Yo también

Mi madre trabajó sin descanso toda su vida. Desde los cinco años lo hizo en la panadería de mis abuelos, y con poco más de ocho repartía el pan por la dehesa salmantina en un carro, acompañada de un hermano menor y de un mastín. Después de casarse gestó y parió hijos, lavó, tendió, planchó y dobló toneladas de ropa, hizo cientos de miles de comidas, sin un solo ingrediente que saliera de un bote y consiguió que todos estuviéramos sanos física y mentalmente. Fuimos, gracias a su amor, algo que, con el paso del tiempo, he descubierto que es insólito: una familia feliz.

Durante los más de cuarenta años que cuidó de nosotros tuvo mi madre un trabajo adicional: procurar que yo no fuera como ella. Me protegió con el cuerpo y con la mente, del trabajo doméstico y de toda idea preconcebida acerca de mi sexo. Me tomó la lección cada día de colegio cuando, estoy segura, más de la mitad de las cosas que le contaba le sonaban a chino.

Al entrar en la adolescencia advertí que las madres de mis amigas se preocupaban por sus vestidos, por su maquillaje, cosa que la mía jamás había hecho, así que un día le pregunté: “¿Estoy guapa, mamá?”. Me miró y dijo: “Eso no tiene importancia, hija” y, señalándose la frente, añadió: “las personas se miden por lo que tienen aquí”. Así de feroz era su empeño.

Crecí convencida de que, con esa fuerza de la naturaleza sosteniéndome, no caería en las múltiples trampas que la vida tiende a las mujeres, y que les arrebatan su libertad de acción y de conciencia, a menudo, su integridad, a veces, e incluso la vida en el peor de los casos.

Y he de decir que las cosas me fueron más o menos bien: conseguí la independencia económica, estudié y fui forjando mi carrera de escritora. Sorteé a los hombres que querían hacerme de menos, y tuve la inmensa fortuna de encontrar un compañero que es mi igual.

Pero la vida está llena de ironía. Hace 12 años mi madre enfermó de alzhéimer, ella que había sido toda memoria y razón. Mi padre, que es un hombre bueno, y yo, decidimos cuidarla en casa y allí estuvo hasta el final. Hacer otra cosa, para nosotros, habría sido intolerable.

El primero en pasar por el psicólogo fue él. A los cinco años de que empezara la situación perdió el apetito. Le diagnosticaron depresión. Afortunadamente en un año salió y entramos en una nueva fase. Yo me decía que no lo estaba llevando mal, hasta que hace cosa de un año y medio empecé a tener graves problemas digestivos y caí en las garras del insomnio.

Lo primero que me preguntó mi terapeuta fue: “¿Qué quieres conseguir con las sesiones?”, “Estar tranquila”, —mi ansiedad era desorbitada— “por mis padres y por mi marido, tengo que estar bien”. “¿Y por ti?”. Fue como un mazazo: “¿Por mí?”. En las siguientes semanas fui comprendiendo: llevaba una década sin respirar, yendo del trabajo a la escritura sin dejar de procurar diariamente el bienestar de mi padre y mi madre y de intentar tener una aceptable vida de pareja. Las gestiones para acceder a las —míseras— ayudas a la dependencia, y el resto de logística: coordinar a las cuidadoras, las citas médicas, unido al dolor y la preocupación constante, me consumían. Había intentado que mis padres no se hundieran y mi vida tampoco, pero ese equilibrio me había costado un esfuerzo tan monumental que casi acaba conmigo.

Otras mujeres en mi situación dejan su profesión o piden permisos sin sueldo. Pierden así todos los derechos derivados del empleo reglado y se condenan a la dureza psicológica de un trabajo invisible. Eso era lo último que mi madre hubiera querido. Si algo lamentó ella a lo largo de su vida no fueron las incontables horas de trabajo, sino no haber sido libre, que para ella significaba que esas horas estuvieran reconocidas con una nómina, una seguridad social y el derecho a una jubilación.

Tratando de huir de la trampa del machismo, yo también, había acabado por caer de lleno en ella. Lo que he aprendido por el camino es que, si eres mujer, es casi imposible librarse. Según la OIT, en España el trabajo no remunerado de los cuidados asciende a 130 millones de horas diarias, cifra que corresponde a 16 millones de personas trabajando ocho horas al día, el equivalente al 14,9% del PIB español. El 70% de este esfuerzo recae en las mujeres. A nivel mundial desempeñan, al menos, 2,5 veces más trabajo doméstico y de cuidado no remunerado que los hombres. Ese trabajo femenino corresponde, según un reciente informe de Intermon Oxfam, a 12.500 millones de horas diarias, lo que supone unos 10,8 billones de dólares anuales, una cifra que triplica el tamaño de la industria mundial de la tecnología.

Así que sí, yo también, tú también, nosotras también.

Pilar Fraile es escritora. Con su última novela, Días de euforia (Alianza Editorial), ha ganado el Premio de la Crítica de Castilla y León.

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