Yo recuso, tú recusas, él recusa...

Supongo que no se me negará el reconocimiento de mi más que sobrada experiencia en la lidia con la imparcialidad y en las escaramuzas con los recusadores de profesión, festejos a los que hace años, con ocasión de un sonado litigio judicial, asistí desde el centro del ruedo. No voy a hablar, claro es, de aquel procedimiento. Ni hace al caso, ni merece la pena desempolvar viejos pleitos. Tampoco he de referirme en modo alguno a las consecuencias del asunto, sobre el que quizá pudiera decir cosas aún ignoradas, salvo que unos de sus frutos fueron que de la profesión de juzgar pasé a la de defender y que, de tiempo en tiempo, puedo escribir y asomarme a esta tribuna de libertad.

Viene este artículo a propósito de la abstención de la presidenta del Tribunal Constitucional (TC) -la «progresista» señora Casas Baamonde- y también del vicepresidente -el «conservador» señor Jiménez Sánchez- en el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra la ley que, a su vez, reforma la Ley Orgánica del tribunal. Entre las innovaciones -y éste es el caballo de batalla- figura prorrogar automáticamente el mandato de la presidencia por encima del plazo establecido en la Constitución y, lo que es más inquietante, con preterición de los propios miembros del tribunal, que son los electores del presidente del órgano. La decisión de aceptar ambas abstenciones fue tomada por el resto de los magistrados, o sea, diez, después de que el presidente en funciones -«conservador» él- hiciera uso del voto de calidad para dirimir la discordia provocada por el empate de cinco votos «conservadores» contra cinco «progresistas».

Mas este comentario viene también a cuento por el anuncio de que el Gobierno, a través del abogado general del Estado, dependiente del ministro de Justicia, estudia recusar a dos magistrados -un par de «conservadores»-, como réplica al decisivo voto del magistrado señor Conde Martín de Hijas -otro «conservador»- y, porque tal y como el tribunal ha quedado conformado, los magistrados «conservadores del PP» se impondrían a los «progresistas», con lo que «el asalto» al TC estaría garantizado.

Debo de advertir que las adscripciones políticas las he tomado de la crónica judicial que un periódico publicaba sobre el asunto el pasado viernes 28 de septiembre -«Fuego cruzado», lo llama el diario- y que las comillas, por tanto, vienen impuestas. Como diría Manuel Cerdán, director de Interviú -y si hay alguien que sabe de entresijos judiciales es él-, nada enerva tanto como las informaciones de tribunales que presentan a los magistrados con la vitola de conservador o progresista, o pertenecientes a tal o cual asociación profesional.

Según Beccaria, es conforme con la justicia el excluir a aquellos jueces que resulten sospechosos, pues compensados todos los intereses que modifican incluso involuntariamente las apariencias de los objetos, no hablarán más que las leyes. El juez justo, pese a ser amigo o enemigo, tener interés directo o indirecto, puede hacer justicia por igual, pero también sabe que esto puede no ocurrir, y que el ciudadano, igualito que el juez, es un hombre de carne y hueso que tiene todo el derecho a que la ley proteja sus estados de sospecha. Balzac escribió que desconfiar de la justicia era un principio de convulsión social. De vivir, hoy habría actualizado aquel pensamiento en el sentido de que creer a ciegas en la imparcialidad de los jueces tal vez signifique renunciar a la democracia. Lo importante es el esfuerzo de objetividad. Sólo entendiendo la imparcialidad de este modo, lo que ahorra escarbar en el inexplorable rincón de la conciencia, es como se evita caer en tentaciones y consideraciones inadecuadas a un Estado democrático de Derecho.

Dicho lo cual, para mí la señora presidenta del TC se ha apartado adecuadamente de intervenir en el recurso contra la norma que reforma la ley del tribunal que preside. Creo que no ha hecho otra cosa que seguir al pie de la letra lo que le ley dispone que se haga en estos casos: que el juez o magistrado en quien concurra alguna de las causas establecidas legalmente se abstendrá del conocimiento del asunto sin esperar a que se le recuse. Si la prórroga del cargo de presidente del TC es el objeto del recurso de inconstitucionalidad, ¿cómo negar el interés directo de la señora Casas en el proceso de inconstitucionalidad y, por tanto, qué reparos pueden ponerse a su renuncia? La participación en un recurso en el que ella es parte afectada por la norma impugnada significa, lisa y llanamente, que está -o puede estar- prevenida, aunque no sea de modo patente y exteriorizado o con desvergonzada falta de neutralidad, que los hay. Sin ir a fuentes ajenas, yo conozco el de un magistrado que tuvo el descaro de intervenir en un asunto en el que el abogado del querellante era amigo íntimo suyo. Bien es verdad que en el supuesto que apunto, el sentido de justicia de su señoría era tan oscuro como el infierno.

