Yo acuso al Partido Comunista Chino

Andrei Sajarov, Nelson Mandela, Vaclav Havel, Lech Walesa, esos son los nombres con los que nos tuvimos que familiarizar en los años ochenta: símbolos, actores y luego vencedores, fuera de toda norma, de la resistencia frente a unas tiranías bestiales. Desde Occidente, intelectuales y políticos les prestamos apoyo y confianza: nuestra solidaridad contribuyó a la liberación de cientos de millones de seres humanos en unos continentes y en unas civilizaciones que algunos, adeptos del relativismo, calificaban de impermeables a la democracia. ¿Acaso no era esta sólo occidental? Mientras, Oriente y el Sur, no se sabe por qué fatalidad, se han dedicado al despotismo, ilustrado en el mejor de los casos.

Hoy en día, quedémonos con los nombres de Wei Jingsheng, de Hu Jia y de Liu Xiaobo: son, para China, los nuevos Havel, Sajarov y Mandela, los héroes de una dignidad todavía por llegar, la que hasta ahora se le niega a mil millones de sus conciudadanos chinos, hombres y mujeres en busca de los mismos derechos que nosotros: chinos, pero ante todo, nuestros hermanos y nuestras hermanas en humanidad.

¿No estarán esos chinos satisfechos con su destino? ¿Bajo la tutela condescendiente del Partido Comunista que les ha otorgado el derecho de enriquecerse, excluyendo cualquier otra aspiración, espiritual, política y moral? El crecimiento como destino: esta retórica, cómplice de la represión comunista, elaborada a base de ignorancia histórica y de sinofilia primitiva, se ha convertido en una vulgata tanto en Occidente como en China. El hecho de no tener derecho a la democracia, bastante bueno para los chinos adeptos de la servidumbre voluntaria, autoriza a nuestros sinófilos en busca de visados, a nuestros especuladores en busca de contratos y a nuestros políticos en busca de halagos, a correr hacia Pekín sin ningún tipo de miramiento.

¿Wei Jingsheng? En el exilio tras 10 años de cárcel por haber expresado claramente en el idioma de la calle la aspiración general de lo que allí se llama «la quinta modernización», la de la democracia. ¿Hu Jia? En la cárcel, devorado por la enfermedad, sin cuidados, rodeado de presos comunes en una prisión de Pekín. ¿Su crimen? Haber denunciado el confinamiento de los enfermos de sida en la provincia de Henan y la corrupción de los aparatchiks que desvían las medicinas que las organizaciones humanitarias entregan a China. ¿Liu Xiaobo? Condenado a 11 años de cárcel, encerrado en un «centro de detención provisional» en Pekín, tiene prohibido leer, escribir y comunicarse con su abogado y con Liu Xia, su mujer. ¿Su crimen? Haber publicado en Internet una carta, llamada 08 (2008), en la que reclamaba la instauración del Estado de derecho en China. Ellos tres encarnan la aspiración de la sociedad china, tan antigua como su civilización, a la dignidad política y moral. Ellos tres y el pueblo se identifican sin dificultad con estas estrofas de Lao Tse (o Lao Zi), de hace más de 20 siglos: «Son dignos del respeto del pueblo aquellos que se conforman con una vida tranquila y frugal».

La frugalidad es lo que más le falta a la oligarquía comunista y a las dinastías de aparatchiks que se reparten el poder y el dinero. Esta nueva clase de súper ricos explota (en el sentido marxista del término) la labor de mil millones de campesinos pobres: la miseria económica y la indigencia moral de un pueblo privado a menudo de colegios y de medicinas. También privado de libertad religiosa, excepto cuando se relega a los lugares de culto gestionados por el Partido Comunista. No pensemos ni por un instante que el pueblo chino está satisfecho con su destino, ni hipnotizado por la propaganda del Partido que pregona una nueva «edad de oro». Entre internet y la telefonía móvil, la gente humilde vigila de manera continua las exacciones de los súper ricos y de los aparatchiks de pueblo. Todos saben, por ejemplo, que en Sichuán, donde murieron miles de niños en 2008 bajo los escombros de los colegios construidos a toda prisa, los aparatchiks llevan un tren de vida elevado en coches de lujo adquiridos con los fondos destinados a la reconstrucción.

