Y todo sigue igual

Hace poco estuve muy grave a causa de una pulmonía, lo que ha aumentado mi sentido crítico. Por eso no me explico cómo no ha habido una reacción adecuada y exigente ante la ausencia de acuerdos de los gobernantes de los países del G20 a principios de este verano.

Envié enseguida una pequeña nota a un periódico local en la que hacía referencia a que los políticos de los países más industrializados han tenido el dudoso gusto, en estos momentos de necesaria reducción de gastos superfluos, de reunirse, nuevamente, en Canadá. Los periodistas recogen el enorme coste para los contribuyentes de los respectivos países participantes, y lo más grave, se ha concluido sin llegar a ningún acuerdo relevante en las cuestiones que nos preocupan a todos.

El problema fundamental de los líderes políticos de los países del G20 reunidos el último fin de semana de junio en Toronto es la ineficacia para lograr unos mínimos compromisos económicos comunes. Esos brillantes mandatarios, rodeados de múltiples asesores, se han mostrado incapaces de alcanzar un acuerdo sobre las medidas a adoptar para potenciar la economía, y como mínimo, hacer un anuncio esperanzador, aunque resultase un espejismo. Así, todo lo que se ha conseguido es aumentar la inseguridad social y económica de un momento tan crítico como el presente. Imagínense ustedes qué pasaría si en otros ámbitos se siguiesen las directrices del G20 y cada uno tomase decisiones arbitrarias de manera independiente. Y no es sólo mi preocupación. En cuantos grupos he comentado lo sucedido y a los que he expresado mi inquietud por la palpable falta de liderazgo, han expresado de manera categórica que compartían dicha desazón. Son tantos los que firmarían un manifiesto sobre la gravedad de la ausencia de compromisos y liderazgo en las sociedades industrializadas que sus nombres ocuparían un libro.

Los españoles nos lamentamos de la actual escasez de políticos de talla, lo que, siendo cierto, está sucediendo a nivel mundial. Lo que identifica a España es la falta de una adecuada formación, pues muchos de los responsables y líderes de los diferentes partidos no conocen otros países y raramente hablan otros idiomas, especialmente inglés, que se ha convertido en la lengua franca en el mundo occidental. Y, mientras dirigentes de otros países discuten con relativa fluidez entre ellos, nuestros representantes deben recurrir a traductores para defender nuestros intereses en los foros internacionales. Eso dificulta su labor, porque, por buenos que sean los traductores, se pierden matices de información y de actitudes necesarios para una buena negociación.

Por mis vivencias en Estados Unidos, llevo mucho tiempo repitiendo la necesidad de incorporar en las votaciones listas abiertas de candidatos elegidos por los votantes porque confían en ellos. En USA los votantes se dirigen directamente a sus representantes para pedirles que intercedan en sus problemas y éstos responden porque saben que de ello dependen los resultados en las próximas legislaturas. Aunque las noticias no dejan de mostrarnos a altos cargos políticos que parecen incrementar sus patrimonios de manera sustancial, e insisten en que parece ser un indicador de que su objetivo principal no es la defensa de los intereses de la población, sino los suyos propios, estoy completamente de acuerdo con quienes afirman que la mayoría de los líderes con cargos de responsabilidad, desde el presidente del Gobierno, están muy mal pagados.

Desconcierta el interés que ha quedado de manifiesto durante la reciente celebración del Mundial de fútbol de Sudáfrica, al que se han desplazado numerosos líderes y presidentes de gobierno, a quienes hemos podido ver saltar, bailar y gritar. Sería deseable que se dedicasen con el mismo entusiasmo a resolver los graves problemas económicos de sus países. E incluso mucho más que hubieran aprendido de los flamantes ganadores del Mundial a comportarse como un equipo, a coordinar esfuerzos por un objetivo común olvidando los egos personales. Porque las grandes conquistas de la historia, comenzando por el Imperio Romano, han sido fruto de un esfuerzo colectivo donde se aunaban sacrificios por alcanzar un logro para todos, más allá de los beneficios personales y las glorias individuales.

Para no perder el sentido de la realidad, a menudo cuelgo noticias, fotografías de periódicos, viñetas y chistes en un tablón de anuncios que tengo en mi despacho de la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados.

Cuando unos días atrás me disponía a colgar una foto del Hemiciclo durante la intervención del diputado Jordi Tardá, aparecida en un diario el 27 de junio de 2010, con un pie de foto que reza: «Ante un hemiciclo casi vacío», me recordaron mis colaboradores que es casi idéntica a otras anteriores, aparecidas en diferentes periódicos. Las buscamos y encontramos dos fotos en las que Pedro Solbes intervenía en la Cámara; la primera es del 30 de diciembre de 2008 y la otra, del 22 de febrero de 2009. En los tres casos, en el Hemiciclo apenas se pueden contar unos veinte diputados. Y, además, descubrimos por la noticia del 27 de junio del periódico que la mayoría de ellos poseen un empleo público o varios cargos. Evidentemente, para los diputados ausentes, los debates del Hemiciclo no eran una prioridad, ni un motivo de esfuerzo común. Y ése es el principal problema.

Pero, lo que me resulta más sorprendente es que, según afirman distintos medios de comunicación desde comienzos de año, los diputados y senadores no tributan a Hacienda por un tercio del total de sus nóminas, como ocurre con los ingresos de algunos pocos privilegiados y no como la mayoría de los ciudadanos. Eso no es socialmente aceptable. Parece que la idea de la igualdad que tanto motivó a los responsables de la revolución francesa, está eclipsada en las normativas, pese a su constante utilización en los discursos y por los medios de comunicación. En la primera democracia, la ateniense, la eisfora era una recaudación de la que nadie estaba exento, ni siquiera los ciudadanos.

Después de tantos años, como ya indiqué en septiembre de 2008 en la Tercera de este periódico «Generar empleo, un reto constante», se redescubre la importancia de las ideas de Keynes y su utilización durante la Depresión americana del 29, pero parecen no entenderse: lo que él decía es que los gobiernos, en tiempos de crisis, deben financiar infraestructuras e industrias que favorezcan la creación de puestos de trabajo y de obras duraderas, no emplearlo en gastos superfluos. Carlos Rodríguez Braun me reprochó no haber mencionado en el citado artículo sobre Keynes a los empresarios. Los empresarios son y han sido un ejemplo en mi carrera. Muchos de ellos contribuyen generosamente al mantenimiento de la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados y algunos patrocinan los Premios Rey Jaime I con una visión de la ciencia y su importancia muy por encima de la de algunos de nuestros políticos. Mi disculpa hacia ellos si se han sentido olvidados y mi agradecimiento al señor Rodríguez Braun por forzarme a puntualizarlo. Pero todos, especialmente los gobernantes, debemos hacer un esfuerzo adicional. No es de recibo que tengamos millones de parados y un creciente número de gente hambrienta.

Ya es hora de que discutamos abiertamente y propongamos soluciones prácticas para superar la crisis, pero todos juntos, con humildad, como nos dicen de nuestros deportistas.

Santiago Grisolía