Yo me iré dócilmente

Cuando llegué a Madrid, a finales del año 2003, alquilé una buhardilla en Chueca con el que entonces era mi pareja. Había que sentarse en una silla para ducharse y cuando fregábamos los platos teníamos que torcer la cabeza. Por lo demás, era una buena casa, costaba seiscientos euros y estaba en pleno centro. Desde esa buhardilla, a través de la ventana que enseñaba el cielo sobre la cama, vi volar los helicópteros con su estruendo de la mañana del 11 de marzo del 2004. Madrid no era una fiesta.

Después me mudé, sola. Alquilar una habitación en un piso compartido en Madrid con varias personas costaba unos trescientos euros, lo mismo que había pagado en Sevilla por la última casa, de tres habitaciones, amplios balcones y mucho sol, pero no me escandalizó. Al fin y al cabo estaba en la capital del reino, había conseguido un medio trabajo y tenía amigos. No sabía lo que era una zona caliente, simplemente me parecía una ciudad cara. Quizá mis padres mascullaran otra cosa. Yo ya la amaba.

Primero viví en un piso en Huertas, luego, en Alberto Aguilera casi con Acuerdo. Ese piso tenía cuatro habitaciones, un pasillo estrecho y oscuro, una bañera de hierro con patas y unas baldosas que dibujaban una estrella de David en el suelo de la que fue mi habitación. El piso lo habíamos encontrado un amigo y yo. Para alquilar la última habitación, pequeña y mal iluminada, pusimos un anuncio en internet: trescientos euros. Y empezó a llamar gente, sin parar. En Madrid todo parecía fácil, todo fluía, todo el mundo quería todo y siempre había alguien que quisiera algo, incluso alquilar una pequeña habitación tenebrosa por trescientos euros. Era como un juego. Nos quedamos un tiempo. Yo me marché la última, se me puso el corazón de Malasaña.

Acabé viviendo en la sierra varios años, con una amiga primero, con una pareja después, en una casa amarilla bajo la Machota, con un jardín salvaje donde crecían un ciruelo, un tilo y un níspero al que asolaban las avispas. Costaba quinientos euros. Era sencilla, se calentaba con bombonas de butano, tenía humedades; pero era una joya. Ahí vivimos hasta que decidimos mudarnos porque yo estaba embarazada. Tenía treinta y uno, buscaba un lugar más cálido para criar a una niña y era el año 2010. Todo había cambiado.

Volví a Madrid. Pasamos de pagar quinientos euros a que nos resultara aceptable pagar novecientos. Dos autónomos, trabajadores del mundo de la edición. Nunca conseguimos ahorrar. Pero, afortunados, vivíamos en el epicentro, en la ciudad de las oportunidades, la hospitalaria. Ya pagaba el doble de alquiler de lo que había estado pagando casi toda mi vida, y seguía haciendo el mismo tipo de trabajo con las mismas tarifas. Prácticamente igual que hoy.

Ahora vivo sola, comparto la custodia de una niña y alquilo un piso interior y pequeño pero resolutivo y con luz en una plaza de La Latina, desde hace tres años. Por supuesto, cuando alquilé este piso éramos dos (¿se puede hacer algo sin ser dos en este mercado?): un solo sueldo es peligro de impago. Pago casi novecientos euros, es decir, otra vez el doble de lo que pagaba antes, es decir, pago sola lo que antes pagábamos entre dos personas y tres veces lo que pagaba antes de antes. Vivo por encima de mis posibilidades, porque gasto casi la mitad de mi sueldo en el alquiler. El colegio público al que va mi hija está en este barrio. La casa donde vive su padre también. Aquí he construido la red. Siento que es un lujo, que vivo al límite por sostener todo esto. Pero ¿lo es?

La Latina no es Serrano, no es Mirasierra, no es ni siquiera Chamberí. La Latina es un barrio pueblo, donde también hay pisos minúsculos y oscuros, tintorerías de toda la vida, charcuteros de mercado que te dejan a deber la compra si no llevas suelto y bares parroquia donde te dan de comer cuando estás triste como si fueran tu madre. ¿Eso es un lujo? ¿Algo prohibitivo? La Latina es vecina de Lavapiés, se abraza a Cascorro y a la calle Embajadores que llega hasta Delicias, es el mismo río. Es la parte de Madrid donde podíamos vivir muchos: los de aquí y los de fuera, los que tenían dinero y los que no tanto. Al colegio de mi hija lo llamaban la Torre de Babel. Pero se acabó.

