Yemen: última lección de la Historia repetida

¡Qué importantes somos! La embajada de España en Yemen fue el pasado fin de semana la tercera, tras las de EEUU y el Reino Unido, que tuvo que cerrar sus puertas por la amenaza de un ataque terrorista de Al Qaeda. Ser los terceros en el mundo supone una muestra inusitada de gloria nacional. En fútbol, según la FIFA, nuestra selección ocupa la primera plaza, pero en la mayoría de las medidas de calidad internacional, España se aleja cada vez más de los países del G-8.

Pero como blanco de los terroristas, España puede enorgullecerse de lograr el mismo rango que las mayores potencias imperialistas de esta época. ¡Qué importante! ¡Y qué injusto! Por compartir una herencia histórica con el mundo islámico, y por tener una población relativamente alta de vecinos musulmanes, los españoles empatizan más (*) muestran más empatía que otros países occidentales, y hasta tienen la capacidad de simpatizar con las tradiciones islámicas.

Hasta cierto punto es comprensible que España esté en el punto de mira de los guerrilleros de la yihad, por haber integrado el núcleo duro de los países que decidieron la invasión de Irak y por formar parte ahora de la coalición internacional ocupante en Afganistán. Además, del mismo pasado que comparte España con los países de herencia musulmana surgen los mitos de la reconquista como cruzada y el anhelo irracional de los fanáticos islamistas de recuperar Al-Andalus.

Sin embargo, la política española sobre Palestina es bastante equilibrada y las relaciones con los países árabes en tiempos recientes ha sido bastante positiva. Además, el presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero ha sido el principal artífice mundial del diálogo de civilizaciones. E incluso, a pesar de las dificultades habituales en la relación de vecindad con Marruecos -que son puramente políticas y económicas, sin ningún tinte cultural ni mucho menos religioso-, España podría ser un magnífico puente entre los mundos occidental e islámico.

Si el terrorismo fuera un problema exclusivamente musulmán, estaríamos más o menos a salvo. Pero ya se sabe que no tiene fronteras religiosas. Surge igualmente entre católicos: los jóvenes burgueses vascos seducidos por ETA, los irlandeses del IRA, o los guerrilleros de Cristo Rey; por no hablar de los genocidas de Ruanda o de los escuadrones de la muerte latinoamericanos. Los responsables de las barbaridades espantosas cometidas en las guerras civiles de los Balcanes en años recientes eran ortodoxos, católicos, musulmanes y ateos. Y no olvidemos que una de las organizaciones terroristas más temibles del siglo XX, el Ku Klux Klan, poseía una ideología explícitamente protestante. No se puede fiar uno de la retórica religiosa de los terroristas que buscan apoyo en tal o cual dios. Todas sus religiones, si se entendiesen bien y si se respetaran fielmente, les enseñarían a vivir en paz y amor. Al fin y al cabo, el terrorismo, en la mayoría de los casos, no tiene una verdadera vocación religiosa, sino una puramente criminal para sembrar la psicosis.

Dicho todo lo anterior, bien es cierto que, en la actualidad, la gran mayoría de los países donde el terrorismo constituye un fenómeno tan extenso o tan profundo que podría acabar amenazando la paz mundial son mayoritariamente islámicos: Afganistán, Pakistán, Palestina, Yemen, Somalia, Irak, El Líbano... Para comprender el fenómeno y evitar a que surja de nuevo en otros países, hay que ir más allá de la religión y profundizar en las condiciones que permiten que los terroristas prosperen. Por supuesto, influye la geografía. Países enormes, montañosos y selváticos, o con zonas habitables pero poco pobladas, presentan nichos explotables para el terrorismo como lugares de refugio o bases de operaciones. Pero no es preciso que el terreno sea así. Es lo que ocurre, por ejemplo, en Afganistán y Pakistán. En El Líbano y Palestina no hay ni montañas ni selvas que oculten a los terroristas, pero sí comunidades humanas que les apoyan y les ofrecen un espacio político que ocupar. En cuanto a Somalia, es un país poco montañoso, pero políticamente caótico, que da lugar a que los nidos de los bandos de guerra y los piratas resulten inexpugnables.

En Yemen existe un Gobierno estable, pero incapaz de controlar todo el país. Y se cumple el principio de que la relación clave para la expansión del terrorismo no es la alianza entre el fanatismo y la religión, sino la del fanatismo y la inestabilidad política. Hay terroristas allí donde hay ingobernabilidad.

Las causas de la inestabilidad política pueden ser muchas y variadas, pero siempre tienen raíces históricas. Surgen del pasado y de hechos concretos. No son efectos del clima, ni del aire, ni de la raza, ni de la geografía, ni de las estructuras inmensas de la cultura: si lo fueran, la inestabilidad sería un rasgo perdurable o fijo, mientras que lo cierto es que ésta va y viene, y no existen países condenados a la inestabilidad perpetua ni tampoco otros privilegiados por la inacabable paz interna. En la actualidad, los mayores anfitriones de terroristas son los países menos estables del planeta por dos motivos: las intervenciones ajenas, que han destrozado regímenes a veces poco apetecibles pero eficaces a la hora de mantener estructuras políticas en funcionamiento; y los procesos descolonizadores, que han creado estados históricamente artificiales, sin raíces en la comunidad auténtica ni en el afecto popular.

