Por Mira Milosevich, profesora e investigadora del Instituto Universitario Ortega y Gasset (ABC, 12/03/06):
AYER, sábado, a mediodía, llamó un amigo para darme la noticia del fallecimiento de Slobodan Milosevic. Aunque me impresionó, no puedo decir que me sorprendiera. Ya antes de ser detenido y entregado al Tribunal de la Haya, Milosevic padecía una disfunción cardiovascular, diagnosticada en términos casi irónicos tratándose de un antiguo comunista: hipertrofia de la cámara izquierda del corazón. Recordé una situación análoga, hace exactamente tres años: el 12 de marzo de 2003 fue asesinado el entonces primer ministro serbio, Zoran Djindjic. El mismo amigo que me llamó ayer fue quien me comunicó que habían abatido a Djindjic ante la sede del Parlamento serbio. Entonces, sí, rompí a llorar. Lloré porque, aunque Slobodan Milosevic llevaba más de un año a disposición de Carla del Ponte, en Serbia seguían resolviéndose las rencillas políticas a tiros. No lloré por Djindjic, lloré por Serbia, por una vida que no pude vivir allí, en el país de mi nacimiento, donde está mi familia y los pocos amigos que no emigraron como yo. Lloré porque me parecía que alguien como Djindjic habría podido encaminar la política serbia que había errado tanto tiempo por los frentes de las repúblicas vecinas. Lloré porque los míos habían perdido otra vez. Sobra decir que no he derramado ni una lágrima por Slobodan Milosevic. Su muerte no me produce emoción alguna. Supongo que mi conciencia no me permitirá alegrarme de su muerte, porque no le odio, aunque intentara construir una nación serbia en la que yo no habría participado. Cuando intento rememorar lo que fue Slobodan Milosevic, veo sus retratos en los mismos sitios en los que, poco a poco, habían sido descolgados los de Tito. Me acuerdo de su retórica gestual en los mítines donde, en el más clásico estilo de la vieja escuela comunista, prometía a los serbios un futuro grandioso. Sus fotos con niños vestidos con trajes étnicos. Con Franjo Tudjman, su compañero de viaje hacía la destrucción de Yugoslavia. Y luego, ya no lo veo a él. Veo los ríos de refugiados (incluidos los serbios de Croacia y Bosnia, que le acusaban de traidor), las fosas comunes, las imágenes de las mujeres que lloraban la muerte de sus maridos y hermanos, las mujeres violadas...
Estos días, en Serbia y en el extranjero, se escribirán muchas cosas sobre el sátrapa de los Balcanes, tal como se hizo en todas partes durante las guerras de los años noventa. Se le llamará psicópata, se le comparará con Sadam Husein y Hitler, se le acusará de desgarrar a Yugoslavia. Sin embargo, no creo que a los occidentales les guste acordarse de que, a pesar de todo ello, fue el interlocutor que eligieron, aquél con quien hablaban de guerra y firmaban paces.
No creo que su muerte produzca una gran conmoción en Serbia. Sin embargo, sus partidarios imputan ya al Tribunal Internacional la responsabilidad de la misma, por haber rechazado su petición de traslado a Moscú para ver a su antiguo médico personal, el que lo trataba antes de convertirse en el preso más vigilado de Shevengen. A ellos, que todo lo interpretan en clave de una gran conspiración universal contra los serbios, no les faltarán elementos para dar nuevo pábulo al mito: el supuesto suicidio, hace unos días y en otra celda de la misma prisión, de Milan Babic, el acusado de llevar a los serbios de la Krajina croata a la guerra y uno de los principales testigos en el juicio contra Milosevic; el rechazo de los médicos forenses holandeses a permitir que en la autopsia participen médicos serbios. Ya comentan que le han matado por no disponer de pruebas suficientes para mantener las acusaciones que se le hicieron. Sus enemigos también lamentan su muerte, pero por otra razón: por no poder verle condenado por el genocidio de Srebrenica, por el genocidio en Kosovo, por los crímenes de guerra en Croacia y Bosnia y Herzegovina.
A Franjo Tudjman, la muerte le libró, en 1999, de ser procesado por la parte que le correspondía en los crímenes de guerra, según la fiscal Carla del Ponte. Gracias a su oportuna desaparición sigue siendo venerado por los nacionalistas croatas como el artífice del sueño milenario de su pueblo: la creación de un Estado independiente. La muerte de Slobodan Milosevic no le granjeará un culto semejante de sus seguidores: no ha conseguido la Gran Serbia que prometió a finales de los ochenta. Todo lo contrario: el país no ha cesado aún de reducirse. Pero la desaparición de Milosevic da a los serbios la posibilidad de enfrentarse a su propio pasado sin la agobiante presión del Tribunal de la Haya.
Como el Yago de Otelo, Milosevic encontró en las intrigas que tramó y en los conflictos que provocó a su alrededor una razón para vivir. No pudo soportar que la gente viviera con tranquilidad, y menos aún que fueran sinceros cuando demostraban tener buenos sentimientos. Hizo el mal por mal, y puso todas sus energías al servicio del único objetivo de mantenerse en el poder gracias al sufrimiento de los demás, de los pueblos vecinos y de sus compatriotas. Su muerte no alivia, no restablece la justicia, no consuela a las víctimas. No provoca lágrimas en los «hermanos serbios» de los que se despidió con grandilocuencia, ni respeto en sus enemigos. Qué vida tan estúpida la que acaba de entregar definitivamente a la Historia universal de la infamia.