Hace unas semanas, mi casero me dijo que cuando se terminara el contrato, en unos meses, tendría que marcharme, porque necesitan la casa. Yo ya me lo temía, como nos lo tememos todos ahora: ¿cuándo se te acaba el contrato?; es la incertidumbre comunal de los que vivimos de alquiler. Estamos esperando a que nos echen, que llegue un burofax con una subida inasumible, que nuestra casa (¿no son nuestras las casas que habitamos?) se convierta en un apartamento turístico. A mí me lo contaron en persona y con delicadeza, en una cafetería. Sonreí, hice como que entendía, pero al subir a casa (¿a casa?) sentí vértigo y pena.

Cuando alquilé este piso ya era un chollo. Es increíble cómo vamos resignificando las palabras: lujo, chollo, centro, primera necesidad. Ya no puedo alquilar una casa de estas condiciones en este barrio; en realidad no puedo alquilar nada yo sola, para mí y para mi hija. Tampoco en Lavapiés, ni en Delicias. Es la primera vez que un casero me dice que me vaya. Gasto casi medio sueldo en el alquiler, pero esta, obviamente, no es nuestra casa. Gasto casi medio sueldo en el alquiler, y a veces han tenido que ayudarme mi familia y mis amigos a pagarlo: ¿es esto una señal, la oportunidad de oro para dejar de vivir por encima de mis posibilidades? ¿Cuáles son mis posibilidades? ¿Tengo que alquilar un piso de una sola habitación para las dos? ¿Tengo que cambiar a mi hija de barrio, llevarla a vivir a cuarenta minutos en autobús de su colegio, de su padre? ¿Hay algún barrio en Madrid donde no esté pasando esto? ¿Cuánto más se extenderá la mancha? Por primera vez en quince años, si quiero quedarme relativamente cerca de mi red, del lugar que elegí para vivir, me sale más barato comprar que alquilar.

Es curioso cómo resignificamos las palabras: barato, rentable. Novecientos euros no son suficientes. Me pregunto: si ahora mismo viviera en pareja, ¿juntaríamos las dos mitades de sueldo y buscaríamos una casa al lado de esta que sí pudiéramos pagar? Una casa, por ejemplo, de mil trescientos euros. Interior, pequeña, pero aquí. ¿Acabaría pagando el doble del doble del doble y todo volvería a reajustarse? ¿Se haría la magia? Es la evolución natural del mercado. Lo asumes y luego lo integras. Tampoco mi sueldo es suficiente para comprar una casa y acceder a una hipoteca: para ello, necesito tener ahorros o padres que hayan ahorrado por mí. Y, con todo: alejarme. Construir una nueva red. Mi barrio es un lujo, es prohibitivo. Inténtalo, me aconsejan, es una inversión. Si tienes que irte, me dicen, si luego no lo puedes pagar, unos señores te comprarán la casa desde China, por teléfono, sin visitarla siquiera.

Es un lujo, definitivamente. Y mi situación es de sobra privilegiada. Porque no vendrá una comisión judicial acompañada de la Policía Municipal para echarme de esta casa, porque no aporrearán mi puerta ni habré de decidir tirarme al vacío desde una ventana de este cuarto piso justo antes de que la echen abajo. Yo me iré dócilmente, cuando el casero convenga, habiendo pagado cada mes, ciudadana civilizada, recogeré mis muebles con elegancia y me ajustaré, como siempre he hecho, sin rechistar, a la oferta inmobiliaria de esta ciudad que amo: viviré a uno, dos, tres kilómetros del colegio de mi hija, me haré amiga del charcutero de turno, trazaré una ruta acorde con nuestras manías de primera, segunda o tercera necesidad, y volveré a empezar. Porque a mí me está permitido. O, quién sabe, quizá consiga invertir, anhelando esa llamada futura desde China, ayudada por quienes durante toda una vida de trabajo han ahorrado por mí, y comprar un pequeño piso de sesenta metros y dos habitaciones, interior, resolutivo, que pagaré durante los treinta y cinco años siguientes, para tener la ilusión de que nada ha cambiado, de que una vez más he jugado la partida, de que esta tragedia solo les afecta a otros. Y lo más triste es que será verdad.

Lara Moreno es escritora.

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