Ya es hora de que España tenga su propio 'Hispawood'

Fotograma de la película española Zona hostil, de 2017.
Fotograma de la película española Zona hostil, de 2017.

En 2019, el historiador y militar Esteban Vicente Boisseau publicó el libro La imagen de la presencia de España en América (1492-1898) en el cine británico y estadounidense. En él, Boisseau demuestra, con ejemplos de películas conocidas (desde Piratas del Caribe a Pocahontas), que el cine anglosajón, por motivos geopolíticos, ha utilizado, sutil o soezmente, los estereotipos hispanófobos.

De hecho, el cine bélico nace en 1897 con la película Desgarrando la bandera española, una apología de la participación estadounidense en la guerra de Cuba en su papel de salvadores. Por supuesto, sin contar con lo que pensaran los cubanos.

El uso de la propaganda visual para influir en el imaginario colectivo no es nuevo. Aparece con la utilización de la imprenta, a través de la hoja volandera y el panfleto, pero también de las ilustraciones de libros (como las malévolas del belga Theodor de Bry en la obra de Bartolomé de las Casas), para extender determinados clichés hispanófobos.

La pesca de almas (1614), de Adriaen Pietersz van de Venne.
La pesca de almas (1614), de Adriaen Pietersz van de Venne.

Después vendrían la pintura y el arte. Basta pasarse hoy por el Rijksmuseum de Ámsterdam y observar el cuadro de Adriaen Pietersz van de Venne La pesca de almas, de 1614. Un río separa protestantes y católicos con barcas que tratan de pescar almas: los primeros bajo un cielo azul y árboles frondosos, pulcros, serenos, virtuosos, con la Biblia y los mandamientos. Los segundos, bajo una tormenta y árboles escasos y sin hojas, aparecen gordos, con cara viciosa, vanidosos, buscando oro y honores.

En cada época, el mundo anglosajón ha hecho uso de los medios disponibles para insistir machaconamente en la misma dicotomía. Pero la diana no sólo era lo español, sino lo hispano en general (y lo católico en particular). No hay más que ver cómo se presenta a Pancho Villa o cómo se borra o tergiversa la presencia del ya México independiente en el centro y el sur de los Estados Unidos.

Las famosas películas de vaqueros muestran héroes WASP frente a unos malvados indios acompañados a veces de algún mexicano, normalmente pobre, borracho o durmiendo la siesta. Y, sin embargo, en la versión original de Fort Apache, el clásico de John Ford de 1948, la entrevista entre los representantes del Gobierno de los Estados Unidos y Cochise, jefe de la nación apache, sólo pudo tener lugar en castellano con un intérprete mexicano, ya que esa lengua era (todavía en pleno siglo XIX) la empleada por la mayor parte de los indios del actual suroeste de los Estados Unidos.

En realidad, aunque el número de conflictos armados entre naciones sea limitado y tenga un final, la guerra de propaganda es permanente y no conoce límites físicos. Se libra en nuestra mente y en la de nuestros vecinos, hijos y potenciales clientes o visitantes. La leyenda negra constituyó el primer caso de guerra cultural planificada y autónoma (no hacía falta ya dominar el terreno como en tiempo del Imperio romano), pero no ha sido ciertamente el único.

La historiadora Frances Stonor Saunders (La CIA y la guerra fría cultural) demostró que, en plena guerra fría, la CIA, con la colaboración de los servicios secretos británicos, no sólo publicó y tradujo a autores conocidos que seguían la línea preferida por los Estados Unidos para hacer frente a la oferta cultural comunista, sino que patrocinó el arte abstracto para contrarrestar el arte con contenido social. Lo mismo o parecido hizo el KGB.

En el mundo globalizado actual, todas las naciones (¿salvo una?) compiten en prestigio como antesala de un buen marketing para sus productos y empresas. Hollywood sólo es la punta del iceberg.

Para la serie Imperios del History Channel, canal de propaganda perteneciente a Hearst Communications, el Imperio español no existió. El espectador asiste a una acumulación de éxitos británicos, incluidos los saqueos del pirata Morgan, sin traza alguna de los fracasos de Francis Drake en San Juan de Ulúa, Coruña, Panamá o Caribe (en este caso junto al esclavista John Hawkins) ni de las derrotas de Walter Raleigh, la de Vernon en Cartagena de Indias o la de Nelson en Santa Cruz de Tenerife.

Esta estrategia sobrepasa la dimensión histórica para inundar la ficción. Si preguntamos a nuestros estudiantes quiénes han sido sus referentes, difícilmente podrán citar ningún personaje español, salvo tal vez el de Águila Roja. Por el contrario, mencionará sin mucha dificultad un elenco interminable de superhéroes, incluido el Capitán América. Sí conocen a Robin Hood, el rey Arturo, Sherlock Holmes o la última película de James Bond, todos personajes falsos, pero que han venido conformado nuestra cosmovisión del mundo, del bien y del mal, y del heroísmo.

Es decir, nuestra psique.

Mientras los demás utilizan todos los medios disponibles para engrandecer su historia (denigrando la de los demás si es necesario, y escondiendo sus errores y horrores), en el mundo hispano no sólo tenemos muy pocas películas sobre nuestras hazañas históricas, sino que cuando nos ponemos a ello, paradójicamente, las solemos utilizar para tirar piedras contra nuestro tejado.

Basta comparar el planteamiento de películas como Oro (2017) o la serie de TV La peste con la variedad de películas y series sobre monarcas y gobernantes británicos (Enrique VIII, Isabel I, Victoria, Jorge VI, Churchill, Isabel II, la famosa The Crown). Todas ellas con presupuestos de más de 50 millones de euros.

O véase cómo transformar una derrota en una victoria moral jugando con gestos de heroísmo inventados (Dunkerque, de 2017 y de producción angloamericana, con un presupuesto de 100 millones de dólares) mientras se ensombrece una hazaña real honrada por los propios filipinos (1898. Los últimos de Filipinas, de 2016, con seis millones de euros de presupuesto).

Y, sin embargo, tal vez algo esté cambiando. Pero en los (pocos) casos en los que nos ponemos a promocionar nuestra épica de forma sin duda muy meritoria (Zona hostil, de 2017, o las series sobre Isabel la Católica y Carlos I) no podemos librarnos de complejos ni de comparar enfoque, presupuesto y promoción.

El documental La primera globalización, por ejemplo, ha tenido que ser financiado en gran parte con micromecenazgo privado y ni siquiera ha sido nominada a los Goya. Un caso especial es la serie La fortuna, donde por primera vez un director español se atreve a retratar como el malo de la película a un anglosajón que, además, aparece como pirata (moderno). Claro que no ha tenido que inventarse nada.

Son brotes verdes, sin duda, pero que todavía no dejan ver ningún bosque. Hollywood significa bosque de acebos, aunque basta quitar una L para que signifique bosque sagrado (nada es casual), cuando tiene más de diabólico. Y ya sabemos que el mal vence porque los buenos (o los ingenuos) no hacen nada.

Frente a Evilwood, por ahora los hispanos preferimos quedarnos en Sillywood [silly se traduce como estúpido, tonto o ridículo en español]. Existen también Bollywood en India e incluso Nollywood en Nigeria. ¿Para cuándo un Hispawood que se dirija a 500 millones de hispanohablantes? ¿Cuándo se verán películas como Castelnuovo, Bazán: el marino invencible, María Pita: la mujer que derrotó al inglés o Lezo: el guerrero mutilado?

Ni están ni se las espera.

Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Su último libro es La guerra cultural. Enemigos internos de España y Occidente.

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