Ya lo dijo Chaves Nogales

Las relecturas pocas veces son casuales. Cuando desesperamos porque nos resulta imposible entender esta España nuestra, parece como si una mano invisible nos dirigiese compasiva al lugar de nuestra biblioteca en el que podremos hallar la luz. Allí nos encontramos siempre a un viejo conocido que, burlón, nos recuerda que la clave para entender lo que hoy no entendemos ya nos la dio él hace muchos años. Bastaba con cambiar sitios y fechas. Y saber leer.

Hoy, el reencuentro tiene lugar con La agonía de Francia de Manuel Chaves Nogales, el último hombre sereno y justo en una época trágica de locura y vísceras. Su España, la de la Guerra Civil, la describió en el prólogo de A sangre y fuego como un país conquistado por “la estupidez y la crueldad”, hijas comunes de “la peste del comunismo y del fascismo”, en el que la causa de la libertad ya no tenía quien la defendiera.

Republicano y liberal, pero sobre todo combatiente decidido de los totalitarismos de uno y otro signo y demócrata por encima de cualquier otra identidad, desde la dirección del diario Ahora fue testigo directo de “la tortura de España”, masacrada por la barbarie y la ceguera de “blancos y rojos”. Al final, consciente de haber “contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y los otros”, sintiendo ya perdida toda esperanza y resultándole indiferente “el resultado final de esta lucha”, pues poco importaba ya si “el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras”, se exilia a Francia.

Pero ésta no habría de ser su última huida, ni la de España la última tragedia que presenciaría. Chaves Nogales también será testigo del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, pero sobre todo de la descomposición moral y política de la democracia francesa, que terminaría propiciando la victoria nazi.

Cuatro años después de su llegada a París como exiliado, con los ejércitos de Hitler a las puertas de los Campos Elíseos y consciente de ocupar un lugar de honor en las listas de la Gestapo, Chaves Nogales huye a Londres, donde morirá a los pocos años. Pero afortunadamente también esta vez retrató lo que vio. Lo hizo en La agonía de Francia, uno de los análisis más duros, descarnados y lúcidos de la rendición ante el fascismo de la Francia inmortal, hasta ese momento la máxima encarnación de los valores universales de la democracia.

Chaves Nogales empieza evocando el mito de la Francia de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que la hacía acreedora de la condición de tierra de refugio para todos los fugitivos de Europa, la parte mejor y más digna de los pueblos del continente que no se resignaba a vivir bajo las botas del totalitarismo y que, llena de esperanza y de fe en su legendaria representación como meca de la libertad, llegaba a ella en busca de asilo. Mito -y esto es lo importante- que se había hecho carne, hasta el punto de que Francia ya no era sólo Francia, es decir, fronteras, tierra y ciudadanos, sino que Francia era la idea misma de la democracia y la libertad.

Una Francia ideal muy por encima de la pequeña Francia real. Una Francia liberal y demócrata, que se había convertido en el verdadero nutriente de la gran nación francesa, ya no definida sólo por mapas y pasaportes, sino muy por encima de todo por esos valores que la forjaban. Y, por eso mismo, Francia, patria no sólo de los franceses, sino también de todo ciudadano del mundo devoto de esos valores universales, que veía en ellos y en el país que los encarnaba el último dique frente a la barbarie totalitaria que se había desatado en Europa.

Chaves Nogales se pregunta entonces qué es lo que hizo posible el derrumbe de tal grandeza ante los ejércitos de Hitler. La respuesta, nos dice, no estuvo en una supuesta genética debilidad de la democracia frente a la fortaleza del totalitarismo, como fascistas y comunistas no paraban de pregonar. La causa inmediata del hundimiento de Francia estuvo en los propios franceses que, perdida la fe en su régimen de libertades y desaparecida la confianza en sí mismos, y convencidos de la inutilidad de toda resistencia, se dejaron llevar mansamente a la servidumbre, prefiriendo el sacrificio de sus ideales democráticos antes que poner en riesgo sus vidas, en la esperanza de que los británicos se encargarían -a su costa- de abreviar su esclavitud. Convirtiéndose así en traidores a sí mismos y al resto del mundo que había hecho de ellos un símbolo.

Pero, a su vez, la causa de esta descomposición moral y política del pueblo francés estuvo en la clase política, tanto la de izquierdas como la de derechas, que queriendo acabar con sus rivales, terminó acabando con Francia. La izquierda, porque llevada por una asombrosa irresponsabilidad, terminó resquebrajando la solidaridad del pueblo francés con las naciones agredidas por el fascismo (España, Checoslovaquia, Polonia) al explotar sistemáticamente su causa como arma de propaganda política en favor del estalinismo.

Y la derecha, a la que la victoria del Frente Popular en 1936 hizo entrar en pánico frente a Moscú, porque esto la condujo a dar la espalda a una política exterior común franco-británica de seguridad colectiva que llevaba veinte años garantizando la seguridad de Francia gracias a un elaborado sistema de alianzas: de la noche a la mañana, la derecha francesa pasó a defender una política de alianza con la Italia de Mussolini y de apaciguamiento con la Alemania de Hitler, en la creencia de que con esta táctica lograrían provocar la caída del gobierno del Frente Popular.

Y así, tanto una como otra, en lugar de resucitar el tradicional espíritu liberal y democrático de los franceses, despertándolos de su aletargamiento suicida, los dejaron consumirse en él por un puro cálculo partidista, pensando antes que en la derrota del enemigo exterior, en el triunfo político de su ideología (en el fondo, contraria en ambos casos a los restos del Estado liberal y democrático que, al menos oficialmente, aún subsistía).

De este modo, los políticos franceses terminaron llevando a su país al suicidio. Y todo porque, dominados por una descontrolada ambición de poder, practicaron una política cortoplacista que sacrificó lo único que hubiera salvado a Francia, en cuanto que era lo único que verdaderamente definía el alma de la nación: la defensa a ultranza de la libertad y la democracia.

Llegados aquí, basta con cambiar 1938 por 2019 y Francia por España, y pensar que si nosotros no tuvimos la Revolución Francesa de 1789 que puso los cimientos de la democracia liberal, sí protagonizamos una Transición que, admirada también por el resto del mundo, abrió la etapa más larga de libertad y democracia que nunca antes había disfrutado España.

La reflexión a extraer de la lectura de Chaves Nogales parece evidente: en su afán por lograr la investidura, el sanchismo, con su proyecto de alianza con Unidas Podemos y su política de apaciguamiento con los independentistas, todos ellos enemigos declarados de la Transición y de la Constitución de 1978 que ésta alumbró, está poniendo en peligro lo que los españoles un día, juntos, decidimos ser: una nación de ciudadanos libres e iguales.

Es cierto que la Constitución de 1978 no fundó la nación española. Pero sí la dotó de un espíritu que la fortaleció: el que sólo puede infundir aquello que uno no hereda desde un pasado lejano, sino que voluntariamente elige. Este acuerdo suscrito por una gran mayoría de españoles es lo que Pedro Sánchez está poniendo en riesgo con su frívola jugada de ajedrez: el riesgo de disolver una decisión de convivencia en común forjada en un viaje compartido de más de cuarenta años, a cambio de conservar el tablero durante una partida más.

En todo caso, mantengamos la fe en que al menos siempre subsistirá el Espíritu del 78 y con él el recuerdo de las palabras de Chaves Nogales cuando dijo que el espíritu “si bien no impide a las naciones morir, es lo que las permite resucitar”.

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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