Pakistán, por ejemplo, nació de la quiebra del Imperio británico. Su enemistad con la India fue la justificación principal para su separación y creación como Estado, que no tardó en empezar a resquebrajarse, con la violenta secesión de Bangladesh en 1971. Ningún Gobierno ha logrado mantener su legitimidad en Pakistán y la democracia es incapaz de unir a todas las comunidades divergentes que constituyen el país.

En Afganistán, la única garantía histórica de la unidad nacional era la monarquía, que fue derrocada por un golpe de Estado provocado por Rusia en 1973. El caos aumentó cada vez más con la posterior serie de intervenciones e invasiones soviéticas. Desde entonces, los talibán han sido los únicos capaces de restaurar una cierta legitimidad. Los estadounidenses, que invadieron el país en 2001, se negaron a aceptar ni la restauración de la monarquía ni la continuación de los talibán, aunque es evidente que, en las condiciones actuales, no existe ninguna otra posibilidad de restablecer la paz del país. Los talibán eran y son unos monstruos, pero existían probabilidades de que esos monstruos hubiesen podido domesticarse. Ahora, la larga guerra y su prolongada alianza con Al Qaeda para resistir al gran Satanás estadounidense les ha hecho más salvajes e incorregibles que nunca.

Líbano sufre los problemas de ser un Estado pequeño, dividido en comunidades históricas profundamente enemistadas entre sí. La Constitución impuesta por Francia a la hora de la descolonización en 1946 funcionaba mal, pero por lo menos sí funcionaba hasta la invasión de los militantes palestinos en 1968. La presencia de la guerrilla palestina terminó provocando una guerra civil. Invasiones de israelíes y sirios no lograron ni excluir ni contener a los militantes, y ningún Gobierno ha sido capaz ni de dominar a los palestinos ni de superar las tensiones internas. Ni siquiera de recuperar la totalidad del territorio nacional. Los problemas del Líbano seguirán en vigor mientras dure la crisis de Palestina, un caso clásico de una descolonización inepta, que dejó a dos estados, Israel y Palestina, frustrados y hóstiles, con fronteras insostenibles.

Somalia y Yemen también son estados que nunca hubiesen debido erigirse: construcciones irracionales, compuestas de fragmentos incompatibles de imperios desaparecidos, abandonados por invasores turcos, británicos, egipcios, italianos, etíopes y, más recientemente, estadounidenses, cada uno de los cuales logró aumentar el caos.

En Somalia, sólo logró la paz interna el movimiento derviche que estableció un Estado en la zona central del actual país hasta 1920, cuando lo destruyeron los bombardeos británicos. Sobrevivían los sultanes independientes de varias provincias, a quienes los italianos aplastaron sin sustituirles por otras autoridades legítimas o capaces de atraer el apoyo popular. En 1960, la independencia dejó a Somalia con fronteras que nadie aceptó, con gentes supuestamente somalíes en manos de países vecinos y con secesionistas en diversas zonas del interior. Las únicas estrategias a disposición de líderes que intentaban mantener la unidad eran establecer dictaduras o lanzar guerras externas. Pero tales medidas no son fiables: las represiones pierden vigor y las guerras terminan muchas veces con derrotas. En los años 90 el país se hizo pedazos y, en la actualidad, no hay posibilidad de reconstrucción.

El caso de Yemen no es tan grave, pero tiene aspectos semejantes. Un Estado de raíces históricas profundas, el Reino de Yemen, se mantuvo bajo la dinastía antigua hasta el golpe provocado por Egipto en 1962. La zona principal costera de Arabia del Sur seguía bajo sus sultanes tradicionales, protegidos por los otomanos y luego por los británicos, con un rincón del extremo sureste de la península que era una colonia británica. En los años 60, con la quiebra definitiva del Imperio británico, los británicos abandonaron a los sultanes y exigieron a su colonia formar parte de un nuevo Estado de Arabia del sur o Yemen del sur, que careció en absoluto de legitimidad y de popularidad y que se cambió a menudo de nombre y de Constitución sin nunca lograr establecerse sólidamente. El Yemen actual es un Estado impracticable. Su historia turbulenta, desde su formación en 1990, es la consecuencia ineludible de intervenciones ajenas que destrozaron autoridades históricas sin establecer otras capaces de sustituirlas.

Las lecciones son claras: no intervengamos en los territorios de otras gentes, sino en casos de necesidad absoluta. Y si intervenimos, no destituyamos a los líderes vigentes o tradicionales; pero de hacerlo, procuremos instaurar nuevos sistemas respetando las continuidades históricas y aprovechando las élites establecidas. Y si todas nuestras medidas fallan, démonos cuenta de que las consecuencias serán largas, caóticas, trabajosas, costosas y sangrientas, y que incluirán la creación de nuevos nidos y nichos terroristas.

Felipe Fernández-Armesto, historiador y ocupa desde 2005 la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston, Massachusetts, EEUU.

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(*) La palabra "empatizar" no existe (vigésima segunda edición RAE).