consecuencias, apenas empezamos a atisbar los efectos de que el capitalismo se haya quedado solo. O, lo que es lo mismo, de que durante un tiempo -un tiempo en el que, por desgracia, todavía estamos, sin que nadie sea capaz de prever hasta cuándo- Fukuyama haya tenido razón. Nos lo avisaron hace unos meses los mismos chicos que han acampado las últimas semanas en nuestras plazas: «El problema no es la crisis; es el capitalismo». Sinceramente, no creo que se pueda decir mejor.

Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea, Universitat de Barcelona.

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