Ya es hora de reabrir las escuelas en El Salvador

Mis hijas Alejandra y Amerika, de 11 y siete años, son parte del más de un millón de niños, niñas y adolescentes salvadoreñas que van a cumplir un año entero sin clases presenciales: sin recreo, sin mochila, sin las travesuras propias de un aula.

Es cierto que el COVID-19 se ha cebado con América Latina, y que el gobierno de El Salvador fue uno más entre los que decretaron el cierre de escuelas e institutos, pero la niñez salvadoreña es, en el hemisferio, la que más tiempo acumula alejada de sus docentes. Hoy no hay fecha para el retorno, ni siquiera tentativa. Esto está ocurriendo, además, en un país cuyas cifras oficiales de contagios y fallecidos están entre las más bajas del continente, y cuyo presidente se jacta de haber manejado la pandemia con solvencia. Algo no cuadra.

La circular ministerial que suspendió las clases se firmó el 11 de marzo de 2020, el mismo día que la Organización Mundial de la Salud determinó que el COVID-19 era una pandemia. Julio y agosto fueron los meses más complicados en El Salvador, pero sin que el sistema sanitario se desbordara. En octubre, con la curva para abajo, empezó a hablarse del regreso a clases apenas comenzara el año 2021; y en noviembre, el Ministerio de Educación lo anunció con bombo y platillo.

Mis hijas iban a regresar al colegio a inicios de febrero, bajo un plan en el que los padres y madres más aprensivas podrían optar por la educación virtual. Pero el 5 de enero, el gobierno dio marcha atrás y canceló hasta nuevo aviso el reinicio de las clases presenciales.

En Costa Rica, el eterno referente centroamericano, la tasa de contagios acumulados cuadruplica la de El Salvador y la tasa de fallecidos es el doble. La pandemia ha golpeado más duro. Sin embargo, las clases se reanudaron el 8 de febrero; es un regreso escalonado, ordenado, pero las aulas ya están recibiendo a estudiantes. En la víspera, los ministros costarricenses de Educación y Salud dieron una conferencia conjunta en la que subrayaron la importancia de “garantizar el derecho a la educación de la niñez y juventud de Costa Rica”.

Es justo reconocer que el Ministerio de Educación salvadoreño se esforzó para hacer frente a la situación: se apoyó en la televisión pública, promovió capacitaciones exprés de miles de profesores que apenas sabían encender una computadora, e imprimió cientos de miles de guías educativas para tratar de paliar la crisis. Pero en un país donde la penetración de internet es de apenas el 58%, y uno de cada cuatro hogares vive en condición de pobreza, todo esfuerzo estaba condenado a ser nomás un paliativo.

Conversé largo con Evelyn Chileno, madre soltera de tres hijos en edad escolar en centros educativos públicos: su hija mayor estudia en la Universidad de El Salvador y los dos menores en el Complejo Educativo Amalia Viuda de Menéndez, en el municipio de Mejicanos, en el área metropolitana de San Salvador. “El año pasado no aprendieron nada”, me dijo sin titubear.

Chileno vive en una residencial de clase media-baja, le tiene tanto respeto a la pandemia que no le entusiasma la idea del regreso a clases porque sus hijos tendrían que tomar buses llenos, pero cree que el año sin escuela “ha sido un desastre”, un año perdido, aunque Kevin y Nathali hayan pasado el grado.

El dinero no sobra en su hogar —uno de los trabajos de Chileno es la limpieza de casas ajenas—, pero cuentan con internet domiciliar, una computadora y tres smartphones para poder conectarse. Hay decenas de miles de familias salvadoreñas que tuvieron que afrontar el cierre repentino de las aulas en peores condiciones.

El gobierno salvadoreño no ha hecho públicas las cifras de abandono escolar en el año 2020, pero organismos internacionales pronosticaron que en la región oscilarían entre 15 % y 30 % de estudiantes con matrícula. Y en un país con un sistema educativo público tan precario como el de El Salvador, haber aprobado el grado tampoco es garantía de haber interiorizado los conocimientos que se adquirían en las aulas.

En el caso particular de mis hijas, mi preocupación es otra: en mi casa ingresan unos 1,800 dólares al mes y nos sabemos unos privilegiados en esta sociedad tan desigual. Alejandra y Amerika estudian en un colegio de educación alternativa, casi personalizada, y tienen tabletas y acceso a internet. Leen, inventan, proponen. Mi preocupación como padre va más por la falta de socialización, porque lleven casi un año sin correr en el patio, sin discutir por nimiedades con niños y niñas de su edad, sin convivir.

Algo no cuadra. En un tema tan sensible como la educación y formación de la niñez, en un país que se atribuye un manejo ejemplar de la pandemia, el gobierno parece haber optado por lo fácil: la suspensión indefinida y generalizada de las clases presenciales. Sin matices, sin distinciones.

Ejemplo: en Sensembra, un municipio de 3,300 habitantes en el departamento de Morazán, el Ministerio de Salud registra un único caso de contagio de COVID-19 desde que se desató la crisis. Pese a esa incidencia mínima, 450 estudiantes de los seis centros educativos que hay en Sensembra van a cumplir un año entero sin asistir a clases.

Desde la “reapertura económica” iniciada en agosto, en El Salvador están abiertos —y llenos— los bares, los restaurantes, los estadios de fútbol, los parques y plazas, las piscinas, los mercados, las discotecas, los centros comerciales, las barra-show, las iglesias, las academias de ballet, los gimnasios, los buses y microbuses, las playas y etcétera. Y en casi todos esos lugares hay presencia de niños y niñas. Es hora de reabrir los centros educativos.

Roberto Valencia es periodista y escritor. Su libro más reciente es ‘Carta desde Zacatraz’.

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