Yonkis del dinero

Hoy, 9 de diciembre, es el Día Internacional contra la Corrupción. No es casualidad que, entre las desgracias y causas que exigen concienciación, la ONU se viese obligada a elegir un día para llamar la atención sobre un problema que los españoles hemos sufrido en su máximo esplendor durante los últimos años. Por eso ha llegado la hora de decir basta y de no olvidar para evitar la repetición de errores.

Cuesta pensar que llegará un día en el que no recordaremos cómo presidentes, ministros, consejeros regionales, banqueros, empresarios y todo tipo de personajes ilustres entraban y salían de la cárcel sin sus mejores galas, con un séquito que no les adula, sino que les sujeta la cabeza al entrar en un coche policial camino del calabozo; imágenes tan dantescas como morbosas, que deberían perdurar durante mucho tiempo en el imaginario colectivo de todos los españoles.

Pero la memoria es frágil.

Los hijos de los 80 siempre tendremos presente el final de los años de la heroína, una época en la que sombras temblorosas se escondían tras las esquinas a la luz de mecheros que deslumbraban las cucharas ennegrecidas en las que se llenaban las jeringuillas. Siendo niños, no comprendíamos la devastación que la droga provocó en familias y amigos, pero sí entendíamos la cara desencajada de nuestros padres al tratar de ponerle palabras al fenómeno. Las nuevas generaciones, sin embargo, carecen de ese recuerdo amargo, porque no estaban allí.

Hoy nos toca lidiar con otra adicción, la que ha permanecido en el lado opaco de este país y que nos han robado millones de euros a todos los contribuyentes. Una adicción más sibilina, que no se ve en las calles y sobre la que muchos pensaron que no tendría consecuencias, pero que pudre la sociedad desde dentro.

El dinero perdido jamás podrá invertirse en escuelas, hospitales, centros para mayores o en las ayudas a las familias que tan necesarias se hicieron durante lo peor de la crisis económica. En cambio, nos quedaremos con aeropuertos vacíos, frases sobre “volquetes de putas” y altillos llenos de dinero; con una sensación de asco y desconfianza absoluta en los políticos que nos representan, sean honrados o caigan en la peor de las faltas. Pero, sobre todo, nos invadirá la impotencia de no haber actuado a tiempo.

Es tarde para evitar lo que ha pasado, pero no para recordárselo a los votantes, sean nuevos o veteranos, con el objetivo de no volver a repetirlo.

Es necesario acometer el esfuerzo legislativo y administrativo que durante años se ha ignorado. Se debe proteger al que señala la corrupción en lugar de abandonarle a su suerte. Hay que reforzar la vigilancia en la Administración para combatir las malas prácticas. Se tiene, por fin, que acabar con las duplicidades y con los órganos políticos opacos que se han convertido en los pozos sin fondo de los que han bebido los adictos de esta época. Hay que despolitizar la Justicia y dotarla de medios para eliminar cualquier sospecha sobre su imparcialidad o eficacia.

Pero la solución pasa, en primer lugar, por reconocer el problema. No podemos predicar que la corrupción es intrínseca a los españoles. Resulta inaplazable acabar con el argumento de la picaresca española y con el “yo también lo haría” que nos hace sonreír de medio lado cada vez que explota un nuevo caso. Los españoles no son más corruptos que los suecos o los alemanes. Se acabaron las excusas inaceptables, la justificación de los “casos aislados” o el recurso al “y tú, más” para acusar al resto de ser un poquito peores que nosotros.

Nuestra obligación (la de todos) es dar soluciones, no olvidar nunca el problema y dejar de verter lodo sobre la labor política.

César Zafra es diputado de Ciudadanos en la Asamblea de Madrid y portavoz en la Comisión de Investigación sobre corrupción.

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