Yo, Rodríguez Zapatero

La izquierda tiene miedo al vacío. Por eso, cuando en el último tercio del pasado siglo entran definitivamente en crisis sus presupuestos básicos -afán de redención, determinismo histórico, sociedad reconciliada, predominio de lo colectivo sobre lo individual, e intervencionismo económico, político, social y cultural-, intenta redefinirse para adaptarse a la realidad. Una primera oleada revisionista inunda el continente europeo con trabajos como los de Alec Nove, Peter Glotz, Eric Hobsbawn o John E. Roemer. Intento fallido que, a la postre, se muestra incapaz de superar el lastre del intervencionismo estatal, la solidaridad de clase y la ética igualitarista. Una segunda ola revisionista trae las propuestas de Alain Touraine, Oskar Lafontaine y el dúo formado por Daniel Cohn-Bendit y José María Mendiluce. De esta ola surgirá la retórica de los entonces denominados nuevos movimientos sociales -pacifismo, feminismo, ecologismo, movimientos por la liberación del cuerpo- que, con el tiempo, evolucionará hacia ese neointervencionismo edulcorado y pegajoso que nos invade y ha sido bautizado como «buenismo». Entre una y otra ola, la «Tercera Vía» de Anthony Giddens -libertad, responsabilidad, desarrollo, productividad, educación, inversión social y conservadurismo filosófico- hace fortuna gracias a Tony Blair. También ve la luz, aunque no llega a ponerse en práctica, el llamado Programa 2000 del PSOE -Materiales de referencia para el debate: programa de investigaciones del pensamiento socialista, 1989- que apuesta por la democracia formal, la libertad de competir en el mercado y la concertación social en el marco de una producción económica sin explotación. Con posterioridad, el renovado PSOE dirigido por José Luis Rodríguez Zapatero elabora un documento, que se presenta como manifiesto -Ciudadanía, Libertad y Socialismo, 2001-, en que propone una democracia cívica que escuche y defienda a los ciudadanos, reclama un Estado corrector, y señala la necesidad de limitar la concentración del poder y de luchar contra el crecimiento de la desigualdad. Rodríguez Zapatero califica el proyecto de «socialismo liberal». Se verá obligado a renunciar a dicha etiqueta por las críticas de Manuel Chaves que afirma que el PSOE no ha de ser «menos socialista y más liberal».

El balance de este soi-dissant proceso de redefinición de la ideología de la izquierda muestra tres cosas. En primer lugar, es evidente que una parte del socialismo, inasequible al desaliento, es incapaz de renovarse y sigue convencida de estar en posesión de la verdad y conocer las leyes de la historia. En segundo lugar, queda claro que otra parte del socialismo sólo es capaz de modernizar la retórica del discurso, pero continúa instalada en la certeza de saber cuál es la línea correcta que seguir para redimir al hombre y salvar la Naturaleza. En tercer lugar, existe una parte del socialismo que sí consigue renovar el discurso y la política, pero topa con unos límites muy difíciles de franquear en un mundo caracterizado por su extrema complejidad. Parafraseando a Nietzsche, se podría decir que el socialismo -la izquierda- permanece atrapado entre el pasado de una ilusión incumplida y el futuro de una promesa imposible.

Y en eso que Rodríguez Zapatero pretende salir de la encrucijada, quiere llenar el vacío en que se encuentra el socialismo dando una vuelta de tuerca. Pero, una vuelta de tuerca hacia atrás. Rodríguez Zapatero elige el populismo. No resulta fácil saber de qué hablamos cuando hablamos de populismo. El populismo es aquel movimiento predominantemente campesino de rechazo del desarrollo capitalista que apareció en la Rusia zarista de la segunda mitad del XIX, o aquel movimiento de carácter radical que floreció en Estados Unidos a finales del XIX y evolucionó hacia el socialismo, o aquel movimiento que surgió en Iberoamérica durante las primeras décadas del XX con la intención de hacer frente a las oligarquías nacionales. Y aún más: existe un populismo pacífico y uno violento; un populismo conservador, uno liberal, uno socialista y uno anarquista. En cualquier caso, se puede concluir que el populismo no es, propiamente hablando, una ideología. El populismo -carente de ideología, pero sobrado de olfato: ahí reside el secreto de su éxito y de los desastres que engendra- se limita a un discurso demagógico que remueve y promueve los sentimientos, emociones, temores, odios y deseos del pueblo con el objeto de alcanzar y conservar el poder. Un detalle que remarcar: si toda dictadura requiere un dictador, todo populismo requiere un líder que reduzca la infinita complejidad del presente a la simpleza de sus consignas seudoideológicas. Líder que, por lo demás, está convencido del papel anticipador -una suerte de predestinación- que le ha reservado la Historia. El título de Augusto Roa Bastos -una reflexión sobre el poder y la condición humana- le viene que ni pintado: Yo el Supremo.

José Luis Rodríguez Zapatero, el que clama a las multitudes, queda bien retratado en la entrevista -como todo populista, el presidente no se distingue por el alcance de su producción teórica- que concedió a los periodistas italianos Marco Calamai y Aldo Garzia para el libro Zapatero. Il socialismo dei cittadini (Feltrinelli, 2006). Entrevista que, parcialmente, puede encontrarse en la edición del diario italiano L´Unità de 10 de febrero de 2006. El líder populista aparece cuando afirma que se trata de «ser auténticos» y «practicar un nuevo modo de hacer política» que «escuche a los ciudadanos». La demagogia populista, aderezada con sentimentalismo, toma cuerpo cuando, después de asegurar que «la figura de mi abuelo ha tenido un peso decisivo en mis convicciones», concluye que del mismo ha heredado «el amor por el bien, un ansia infinita de paz y el mejoramiento social de los humildes». Para terminar, en un texto literalmente antológico, Rodríguez Zapatero se ve a sí mismo, aunque parezca afirmar lo contrario, como un elegido: «No es que me sienta predestinado, porque nunca en la vida se planifica llegar hasta este punto, pero yo creo que mi padre empujó a uno de sus dos hijos a impregnarse de la vida pública para que, de algún modo, con su comportamiento, con su trayectoria, rehabilitase plenamente la figura de su padre». Y ello -a modo de resumen y compendio del populismo demagógico-, en el marco del socialismo: «Yo he devenido socialista con la idea de alumbrar una sociedad en que todos los ciudadanos seamos libres, en la cual ningún hombre -y ninguna mujer, añado- sea la sombra de otro hombre. La causa de la emancipación humana es una causa socialista».

De la teoría a la práctica. ZP, es decir, Zapatero Populista, apuesta -sonriente, a mayor gloria de sus prosaicos intereses electorales: el olfato- por la retirada de las tropas de Irak, la Alianza de Civilizaciones, el Estado pastor, el diálogo como terapia buenista, la paz como valor absoluto, los matrimonios homosexuales, la discriminación positiva, el nacionalismo energético, la memoria histórica y una idea alternativa de España. ZD, es decir, Zapatero Demiurgo, especie de alma universal que se considera moralmente superior, que se apodera de la palabra y construye la verdad para proteger al pueblo de la extrema derecha, es un personaje digno de una tragedia griega. Loescribió Eurípides, hace veinticinco siglos, en Las suplicantes: «El demagogo suele hacer las delicias del pueblo, pero a veces su desgracia».

Miquel Porta Perales, crítico y escritor.