«Zama»

Es un bodrio, sin paliativos. Una tabarra interminable con pretensiones esteticistas que la vuelven más insufrible y pesada, aunque den pie a sublimes elucubraciones de los cinéfilos, pelmazos enemigos de los aficionados al cine: ¡Esa refracción de la luz en los planos indirectos que descompone en irisados haces los etéreos y atormentados sentimientos de los protagonistas! ¡Esos cortes en la acción, sugeridores de disfunciones catalépticas en la conciencia obsesiva del funcionario sin salida y sin salero! Y mucho etcétera de lo mismo. Pero no es nuestra intención competir con los comentarios del crítico de cine de ABC, que se mueve entre dubitativo y bien educado.

No vale la pena escribir sólo para denostar la película, a su directora –Lucrecia Martel– o al autor de la novela base, Antonio di Benedettto, que no he leído y, por tanto ignoro cuán responsable es del desaguisado; o si todo es cosa de directora y guionista (que son la misma persona), y que tanto nos ha hecho añorar a Glauber Rocha y sus Deus e o diabo na terra do sol y Antonio das Mortes, también con cruces fantásticos, violencia, tiranía de la naturaleza. Pero bien hecho, peliculones para tomar en serio, como la feroz temática americana que reflejan, desde el libro Os Sertôes de Euclides Da Cunha, inspirador de Vargas Llosa y su Guerra del fin del mundo.

Veo con agrado el cine cubano, mexicano, argentino y las escasas películas de otros países que alcanzan España, mas aquí sólo entramos en un aspecto de esas producciones y que también afecta al cine español: la incapacidad de hispanoamericanos y españoles para abordar de manera natural, y por tanto creíble, la Conquista y la época virreinal, dejando que la cámara, o la lectura de obras del tiempo, proporcionen primero al guionista y luego al espectador poco informado (el español lo es en grado requetesuperlativo) lo que la ideología o un resentimiento incomprensible a estas alturas hurtan y esconden al gran público en aquellas tierras, tan queridas por algunos, tan olvidadas por la mayoría. A mí no me cuadra que el límpido cielo del Paraguay, país amistoso y amable como pocos, sólo pueda generar fealdad, sordidez, suciedad, avaricia, venganza –volvemos a Zama–, como si allá nunca se hiciera nada bueno durante «La Colonia». No dejan respirar: se inicia la película con el don Diego abofeteando a una indígena después de andar de mirón, sigue con otro natural salvajemente maniatado y apremiado por juristas… y luego pavorosos burdeles, gobernador negligente y malvado, esclavos, caza de indios, guarrería doméstica y personal por doquier, para culminar en una historieta de cazador cazado, que ni siquiera algunas hermosas estampas de paisajes contribuyen a paliar.

Insistimos: no nos interesa la crítica cinematográfica sino el trasfondo ideológico de todas estas películas que soslayan cuanta belleza visual sobrevive en monumentos esplendorosos en México, Puebla, Zacatecas, La Habana, Cartagena, Popayán, Quito, Lima, Cuzco y muchos más lugares. Bien es cierto que en el Río de la Plata la riqueza arquitectónica fue –y es– mucho menor y que en Asunción sólo se salvó la llamada Casa de la Independencia –como la Casa Histórica de Tucumán– mientras el resto de la pequeña ciudad, durante la dictadura de los López a mediados del XIX, cayó bajo la piqueta, como cayeron las alas laterales del Cabildo de Buenos Aires y tantos otros edificios suntuosos o de carácter en todo el continente. Como en España, víctimas de la especulación, la ignorancia, la incuria, el soborno. Y ahora caen en el cine: desaparecidos y reemplazados por mugre, casas oscuras y sucias, desorden, eterna persecución de los buenos. Durante el primer franquismo se intentó realizar un cine –digamos– histórico-imperial que carecía de medios, como todo el país, y se limitaba a la exaltación retórica y grandilocuente del pasado español en América. Después, nada. Porque los productores no se atreven, o no ven negocio, mientras la farándula casi entera, pudorosa y gazmoña, condena por poco progre relatar convincentemente glorias –no temamos a las palabras– de España, que también sean comerciales y entretenidas y sin una omnipresente carga ideológica, por lo general negativa y hostil contra nosotros: sólo se puede mencionar «aquello» para denostarlo e insultar un rato. Sería feliz viendo películas de aventuras mexicanas, argentinas, españolas equiparables a Master and Commander, El último mohicano o, incluso, La Misión que, no se puede negar, es una buena película: como nosotros no ponemos nuestra historia en la pantalla, otros nos la ponen, a su aire y conveniencia. Y nos vemos tentados a perdonarle a La Misión las gruesas licencias históricas que se toma (mezcla la Guerra Guaraní de 1750, con la vida del jesuita Montoya que es más de un siglo anterior y con la expulsión de la Compañía en 1767).

En una ficción no hay por qué reclamar exactitud milimétrica de documental, importa el resultado global, la idea conductora, aunque a veces anacronismos y mentiras rechinan en exceso, por más que el común de los espectadores no lo perciba: recuerdo con horror una pésima versión cubana de Túpac Amaru –militante, claro– en que las tropas españolas van precedidas de la bandera rojigualda (¡en 1780!). Tampoco hay que pasarse con las licencias, como es habitual en el tratamiento de la historia ajena que perpetra el cine de Hollywood, entre el desparpajo y el gamberrismo. O como sucedía con el estrambote ideológico antiespañol y anticatólico, metido con calzador, pues ninguna relación guardaba con el resto de la película, en la mexicana Cabeza de Vaca, después de haber mantenido la dignidad y credibilidad en el relato de la peripecia, terrible, que vivió el frustrado conquistador de la Florida.

Tampoco los mejores españoles llenan el vacío: Saura, que técnicamente lo hizo bien en El Dorado, incurrió en toda una ringlera de tópicos hispanos de ahora mismo, endosándoselos a los acompañantes de Ursúa y Lope de Aguirre: los enfrentamientos entre conquistadores no eran tan mecánicos –y sólo en función de la procedencia– como se presentan. Vamos, que Aguirre no fue un precursor de la ETA. Y Oro, la última por ahora, adolece de exceso en la acumulación de tremendismo, aunque la historia es ajustada a las no pocas rivalidades, seguidas de degollinas, que hubo entre los conquistadores y el clímax dramático está bien logrado. No pretendemos la reedición de la leyenda rosa del cine de los cuarenta o cincuenta, pero un mayor equilibrio entre distintos estados de ánimo y conductas dispares no vendría mal. Bastaría que se acordaran de las inmensas crónicas de la conquista, en el XVI, o ya entre los contemporáneos del supuesto don Diego de Zama, que inspiraran los guiones en Alonso Carrió, en José Cardiel, en Félix de Azara, en Arzáns de Orsúa , o en creadores locales como Sigüenza y Góngora o Fernández de Lizardi, en los cuales la sociedad virreinal muestra todos los colores, tonos, estridencia y serenidad de la vida real. Con las ideologías y los chovinismos de uno u otro signo en su sitio, que es más bien pequeño.

Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de la Historia.

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