Y sin Estado no hay seguridad

Escribía recientemente en ABC el que fuera subdirector operativo de la Policía Nacional, Agustín Linares, un contundente artículo bajo el título «Sin seguridad no hay Estado». Parece necesario subrayar lo urgente de la alternativa: «Y sin Estado no hay seguridad». Ambos enfoques resaltan la que sin duda es lección imprescindible de los recientes atentados del terrorismo islámico en Cataluña y que, sin obviar en absoluto los sufrimientos de las víctimas, la vesania de los asesinos, la conmoción ciudadana y el horror universal, apuntan al corazón del problema: la fragilidad en que han quedado convertidas las responsabilidades de la España constitucional y de sus instituciones a la hora de hacer frente a los riesgos que amenazan a sus ciudadanos. Fragilidad que ha querido ser aprovechada por el separatismo catalán para dar una nueva vuelta de tuerca a su pretensión de convertir la zona en estado independiente. Aspecto este en el que han encontrado un cierto eco internacional en publicaciones varias: para el Washington Post, y para el New York Times, e incluso para el Wall Street Journal, el suceso habría demostrado la capacidad autónoma de la seguridad catalana. El infundado alarde de autosuficiencia con que se han manifestado al respecto los responsables del ejecutivo regional constituye prueba palmaria del rédito con que el secesionismo catalán pretendía rentabilizar la sangre de las víctimas. Es intolerable la afirmación proferida por Puigdemont acusando al gobierno de Mariano Rajoy de haber pretendido politizar la seguridad. Es exactamente lo que han hecho y están haciendo las estructuras sediciosas de la Cataluña separatista.

Pero en el alboroto conviene recordar los términos del problema: una región española cuyos dirigentes delinquen contra la Constitución y las leyes, tienen a su disposición un cuerpo armado integrado por 14.000 agentes que no solo se atribuyen competencias exclusivas en la lucha en contra del terrorismo sino que además obstaculizan la tarea que con mayor autoridad y capacitación ejercen en ese terreno los cuerpos nacionales de seguridad. Junto con la Erchancha vasca, comparten la calificación de «policía integral», fórmula derivativa que en efecto concede a las dos policías autonómicas amplias responsabilidades. La cesión que en su favor realizaron en su momento los ejecutivos españoles, y que se sitúan en la larga y prolija historia de la descentralización competencial diseñada por la Constitución del 78, tenía y sigue teniendo un marco imprescindible: el de la lealtad constitucional. Puede ser discutible el grado en que los ejecutivos nacionalistas vascos del PNV atienden a esa lealtad. No lo es la completa ausencia de la misma que practican los separatistas catalanes. En esas circunstancias el mantenimiento de la «policía integral» catalana no solo es un peligro adicional y grave contra la unidad de la patria sino, además, un grave riesgo para la libertad y la seguridad de los catalanes y de todos los españoles. Bastaría con recordar el comportamiento de los responsables directos de ese cuerpo armado en los días posteriores a los atentados recientes para comprobarlo.

Ha debido entender Mariano Rajoy que en los delicados momentos que siguieron a los atentados, y en los que suficientemente se pusieron de relieve las incompetencias del cuerpo catalán de seguridad, era su deber hacer uso de una prudencia comunicativa que, debió entender, evitaría males mayores. Pero esa patente buena voluntad, ya demostrada hasta la náusea, no parece haber enfriado los ánimos secesionistas de los sediciosos ni el propósito de los Mozos de seguir adelante con sus pretensiones de exclusividad. Ambas cosas eran previsibles y sitúan a la institucionalidad española ante una disyuntiva inevitable: la de adoptar las medidas que la Constitución y las leyes ponen en manos de sus representantes para acabar de una vez por todas con las torticeras prácticas de hechos consumados que pretenden arrebatar a los españoles el disfrute de la libertad y la igualdad. Los atentados de Barcelona, con todo su inmenso dolor, han tenido la involuntaria virtud de sentar las bases de un definitivo «hasta aquí hemos llegado». No hay terreno para más concesiones, para más perezas, para más evasivas, para más negociaciones, para más buenos deseos. Y no hay terreno para dejar en el abandono a toda la inmensa mayoría de catalanes que, en el desamparo permanente, todavía esperan que se les garantice, junto con la posibilidad de seguir siendo españoles y catalanes, el pacífico disfrute de sus derechos y la tranquila realización de sus obligaciones.

Tienen en común los terroristas islámicos y los separatistas catalanes el deseo de hacer desaparecer España y para ello estiman imprescindible debilitar progresivamente las estructuras de su Estado. Llevamos décadas perdiendo la vida y la hacienda de miles de nuestros conciudadanos en terrorismos de origen vario, trátese del vasco, del anarquista, del fascista o del islámico. A ellos se suman ahora los predicadores catalanes de la «kale borroka» anticapitalista, no por casualidad aliados de los que quieren ser Dinamarca y trabajan ardorosamente para equipararse a Venezuela. España se desangra por costuras varias mientras la inmensa mayoría de sus habitantes aspiran a seguir viviendo en paz y en libertad en el marco constitucional. Deben ser los que han jurado defenderla los que, en todos los niveles, en esta hora de gravedad, cumplan con su misión. Entre otras cosas reafirmando lo evidente: la última responsabilidad sobre la seguridad de los ciudadanos en España, y en particular en la lucha contra el terrorismo, corresponde a las autoridades nacionales. Tanto más cuanto que las «policías integrales» y en particular la catalana, han dejado de ser instrumentos al servicio del ciudadano para situarse en la órbita de propósitos partidistas de carácter delictivo alentados y mantenidos por sus dirigentes. Lloremos a los muertos, persigamos a los terroristas, examinemos las redes de sus crímenes, investiguemos las conexiones de sus agentes. Pero sobre todo mantengamos la unidad de España. En ello nos va la libertad. Es decir, la vida.

Javier Rupérez, embajador de España.

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