¿Wei Jingsheng? Si «no representa nada», como me dicen oficialmente en Pekín, ¿cómo se explica que el Partido distorsione sus intervenciones radiofónicas emitidas por la Voz de América? Si Liu Xiaobo sólo «está intoxicado por las ideas extranjeras», como me dicen también oficialmente en Pekín, ¿cómo se puede entender que en 24 horas, 10.000 personas hubieran firmado la Carta 08 en Internet, antes de que fuera encarcelado? El Gobierno chino finge preocuparse por los estragos del sida: ¿por qué Hu Jia, el primero en señalar la epidemia, ha sido encarcelado por haber «atentado contra la seguridad del Estado»?

La nueva China, la que nos seduce y nos soborna, desde los Juegos Olímpicos de Pekín hasta la Expo de Shanghai, detrás del telón, se desgarra entre dos mundos. El pueblo, frente al Partido y su clientela, confirma que está informado y manifiesta su rebeldía. Las revueltas campesinas derrocan a los potentados locales; los obreros exigen unos sueldos decentes; los emigrantes se niegan a que los devuelvan a su pueblo; los periodistas denuncian a los funcionarios corruptos; los taoístas, los budistas y los cristianos se organizan en grupos de oración o de caridad; los universitarios exigen democracia o, al menos, decencia a los dirigentes e igualdad social. Entre los dos, es verdad que duda una nueva clase media, pero se encuentra a merced de la inflación que la corroe y de una burbuja inmobiliaria que la arruinará.

A pesar de que los dirigentes comunistas son conscientes de este despertar de la sociedad civil, se muestran totalmente influidos por sus intereses materiales: el poder les reporta demasiados beneficios como para que lo ejerzan con mesura o impidan que sus familias se repartan las prebendas inmobiliarias e industriales.

Peor aún, el Partido se tensa, el poder se vuelve arrogante. Hu Jia y Liu Xiaobo no estaban en la cárcel antes de los Juegos Olímpicos de 2008: los han encarcelado después, una vez que se acabó la fiesta, que se evitó el boicot, y con Occidente manifiestamente indiferente ante los derechos humanos. Asimismo, desde que fue admitida en la Organización Mundial del Comercio (en 2001), China respeta cada vez menos las reglas, encarcela a directivos extranjeros, viola las normas jurídicas internacionales (incumplimiento de la propiedad industrial, del proteccionismo, menosprecio de la competencia en los concursos públicos). Desde que fue reconocida como una gran potencia, lo que es legítimo en sí, China no participa en la armonía mundial y desestabiliza a Asia manipulando su marioneta norcoreana.

En Occidente se preguntan si el partido sigue siendo comunista. Algunos invocan un capitalismo de Estado, extraño oxímoron. Liu Xia, quien vive el régimen desde dentro, considera que el fascismo es una referencia más adecuada: partido único, menosprecio de la cultura y alianza del Estado y del capital. «Nosotros los demócratas», dice Liu Xia, «somos como los judíos en la Alemania nazi. Nos exterminan ante la indiferencia generalizada de los occidentales. Os despertaréis cuando hayamos desaparecido».

El eminente economista Mao Yushi, disidente bajo vigilancia pero en libertad, me dice que ha calculado en 50 millones el número de víctimas directas del Partido Comunista Chino, desde la Revolución de 1949 hasta las Reformas de 1979: guerra civil, ejecuciones y hambruna organizada. Desde 1979, Año I de las Reformas, Mao Yushi contabiliza, en 30 años, 200.000 víctimas del régimen: ejecuciones, represiones y muertos en la cárcel. Los dirigentes caídos en desgracia se jubilan, ya no son asesinados. A lo que hay que añadir los beneficios irrefutables de un crecimiento que alarga la esperanza de vida. Admitamos entonces con Mao Yushi, mal que nos pese ese cálculo macabro, que China «progresa». ¡Un esfuerzo más, sentiríamos la tentación de decir! ¿Debemos nosotros, ajenos a China, decir eso? ¿Es nuestra responsabilidad? ¿Es útil? Pero Liu Xia lo espera de nosotros, Zeng Jingya, la mujer de Hu Jia, nos lo suplica y Mao Yushi también. Las peticiones de Occidente, dice Mao Yushi, son esenciales para el progreso de China. Desde el momento en que ellos nos lo piden, no tenemos, en Occidente, derecho a callarnos. Es nuestro deber acusar a los carceleros de Liu Xiaobo y de Hu Jia: el que sabe y guarda silencio, es un cerdo.

Guy Sorman

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