Por Luis Herrero, eurodiputado del PP (EL MUNDO, 07/08/06):
La última vez que entrevisté a Rodríguez Zapatero, ante las cámaras de la televisión valenciana, me dijo que no tenía ninguna duda de que a él y a mí nos unían muchas más cosas de las que nos separaban. En aquella época aún no era presidente del Gobierno. Faltaba un año para la cita electoral y, a pesar de la distancia ideológica que había entre nosotros, nos llevábamos objetivamente bien. Hablábamos con frecuencia. Y con buen tono. Yo creía que, veleidades doctrinales aparte, era una buena persona. «Creo que merece la pena ser bueno, que es una buena inversión ser bueno en la vida», me dijo más de una vez. Un día, en la Cope, le pregunté si se iría de vinos con Aznar. «No tendría ningún inconveniente -me respondió- con Aznar y con cualquier adversario político». Me gustó escucharlo. Después de un largo periodo de intensa crispación política, propiciada en parte por la altanería temperamental de un Aznar de última hora liberado de la obligación electoral de caerle simpático al personal, al fin entraban en escena dos primeros actores, Zapatero y Rajoy, capaces de discrepar sin lanzarse las ideas a la cabeza. Los dos tenían en común, aparentemente, una cierta habilidad para conducir la contienda por caminos más templados y menos arrojadizos. «Yo creo que este país necesita todavía un tiempo donde el listón del ataque, de la descalificación no rebase determinados límites», me dijo durante aquella última entrevista televisiva. Todo cuadraba con su temperamento. Doy fe de que, como jugador de mus, Zapatero nunca corre riesgos: los deja para el compañero. Nunca va de farol y siempre coge buenas cartas. También es sabido que una de sus aficiones es pescar durante la noche, lo que llaman «El Sereno», y que esa es una especialidad para la que hace falta el acopio de infinita paciencia. Nada me hacía sospechar que estuviera impostando su manera de ser. Además, los testimonios de algunos de los periodistas que mejor le conocían contribuían a dar por buena esa imagen de hombre de concordia que me había forjado de él. Julia Navarro, que fue quien me lo presentó hace ya más de 10 años, solía decir que era el único dirigente político que había conocido que no insultaba. Y Gonzalo López Alba, el primero de sus biógrafos, era de la opinión de que nunca perdía la compostura, de que nunca se alteraba. Yo, por la experiencia directa que había acumulado, no andaba lejos de darles la razón.
Por supuesto, hablamos mucho de su abuelo, el capitán Lozano, y del testamento que escribió sólo unas horas de que fuera fusilado por los franquistas: «Muero inocente y perdono. Pido a los míos que perdonen también. Mi único afán ha sido la paz de España y el mejoramiento social de los humildes». Me contó con todo lujo de detalles que los nacionales habían tenido detenido a su abuelo en el Hostal San Marcos, como a tantos otros como él, y que de allí lo sacaron para darle matarile, que era el remedo franquista del «paseo» de los rojos. «Como ese Hostal había sido lugar de cárcel para mucha gente, los veteranos del partido nunca querían que fuésemos allí. Yo y otros compañeros reivindicábamos que había que ir, que eso era un signo de reconciliación, un signo de normalidad democrática y que nunca más en España íbamos a ver un desgarro como aquel», me explicó. Luego añadió que una de las cosas que más le satisfacían de la vida política era contar con amigos que provenían «del otro lado» de aquella dramática guerra civil. Como a mí me gustaba ese discurso integrador, en el que siempre me he sentido especialmente cómodo, animé la conversación televisiva recordando que yo era hijo de un ministro de Franco, que mi abuelo también murió fusilado en la guerra, en esta ocasión a manos del bando republicano, y que el hecho de que pudiéramos estar charlando así de aquellos trágicos momentos de la historia española era la prueba palmaria de que las heridas guerra civilistas, al fin, habían comenzado a cicatrizar.
-«Sí», dijo él. «Hombre, la verdad es que la huella de la Guerra Civil es una huella honda porque fue una guerra muy dura, ¿no? Pero si hacemos un balance objetivo después de sólo 27 años de transición democrática, creo que podemos sentirnos orgullosos como país. Tú, Luis, has narrado un poco tu trayectoria. Yo tengo la mía. Pero no cabe ninguna duda que a ti y a mí nos unen muchas más cosas de las que nos pueden separar como ciudadanos españoles que quieren una España libre, europea y próspera. Y también hay algo que es tan importante o más que eso: los dos pertenecemos a una generación que está deseando dejar un legado a sus hijos en el que prácticamente ya no quede memoria de lo que fue la confrontación civil, sino que haya memoria sólo de la convivencia magnífica que hemos tenido durante estos 25 años. Y creo que ése es el espíritu que hay que mantener».
Tres años después de haber pronunciado aquellas palabras, Zapatero se ha cargado el espíritu conciliador y pactista de la transición -que se suponía que era la que queríamos legarle a nuestros hijos-, ha embestido legalmente contra sus amigos «del otro lado» poniendo en jaque todos y cada uno de los conceptos básicos que constituyen sus señas de identidad -familia, religión, educación, nación- y ha trocado el ánimo de acallar la memoria de la confrontación civil por el de abrir a golpes de azadón las tumbas de los muertos. No está mal para un hombre que presume de detestar la ansiedad. «La detesto -me dijo-, el político tiene que ser un buen intérprete del momento histórico de una sociedad, tiene que ser el que lidere los mejores ideales, las mejores aptitudes, pero los cambios los hace la sociedad, de esto no tengo ninguna duda, y por tanto, no me gusta la ansiedad». Ignoro si cuando me dijo eso y todo lo demás estaba mintiendo como un cosaco o si es que el impacto del poder en dos años de mandato le han trastornado hasta el punto de convertirlo en un ser humano irreconocible. Me da lo mismo. Lo único que me importa es recordarle que llegó al poder con un discurso político -que algunos ingenuos como yo contribuimos a difundir desde nuestras posiciones profesionales- diametralmente opuesto al que se ha sacado del BOE por arte de magia, sin un mandato electoral que lo legitime. Nada de eso estaba en su programa, así que los ciudadanos no hemos tenido la oportunidad de manifestarnos ni a favor ni en contra.
El resultado es que hoy son muchos los españoles que miran a Zapatero con indisimulado disgusto, aunque él se esfuerce en actuar como si no existieran o, en todo caso, como si su opinión no tuviera derecho a ser tenida en cuenta. Da igual. Bastantes de ellos están decididos a enfrentarse cabalmente a sus planes. Están en la calle, por primera vez en su vida, dispuestos a decir en voz alta que no hay en España mandato electoral para seguir así, sin convocar elecciones. Sólo falta que el líder del PP decida a partir de septiembre ir directamente a su encuentro y encabezar junto a los suyos, sin remilgos ni balbuceos, la gran manifestación que ellos le están demandando.