Yo exijo

Decir que en España no hay normalidad democrática, es lo mismo que decir que en España no hay democracia. No le demos más vueltas. ¿Qué absurdo eufemismo es, además, eso de la normalidad? No contentos con hablar durante meses de la «nueva normalidad» (Pedro Sánchez, ‘dixit’), ahora resulta que en dicha presunta normalidad no está la democracia que el pueblo español refrendaría, primero en 1977, aprobando la Ley para la Reforma Política, y luego en el 78 haciendo lo propio con la actual Constitución vigente. La primera pregunta que se viene a la cabeza es el ‘cui prodest’ latino. ¿A quién beneficia que se ponga en tela de juicio la calidad democrática de España? ¿Estamos, tan sólo, ante una dejadez por parte de los poderes públicos representados por el Gobierno de la nación, o ante un ataque para el desmantelamiento de la misma?

Esta última pregunta conlleva un trasfondo de extrema importancia que no podemos dejar de lado como posibilidad. Pero, es evidente, que nos encontraríamos ante una situación nunca vista ni vivida antes en las más de cuatro décadas tras la Transición española. Máxime, cuando se acaban de cumplir cuarenta años del fallido golpe de Estado del 23-F. Y de una gravedad ciertamente relevante. Cuando analizamos los datos objetivos, estos no ayudan a despejar las incógnitas presentadas. Si tomamos los indicadores desde la salida del anterior presidente, Mariano Rajoy, vemos que reflejaban, acorde a los informes de Transparencia Internacional, una percepción de corrupción por parte del entonces partido en el poder, el Partido Popular, ciertamente significativa.

Una de las causas, tal vez la principal, de la pérdida de confianza por parte del electorado. Desde luego, la principal argumentación en la moción de censura presentada por el candidato Pedro Sánchez, cuya victoria en ese momento, más las correspondientes en las urnas (‘Vox Populi, Vox Dei’), le han llevado a ocupar la jefatura del Gobierno en coalición entre el PSOE y el Unidas Podemos del actual vicepresidente, Pablo Iglesias. Un gobierno de coalición inédito, y cuyos objetivos eran renovar la vieja política. Acabar con la corrupción. Un gobierno del cambio, progresista, feminista y, en palabras de Iglesias, «una necesidad histórica». La alternancia política en democracia es algo inherente dentro de su esencia. De este modo, los ciudadanos podemos al elegir en un sistema representativo, dar la confianza para gestionar la nación a la que le dejamos en una especie de usufructo, hasta la siguiente convocatoria a Cortes.

Es por eso que tenemos, cualquiera de nosotros, el derecho de exigir a nuestros representantes, cuentas por lo que están haciendo en nuestro nombre. Y, en caso de que viéramos que su actuación sea demandable, hacerlo. Siempre por los cauces legales y legítimos. Jamás con la violencia. Pero sí con firmeza. Es por eso que yo exijo al Gobierno de España que reflexione en su actuación desde que ostenta el poder. Y, repito, el poder. Pese a que el vicepresidente segundo diga que se haya «dado cuenta de que estar en el Gobierno no es estar en el poder». No es cierto. Los ciudadanos le han otorgado e investido del mismo de manera que rinda una labor de servicio que es la que se le espera a todo político. Caso de que se sienta incapaz, queda la honrosa salida de su dimisión. Pues aquel que no sea capaz de poder llevar a cabo sus políticas, sus promesas de cambio, es obviamente inútil el que siga en su cargo.

Yo exijo que nos expliquen cómo el Gobierno, el segundo más numeroso de los 55 gabinetes habidos desde la Transición, con sus 23 ministros y ministras, no está siendo capaz de gestionar, no ya una crisis, sino que ha comenzado una senda desde que llegara a La Moncloa Pedro Sánchez, en que todos los indicadores internos y externos están llevando a España a una sorprendente y rápida degradación. La catástrofe pandémica sería una buena excusa si no fuera porque todos los países de nuestro entorno lo han sufrido y tenido que gestionar. Y menos cuando, en palabras del presidente Sánchez, contamos con «los mejores hospitales del mundo», y con la sanidad «más eficiente» de Europa y la tercera del mundo, sólo superada por Hong Kong y Singapur.

Pero eso no ha impedido que desde el ascenso de Pedro Sánchez, España haya caído su PIB en un 11%, la mayor caída desde la Guerra Civil. Que el número de desempleados haya llegado a los cuatro millones. España lidera el ranking de la Unión Europea de paro entre los jóvenes, superando el 40%. Y es el segundo con mayor desempleo femenino, con la mayor subida habida en este sector de la población. Una población, la femenina, que ha pasado de vivir en el quinto mejor país del mundo para ser mujer, según el Women, Peace and Security Index, a la decimoquinta posición. Un retroceso de diez puestos pese a contar con un ministerio ‘ad hoc’ con un presupuesto millonario.

España ha retrocedido en la posición en que se encontraba reconocida como democracia plena, cayendo seis puestos en este periodo. Y cada vez son más las voces discordantes que señalan que España no merece ser considerada como tal. Un insulto a todos los que están trabajando día a día. Funcionarios, autónomos, empresarios… Sobre todo porque esas voces discordantes vienen desde partidos que están en el Gobierno, y que son incluso, los portavoces en la sede de la soberanía nacional. Pues al final, ¿es de extrañar que si nosotros mismos no nos consideramos una democracia, nos quieran tener por tal en el mundo? ¿Es admisible seguir admitiendo las mentiras sobre que España tiene presos políticos, incluso por cantar? ¿Cómo se puede entender que la ministra de Defensa, juez, diga que «la libertad de expresión está excesivamente penada en el Código Penal», cuando es un derecho fundamental de nuestra Constitución?

¿Cómo admitir que la portavoz del Gobierno, y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, diga que está trabajando «el Ejecutivo, legislando, que es lo que hace el Ejecutivo»? ¿Cómo que el ministro de Fomento, José Luis Ábalos, diga que «el Gobierno está negociando el Consejo General del Poder Judicial», cuando es materia de un acuerdo del Legislativo? ¿Que el vicepresidente Iglesias diga que la Monarquía ya no es «condición de posibilidad» de la democracia? ¿A dónde se nos quiere llevar?

Exijo saberlo como creo que muchos españoles quisieran hacer y saber. Pues precisamente en un momento tan delicado como el que estamos, no está de mal recordar la frase de Eugenio D’Ors, «los experimentos, con gaseosa». Y no está España para experimentos. Ni para aprendices de democracia.

Javier Santamarta del Pozo es politólogo y escritor.

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