Nadie pone en entredicho que la democracia se configura de forma mayoritaria, cuando no esencial, al hilo de los cauces de la democracia representativa. Una conformación que se articula, en los Estados democráticos de Derecho, a través de la convocatoria y celebración de elecciones libres y periódicas. Unos comicios que se encauzan sobre el destacadísimo papel que despliegan los partidos políticos. Los partidos se han erigido de esta suerte en los actores principales de la vida política. Una realidad que no desconoció nuestro constituyente de 1978, cuando dispuso en el artículo 6 de la Constitución, que «los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». Y así lo entendió, aunque matizó, el Tribunal Constitucional, al afirmar que «los partidos políticos... son instrumento fundamental de participación política, pero, sin perjuicio de lo anterior, lo cierto es que el derecho a participar corresponde a los ciudadanos y no a los partidos» (STC 5/1983, de 4 de febrero). Estamos, en fin, ante el Estado de partidos estudiado magistralmente por el profesor Manuel García Pelayo.
En este contexto, y yo soy el primero en no ponerlo en discusión, los mecanismos de la democracia directa, esto es, aquellos en los que el pueblo soberano explicita su voluntad de una forma directa y sin intermediarios, han quedado relegados a un segundo lugar cada vez más residual. La dificultad o imposibilidad de establecer tales instrumentos -referéndum, recall, iniciativa legislativa popular- en ámbitos humanos tan amplios como los Estados, muy lejanos a la polis griega o la civitas romana, así como el uso frecuentemente autoritario de tales institutos -los referéndums finalizan por transformarse, casi siempre, en indeseables prácticas plebiscitarias-, postergaron, cuando no minimizaron, su presencia en las democracias actuales. A lo que habría que añadir una circunstancia específica en el caso español: la entendible desconfianza, en el momento de elaborarse la Carta Magna de 1978, hacia unas instituciones que habían sido fraudulentamente utilizadas durante el franquismo para cercenar y erradicar la auténtica manifestación de todo régimen constitucional. A saber, la existencia de elecciones libres, y la concurrencia en las mismas de los, entonces, estigmatizados partidos políticos.
Ahora bien, los excesos de los partidos en las democracias occidentales, especialmente en el modelo europeo, pues en Estados Unidos éstos desarrollan su principal cometido en el momento de los comicios -son, por expresarlo gráficamente, maquinas electorales- nos llevan, aún sin desdecirnos de lo antedicho, a añorar, y hasta reclamar, ¿por qué no?, una mayor presencia hoy de los mecanismos de la democracia directa. La perversidad de una partitocracia que se extiende a todos los ámbitos de la vida no sólo política -recuerden las perversas cuotas en que se reparten las principales instituciones del Estado- sino hasta de la vida privada de los ciudadanos, que también se quiere fagocitar por las hipertrofiadas formaciones políticas, nos impele a replantearnos su extensión en ciertos casos. Especialmente, cuando los ciudadanos asisten desencantados al alejamiento de una endogámica clase política encerrada en la satisfacción inmediata y rácana de las consabidas cuotas de poder; muy lejos, por tanto, de las cuestiones que ocupan y preocupan a la ciudadanía. A lo que se suma la elaboración monopolística de unas listas electorales cerradas y bloqueadas, que complica sobre manera las fórmulas de una mejor coparticipación y codecisión de la sociedad civil en los asuntos de su Res publica. Una insatisfactoria realidad que puede terminar por dar la razón al mismísimo Rousseau, el padre de la democracia directa, cuando señalaba que «El pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante la elección de los miembros del Parlamento: tan pronto como éstos son elegidos, vuelve a ser esclavo, no es nada.» O al también maestro León Duguit que fragmentaba, en el siglo XIX, la estructura de las sociedades en dos castas impermeables: los gobernantes y los gobernados.
Una situación que en nuestro país adquiere tintes más graves, a consecuencia de la debilidad de su sociedad civil. Una sociedad civil que se nos muestra desvertebrada, acomodaticia, retraída y diletante. Un contexto desazonador para quienes desean un incremento de su presencia activa en la vida política nacional. Un déficit que no hemos sido capaces de superar, por más que hayan transcurrido treinta años desde la aprobación de la Constitución de 1978.
Así las cosas, estoy convencido de mi legitimación como ciudadano para reclamar una mayor participación directa e inmediata en los asuntos de la vida pública. Específicamente en el caso de algunos asuntos de la máxima importancia que me resultan -insisto, nuevamente, en mi cualidad de ciudadano- irrenunciables. Unos asuntos que no pueden quererse presentar interesadamente por nuestros partidos políticos como meras cuestiones de trámite, o de previa y absoluta delegación del pueblo soberano en los mismos. ¿Cuáles son tales materias? A mi entender, los espacios que reclamarían una creciente participación de la ciudadanía, bien a través de una mayor presencia de la sociedad civil, bien del ejercicio de los mecanismos de la democracia directa, son, al menos, los dos siguientes.
Primero. El modelo constitucional y territorial del Estado. Un modelo que entendíamos afianzado en una recta interpretación de los principios constitucionales de unidad, igualdad y solidaridad (artículo 2 CE), pero que una irresponsable política autonómica ha puesto en discusión. Si se desea por algunos una modificación del modelo territorial -algo posible, pues la Constitución carece de cláusulas de intangibilidad- puede hacerse (¡por más que me parezca un desatino!), pero eso sí, siempre que se disponga de las mayorías cualificadas. Lo que no puede asumirse es una alteración del marco territorial a través de espúrias mutaciones constitucionales estatutarias que subviertan, de iure o de facto, el orden territorial fijado en la Constitución.
Segundo. El régimen de derechos y libertades públicas. Unos derechos que hasta ahora entendíamos eran privativos de los ciudadanos, y nunca de los pueblos. Unos derechos -presididos por las notas de igualdad y solidaridad- que no pueden quedar al socaire de tratamientos complementarios o alternativos en ciertos Estatutos de Autonomía o en algunas disposiciones legislativas emanadas de las Comunidades Autónomas. Si en el caso anterior, teníamos mucho que decir en nuestra condición de ciudadanos, que les voy a señalar ahora, cuando se afecta, ni más ni menos, que al contenido axiológico de la Constitución: los derechos fundamentales y libertades públicas, insisto, de ciudadanos libres e iguales ante la ley en cualquier parte del territorio nacional. ¿Qué cuáles son mis títulos esgrimibles para ello? Uno, político: mi reseñada condición de ciudadano. Otro, jurídico: el propio artículo 23 de la Constitución, me concede, nos concede, el derecho de participación en los asuntos públicos de forma representativa o directa. En palabras de Arnaldo Alcubilla, «respetando el carácter esencialmente representativo de nuestra democracia, no se ve incompatibilidad alguna con el reforzamiento de las técnicas de participación directa, pues coadyuvan adecuadamente en la profundización en la democracia sin adjetivos, en cuanto aseguran una participación más integral, en cuanto permiten un mayor control popular del poder monopolizado por los partidos políticos, sin poner en discusión su condición de actores protagonistas de la escena política.» Por eso, en tales materias tan esenciales para todos quiero, como ciudadano, y no mero súbdito, ser escuchado.
Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos.