Yeltsin, ese desastre

El fallecimiento de Boris Yeltsin nos lleva a recordar el desgraciado final de la Unión Soviética en 1991, de la que fue responsable principal.

Efectivamente, tras el gris inmovilismo de la era Brezhnev, Mijail Gorbachov, un antiguo admirador de Jruschov, emprendió unas profundas reformas que debían conducir a la URSS a una transición no traumática hacia un régimen democrático. Yeltsin lo impidió con su conducta demagógica, con sus modos autoritarios de actuación y con una privatización de los bienes estatales que dio lugar a una deliberada corrupción de la que él y su familia se han beneficiado largamente. Así pues, de las esperanzas que suscitó Gorbachov se pasó al desastre de Yeltsin.

En los primeros años ochenta, todavía en vida de Brezhnev, tuve ocasión de hacer una corta visita a Moscú. De los diversos encuentros y entrevistas saqué algunas impresiones que me hicieron comprender los cambios que poco después empezarían a producirse. En efecto, pude comprobar que el descontento era general en sectores que, aparentemente, eran beneficiarios de aquel régimen.

Además, me sorprendió otra cosa: sin tener ninguna confianza personal previa conmigo, mis interlocutores se mostraban abiertamente discrepantes con el sistema político y económico. El miedo, tan necesario para mantener una dictadura, ya no existía: ello significaba que el régimen se estaba resquebrajando y no se privaban de las críticas porque la inmensa mayoría deseaba un cambio. Me recordó los diez últimos años del franquismo, cuando hasta los mismos franquistas hablaban mal del franquismo.

Por otro lado, que el sistema no funcionaba era evidente: bastaba pasear por las calles de Moscú - el Moscú caluroso de aquel mes de junio, con la ribera del ancho río que lo atraviesa siempre atestada de ciudadanos tomando el sol en traje de baño- para comprobar la escasez de bienes de consumo, la indolencia de la gente para cumplir con su trabajo, el abismo tecnológico que los separaba de Occidente. Los rusos trabajaban muy poco, producían todavía menos y con muy baja calidad. Hasta las personas bien situadas en el sistema - funcionarios con un sueldo alto, con vivienda, coche y dacha- se quejaban de la situación existente: de la escasez, de un igualitarismo desestimulante, de la falta de libertad, de la censura, de la insuficiencia de horizontes vitales.

La necesidad de cambio se palpaba, pues, en el ambiente, aunque nadie sabía por dónde podía cambiar. Que las reformas tuvieran su origen en el poderoso KGB - el gran aparato de control político- no fue extraño: las personas de las que sospechabas podían pertenecer a este organismo eran las más abiertas, las más viajadas, las intelectualmente mejor formadas, buenas conocedoras de los problemas de la sociedad rusa. Además, eran más pragmáticos que fanáticos. En efecto, el gran avalista político de Gorbachov fue Yuri Andropov, el jefe del KGB en aquellos años, viejo colaborador de Brezhnev. Desde este punto de vista, también había semejanzas con la transición española: Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda también fueron personajes que provenían del interior del franquismo.

Gorbachov comenzó a mediados de los años ochenta a intentar desmantelar el sistema soviético mediante reformas profundas bajo dos palabras clave: perestroika (reestructuración) y glasnost y sigue siendo- una persona seria, honesta y sinceramente demócrata. Podía haber hecho una buena pareja con Yeltsin, un populista nato, si éste hubiera tenido también estas mismas condiciones.

Pero Yeltsin era lo contrario: un payaso borrachín, corrupto y autoritario, con una enorme ambición de poder y de gloria. Pronto se rodeó, además, de familiares y amigos con una desmedida ambición de riquezas. Tras un Gorbachov derrotado y humillado, Yeltsin acordó la independencia de Ucrania y Bielorrusia, privatizó de la noche a la mañana, sin orden ni concierto, toda la inmensa cantidad de bienes estatales que fueron asignados inmediatamente a las distintas mafias que lógicamente se fueron formando al tiempo que se hacía el reparto; finalmente, disolvió a cañonazos el Parlamento democráticamente elegido cuando éste, haciendo uso de sus prerrogativas constitucionales, intentó controlar su poder. Todo ello bajo la mirada complaciente de un Occidente que toleró sin chistar ante tales desmanes y le ayudó generosamente mediante subvenciones y créditos, tanto públicos como privados.

Recuerdo que, a principios de los años noventa, los dueños del más lujoso hotel de la Costa Brava me dijeron que sus mejores clientes de aquellos años, los que más gastaban, los que daban propinas más cuantiosas, eran los rusos, los nuevos ricos de los años de Yeltsin. Rusia pasó de ser un país de pobres pero iguales a un país de una elite enormemente rica y una inmensa mayoría de gente miserable.

Se hubiera podido remediar tan mal paso, la vía Gorbachov fue esperanzadora en este sentido. La vía de Yeltsin, en cambio, fue un desastre sin paliativos: una vuelta al Estado de naturaleza hobbesiano, a la lucha de todos contra todos en la que siempre gana el más fuerte que, en esta situación, siempre es el listo más sinvergüenza. Hoy la familia Yeltsin es rica y poderosa. Descanse, de una vez, en paz.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.