Yo soy del régimen

España no sabemos cuándo nace. Hay un historiador que afirma que no podemos hablar de España de manera indubitable sino es desde 1978. Pelín exagerado. Pero para un par de generaciones ésta es la única España conocida. Dos generaciones nacidas tras la muerte de Franco (sí, Franco murió), en una España reconvertida en reino, afianzado tras la proclamación de Juan Carlos de Borbón gracias a una Constitución, la de 1978, que daría paso a lo que ahora despectivamente, desde parte de la posizquierda, ha denominado «Régimen del 78».

Les recuerdo: Un régimen constitucional. Que se lanzó al europeísmo sin red. Que dejó atrás un régimen autoritario gracias a la genialidad del artífice de una transición democrática, la cuál acabaría sin necesidad de adjetivos pero sí de mayúsculas: la Transición. Docho artífice fue don Torcuato Fernández Miranda. Viejo jurista, presidente de las Cortes franquistas que aprobaron lo que se dio a llamar como VIII Ley Fundamental del Reino: la Ley para la Reforma Política. Pues las cosas había que hacerlas para que no quedara resquicio de duda del régimen nuevo que iba a salir, tanto en legitimidad como en legalidad, «de la Ley a la Ley a través de la Ley». Fórmula que don Torcuato mantuvo como argumento, permitiendo pasar de una dictadura a una monarquía parlamentaria, legitimando un proceso histórico de siglos. Como lo es España.

Yo soy del régimenCuando vemos a ciertas regiones o tendencias políticas que no entienden la necesidad de que sus actos se vean refrendados por lo que somos, mal vamos. Herederos del Derecho Romano y Visigodo, que nos legan la importancia de la monarquía electiva. De las modernísimas Partidas Alfonsinas, con la idea ciceronina de que somos siervos de la Ley para poder ser hombres libres (¡casi nada, pues la democracia no se basa en referéndums sino en respetar la norma!), empieza uno a entender esa animosidad a lo que tan despectivamente nominan. Porque no entienden lo que es y supone una democracia (de la que se llenan la boca), sino que son los mayores promotores de lo que es una oclocracia. Esto es, el gobierno de la muchedumbre, como así la definiera Polibio en el año 200 a.C. ¿No les suena ese griterío de «¡no, que no nos representan, que no!». Porque la democracia representativa, aspiración de sus padres y abuelos, ahora la creen superada. Y no es así.

La Transición fue especialmente memorable porque nadie creía en ella. Porque costó sangre. Porque muchos recordamos a ETA, a los Guerrilleros de Cristo Rey, al Grapo, el atentado de Atocha… Porque incluso los que ahora peinamos canas sabíamos, vistiendo de pantalón corto, lo que era una sucesión de sirenas yendo a todo trapo por un Madrid que transitaba del gris de la Policía Armada, al marrón de «la Madera». Que aún tenía reciente las carreras de sus hermanos mayores por las cargas de caballería en la Ciudad Universitaria. Que pudo ver la chatarra que dejaban atentados inmisericordes en coches reventados por bombas lapa en las calles más céntricas. Que recuerda cómo un lunes de febrero tuvimos que dejar de jugar al fútbol en el patio porque nos echaron del mismo al grito de «¡se han liado a tiros en el Congreso!», y volvíamos en el autobús entre miles de rumores y chismes a cuál más tremendo. Porque vimos a nuestros padres que habían sobrevivido a una guerra callados al lado de los transistores con los dientes apretados hasta el bruxismo.

La Transición supuso un acuerdo entre desiguales para que nadie estuviera de acuerdo, pero que el acuerdo fuera lo único posible. Por eso en plena Semana Santa Adolfo Suárez legaliza el Partido Comunista de España. Por eso Santiago Carrillo sale teniendo de forillo la bandera bicolor y no otra. Por eso en esas Cortes se acabarán sentando, tanto la Pasionaria, como Blas Piñar. Por eso Felipe González y Alfonso Guerra laminan yunque y pluma, símbolos de un Partido que quiso ser «socialista antes que marxista», yendo hacia una socialdemocracia que quería tener como referente a personalidades como Willy Brandt u Olof Palme. Por eso en la economía han de ponerse todo el arco parlamentario de acuerdo desde el principio para conseguir la estabilidad. Conseguida con lo que se conoció como «Pactos de la Moncloa». Por eso en la redacción de esa nueva Constitución de 1978 habrá miembros tan destacados del tardofranquismo como Manuel Fraga; o comunistas como Jordi Solé Tura; o de la minoría catalana representados por Miquel Roca; y socialistas de viejo cuño como Peces-Barba...

La palabra de moda fue «consenso». Llegar a compromisos necesarios sin que nadie acabara humillado en la negociación y quisiera romper la baraja. El llamado «Búnker» estaba atizando para que el recuerdo del legado del anterior Jefe del Estado no cayera en el olvido. La pugna entre ruptura y reforma había sido ganada por los partidarios de la última. Los analistas y politólogos que habían augurado una España a la italiana, con muchos partidos, ingobernable, con un partido comunista fuerte, con una posibilidad inclusive de un tornatrás que llevara a un conflicto abierto, no se dieron cuenta de lo mucho que las nuevas generaciones, esa nueva clase media surgida de esos niños de la guerra y la posguerra, no anhelaban más que vivir en paz. Que el olvido era necesario. El cuadro de Genovés, hoy monumento en la plaza de Antón Martín madrileña, «el abrazo», fue la imagen de la reconciliación. Cuando llegó en 1981 al Casón del Buen Retiró «el último exiliado», como se llamó al cuadro de Picasso, el Guernica, las heridas iban cicatrizando pese a los conatos de odio que aún se vivían.

Como los de las bandas terroristas que, no pudiendo luchar contra un franquismo inexistente, a punto estuvieran de reventar en esos años de plomo, el camino hacia la democracia consolidada. Siquiera la presencia de un vicepresidente como el teniente general Gutiérrez Mellado, lograría aplacar los ánimos de quienes se veían víctimas y traicionados. Y hubo un intento de golpe de Estado. Y una unión de políticos y de pueblo en las calles porque sí, ¡sí nos representaban! Y nadie quería otra cosa que lo que el resto de nuestro entorno disfrutaba. Una res pública moderna, sin importar si se era republicano, monarquicano o juancarlista, pues el afecto a la monarquía fue algo que estuvo claramente representado por la Transición en sí y no por una institución. Todos tuvimos una cosa clara. La única manera de conseguir ganar el futuro era apostando por este Régimen del 78. Mucho ha costado. Y el futuro es ya hoy. No le tratemos tan mal. Ni nos lo carguemos con tanta inconsciencia.

Javier Santamarta del Pozo es escritor y politólogo.

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