Naturalmente, no se trata de considerar que la señora presidenta del TC -ni ella ni magistrado alguno- sea un ángel. En el Talmud se lee que ¡Ay de la generación cuyos jueces han de ser juzgados! La mujer de César debe estar por encima de la sospecha, nos dice Plutarco, aunque personalmente y en ocasiones, prefiera pensar que no basta con parecer imparcial sino que también hay que serlo pese a lo espinoso que resulta. Recuérdese aquello de que no todos los que pisan el umbral del templo son santos.

En su más inmediato sentido, la noticia de que el ministro de Justicia pretende recusar a dos magistrados «conservadores», como réplica a la abstención aceptada de la presidenta «progresista», es mala. El intento de retirarlos de la circulación en venganza por la inhibición de doña María Emilia Casas puede interpretarse como una pesada broma. Pero si la anunciada iniciativa la tomamos en serio, la cosa todavía resulta peor, porque entonces se juntan, para nuestro infortunio, todas las circunstancias capaces de explicar rápidamente el por qué España, en materia de justicia, también es incomparable.

Hoy el Gobierno quiere recusar a dos magistrados. Ayer ese mismo Tribunal aceptó la abstención de su presidenta. Anteayer se admitió la recusación planteada contra otro llamado Pérez Tremp -también «progresista»- por asesorar a la Generalitat de Cataluña con un dictamen que le supuso 6.000 euros. Mañana, quizá, vuelva a decirse de otro que está contaminado. Sí; algo está pasando al margen de que nos demos o no cuenta de lo que pasa. El hecho de que el TC quede ante los ojos de la gente -y lo mismo cabría decir del Consejo General del Poder Judicial- como un órgano compuesto por magistrados que intervienen en los asuntos y los deciden en función de sus adscripciones ideológicas, sus fobias y filias políticas, es algo que a cualquiera llena de preocupación. A mi juicio, toda esta carrera de recusaciones y de recusaciones por recusaciones introduce al alto tribunal y al resto de los tribunales ordinarios en un estado de sospecha permanente, aunque, para ser sinceros, esto no parece que sea una novedad. Independientemente de las razones de recusar, lo que puede llegar a la opinión pública es la idea de que el TC es un títere de feria al servicio del poder político y una institución en el que los intereses de los partidos priman sobre la Ley y el Derecho.

Con su sugerencia, el ministro de Justicia no sólo echa más tierra sobre la fosa de Montesquieu sino que también despoja de su venda a esa señora que llaman Justicia y que con su mano -ahora no recuerdo si es la derecha o la izquierda- sujeta una balanza. Líbrenos la diosa Themis de los políticos en cuyas decisiones se esconde lo más ajeno a la justicia. En mi opinión, aplicar la ley y administrar la justicia estriba en volver la cara a la política partidista. Lo contrario es justicia falsa, injusticia sobre injusticia y al margen e incluso a espaldas de la justicia. Si al Derecho se le tiene el respeto que merece, hay que creer en él, exclusión hecha de la propia inclinación ideológica o filiación política.

Y ya casi no me queda nada por decir. Soy consciente de que este artículo que hoy brindo de poco ha de servir a quienes piensan que con jueces «de los nuestros» todo está ganado. Para ellos, los amos del poder judicial son, a la larga, los dueños del poder. Hacer política con la justicia es menester de traficantes de la ley que alteran su pureza, envenenándola. Mientras los políticos y profetas judiciales sigan entreteniéndose con las clasificaciones de jueces, colocándoles en sus ejes, la doliente Justicia no tendrá cura. Lo he dicho siempre. Cuando en el oficio de juzgar se buscan rentabilidades políticas, sobra la justicia y basta la intriga. Juzgar es sufrir. Pero si las cosas terminan yendo como algunos políticos irresponsables quieren que vayan, juzgar será morirse poco a poco. Menos mal que el supremo fin de dar a cada uno lo suyo se dibuja, día a día, con los esfuerzos de muchos y grandes jueces que trabajan con un entusiasmo y una fe que emocionan.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.