¿Y si matamos a todos los gorriones?

La historia del «esto lo arreglaba yo así…» no empezó hace siete años con la llegada de Zapatero al poder. El tirar por la calle de en medio proponiendo capear los grandes males con presuntos grandes remedios es propio de la condición humana pero emergió con fuerza con los «novatores» de finales del XVII y alcanzó su apogeo con los arbitristas, los fisiócratas, los «caballeritos» y demás polluelos del vuelo de Minerva en el Siglo de las Luces. Fue de hecho la aparición de la prensa como fermento del moderno concepto de opinión pública lo que desató toda una epifanía de propuestas «para remover los obstáculos tradicionales» -Cabarrús- que impedían «perseguir la felicidad» en el sentido reflejado en la Constitución de Filadelfia.

Situémonos, pues, no en el invierno madrileño de 2011 en el que Rubalcaba, Blanco, Sebastián e incluso -abróchense los cinturones- el mismísimo Pedro Castro han venido compitiendo en ideícas para afrontar el súbito encarecimiento y el riesgo de escasez de la gasolina, sino en el invierno parisino de 1793 en el que las autoridades buscaban soluciones de emergencia para afrontar el súbito encarecimiento y el riesgo de escasez del pan y otros alimentos básicos.

Una fría mañana de febrero las principales calles aparecieron empapeladas con un bando del general Santerre, comandante en jefe de la Guardia Nacional -más conocido, por su condición de cervecero, como el General Espumoso- en el que proponía dos medidas fulminantes: que las familias pudientes sustituyeran el pan por el arroz o las patatas dos días a la semana y que «cada ciudadano se deshaga de su perro o su gato inútil».

Lo peor de esta segunda medida no era la incitación al animalicidio en una especie de masacre de San Bartolomé de canes y mininos, sino que a Santerre le había dado por ponerse a hacer números, llegando a la conclusión de que alimentar «a los perros y gatos inútiles que hay en París» costaba 3.000 perras al día, con las que se podrían pagar 10 sacos de harina y alimentar a 1.500 hombres a razón de dos perras por jornada.

Más que los siempre bien dispuestos instintos asesinos de una parte de sus conciudadanos, Santerre consiguió estimular así su imaginación contable. Fue el periodista Louis Prudhomme quien tomó ipso facto el relevo en el concurso de ocurrencias en su semanario Revolutions de Paris -algo parecido a nuestro Cambio 16 de los años 70-, combinando su veta anticlerical con esa especie de «decisionismo» que Felipe González atribuiría con admiración a Bettino Craxi. Sus cuentas de la vieja eran muy sencillas: si en Francia había 100.000 parroquias en las que cada semana se desperdiciaban cuatro libras de pan bendito, bastaría suprimirlo para disponer de más de 20 millones de libras de pan al año, destinadas a alimentar a los indigentes. «Sería una obra cívica muy meritoria», concluía enfáticamente.

Tal vez para que nadie pudiera decir que era la fobia a las sotanas lo que guiaba su pluma, Prudhomme propuso también suprimir los polvos destinados al maquillaje femenino y al acondicionamiento del peinado masculino puesto que se fabricaban con harina. Pero fue en una publicación rival, el diario moderado Chronique de Paris, en el que nada menos que Condorcet se ocupaba de la rúbrica parlamentaria, donde quedó reflejada la iniciativa que suscitó más pasión y comentarios. «Propongo matar a todos los gorriones de París y estoy dispuesto a aceptar la enmienda de quien proponga matar a todos los de Francia», planteaba un resuelto abajo firmante que se identificaba como «ciudadano patriota Jeaufre».

Se trataba de anteponer el «amor a la patria» al que merecían «estos animalitos llenos de encanto» y de nuevo era la contabilidad la que echaba su cuarto a espadas. Nunca fue tan cierto que los números cantaban: puesto que cada gorrión que picoteaba entre gorjeos en los sembrados comía entre 12 y 15 granos de trigo al día, puesto que en Francia había más de un millón de chimeneas y tejados, puesto que lo suyo era calcular un promedio de 10 gorriones por chimenea y puesto que cada libra de trigo tenía unos 4.000 granos, estaba claro que bastaría liquidar a esos 10 millones de gorriones para recuperar el suficiente trigo como para alimentar a 100.000 hombres durante 70 días. Seguro que el «ciudadano patriota Jeaufre» durmió a pierna suelta tras alumbrar semejante cálculo.

Lástima que nuestro actual Gobierno no haya podido contar con la colaboración de un pedagogo así para promocionar el cambio masivo de bombillas o la prohibición de circular a más de 110 kilómetros por hora. En su defecto, las medidas aprobadas anteayer por el Consejo de Ministros ni siquiera han ido acompañadas de una memoria económica basada en informes técnicos dignos de tal nombre. Como dice nuestro columnista de la sección de Ciencia Julio Miravalls, cualquiera diría que los cálculos de ahorro del Gobierno están basados en el «anemómetro digital», es decir, «en chuparse el dedo y levantarlo para ver por dónde sopla el viento».

Establecer grosso modo una relación directa entre reducción de la velocidad y bajada exponencial del consumo es resolver con un brochazo algo que requiere pinceladas finas. Para que el establecimiento de un límite de velocidad produjera un ahorro significativo en el consumo de gasolina debería estar, de hecho, vinculado a las características de cada vehículo y de cada carretera. En definitiva, el nivel de combustión depende del esfuerzo al que se someta a un motor cuando se pisa el acelerador, medido en revoluciones por minuto.

Es cierto que, en principio, cuanto mayor es la velocidad más cuesta vencer la resistencia del aire pero, de igual manera que no se sube igual una montaña en bici con un piñón que con otro, tampoco un motor gasta lo mismo con una marcha que con otra. Por eso la reducción del límite de velocidad como fórmula de ahorro energético está asociada a la crisis del petróleo del 73, cuando la mayoría de los coches tenían cuatro marchas -incluso había algunos con tres- y las carreteras eran mucho peores que las actuales.

Durante el acto de entrega de nuestro premio Protagonista del Motor al presidente de Ford, Alan Mulally, celebrado el pasado jueves, el ministro Sebastián tuvo de hecho la honestidad intelectual de reconocer que el mantenimiento de ese límite de velocidad en Estados Unidos hasta bien avanzados los 80 fue un factor retardatario para el desarrollo de la industria del motor. Hoy por hoy, con vehículos cuyas cajas de cambio tienen en su mayoría cinco o seis marchas -los hay con siete y con ocho-, el impacto en el consumo de reducir la velocidad de 120 a 110 es en sí mismo prácticamente irrelevante.

Mucho más significativo sería promover la conducción eficiente de forma que cada uno sepa cómo optimizar el rendimiento de su motor sin permitir que se «ahogue» yendo a menos revoluciones de las necesarias o sin someterlo a los acelerones remedados por Rubalcaba en su comparecencia del viernes ante el Club de la Comedia. Pero, como también dice Miravalls, «¿cuánto hace que los señores ministros -empezando por el vicepresidente- no conducen y no se ocupan del mantenimiento de sus propios coches?».

En ese trecho que media entre la educación vial y la prohibición está además la objeción filosófica que cabe hacer a la medida estrella del Gobierno. El límite de velocidad -que en la práctica es una forma de racionamiento no ya del combustible sino del propio automóvil- sólo debería estar ligado a la seguridad en la carretera. Vincularlo a un consumo que, en definitiva, paga cada viajero es propio de una economía de guerra y debería llevar aparejados -¿por qué no?- límites a los usos de las lavadoras, los televisores o los ordenadores.

Pero, para bien y para mal, sólo estamos en guerra contra los errores y la incompetencia de nuestro propio Gobierno. Si la crisis libia obliga a tomar medidas de emergencia no es porque se trate de una contingencia inimaginable -hace más de medio siglo que Oriente Medio y el Magreb son fuentes de inestabilidad espasmódica- sino porque lo errado de nuestra política energética, dentro de un cuadro de desastrosa gestión económica, nos ha dejado sin margen para absorber un vaivén de los precios del crudo.

Medidas como la renovación del alumbrado público para sustituir las bombillas de filamento incandescente por las mucho más eficientes de diodos semiconductores LED o el fomento del cambio de los neumáticos gastados por otros nuevos no sólo son inobjetables sino que deberían haber estado en marcha hace tiempo al margen de cuál fuera la coyuntura. El problema es que su aportación al ahorro energético será muy limitada y en ningún caso de hoy para mañana.

Al margen de evitar que, junto a iniciativas razonables como esas, se cuelen, al albur de la oportunidad, majaderías del calibre de la propuesta de Pedro Castro de llevar los centros oficiales a la periferia de las ciudades -siempre habría que recorrer como promedio muchos más kilómetros para llegar a ellos-, la cuestión esencial es cómo salir del atolladero en el que, de forma cada vez más penosa para todos, se encuentra nuestra economía.

El camino de las prohibiciones y restricciones no es sino un círculo vicioso en el que el arbitrista olvida que la libertad humana, el curso de la civilización y el propio orden de la naturaleza tienden a acomodar la vida en la Tierra a la conveniencia de sus pobladores. Cuando la mano invisible es reemplazada por el puño del regulador suele olvidarse que ni los gorriones están en el campo sólo como elemento decorativo ni los conductores van deprisa por el mero placer de correr. El equilibrio ecológico y la utilidad del tiempo humano bien merecen la contrapartida diaria de 12 granos de trigo por pico o un litro de gasolina de más por depósito.

El peor error que puede cometer un gobernante es confundir las causas con los síntomas. La Revolución Francesa cavó su tumba cuando trató de resolver la crisis de las subsistencias fijando precios máximos al pan y otros productos subvencionados, mientras guillotinaba a los «acaparadores» y le daba a la máquina de imprimir papel moneda -los cada día más devaluados «asignados»- en lugar de hacer frente a su morrocotudo déficit fiscal. El paralelismo es doblemente válido puesto que la gasolina es para nuestras clases medias lo que el pan era para los sans culottes -casi un símbolo del contrato social con el Estado- y no será socializando su consumo mediante una velocidad igualitaria como se resuelva nuestra brutal dependencia del exterior.

En el fondo nuestro problema se reduce a lo mismo: llevamos demasiado tiempo gastando mucho más de lo que ingresamos y consumiendo mucho más de lo que producimos. Hemos sustituido la fabricación de asignados por el endeudamiento externo y en vez de guillotinar a los que consuman más combustible del permitido nos limitaremos a multarles, pero la crisis libia, como la mala cosecha de aquel 1793, no es sino el detonante circunstancial de una situación potencialmente explosiva, acumulada por años de irresponsabilidad fiscal y superstición energética. Si tuviéramos el superávit de la pasada legislatura y hubiéramos reducido la factura del petróleo, aumentando la aportación de la energía nuclear -limpia y barata- al mix energético, pasaríamos de pie la crisis del barril a 120 dólares como si se tratara de un simple resfriado.

El drama de Miguel Sebastián es haber tenido razón al proponer en el momento clave lo contrario de lo que hizo el Gobierno del que forma parte. Si en la primavera de 2008 -o incluso de 2009- Zapatero hubiera aprovechado la ventana de oportunidad que ofrecía un inicio de legislatura, sin confrontaciones electorales a la vista, para promover ese gran pacto de Estado que entonces pidió su ministro de Industria, en sintonía con amplios sectores sociales, todo sería distinto ahora. Es obvio que el déficit nunca se hubiera desbocado como lo hizo y que los acuerdos habrían incluido un plan energético basado en la racionalidad y no en fantasías adolescentes.

Pero Zapatero se cayó demasiado tarde del caballo -en realidad lo derribaron- y así como tuvo la entereza necesaria para cambiar de política a costa de ver hundirse su popularidad, ahora no está teniendo ni el coraje ni el realismo precisos para darse cuenta de que esto ya no da más de sí porque hay que adoptar medidas de largo alcance que sólo pueden emanar de un gobierno con el aval fresco de las urnas. ¿Cómo explicarle que a él ya sólo le queda algo tan fútil y estéril como disparar a los gorriones de su imaginación? ¿De verdad que va a obligarnos a convertir las municipales de mayo en un plebiscito para que disuelva el Parlamento y convoque generales en el otoño?

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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