Zapatero cabalga hacia el conflicto

Javier Ybarra es abogado (EL MUNDO, 20/05/05).

En junio de 1977, unos días después de que ETA asesinara a mi padre en una cueva del monte Gorbea, el Gobierno de UCD sacó de las cárceles a varias decenas de etarras. Aunque Adolfo Suárez nos envió, muy amablemente, un gran ramo de rosas rojas para que las colocásemos sobre el panteón familiar de Derio, aquella decisión me supo a «recompensa del mal».

Recuerdo que los días que siguieron al referéndum del 15-J, mientras los españoles vivían una auténtica fiesta de libertad y democracia, nosotros asumíamos nuestra tragedia en soledad y silencio, con dignidad y discreción. A la prensa de entonces no le preocupaba, como ahora, que pusieran en la calle a los encarcelados de ETA así por así, o que el Gobierno de España se sentara a negociar con la banda. A nadie se le ocurría hablar de traiciones a los muertos. Más bien sucedía lo contrario. Eramos las víctimas las que debíamos estar calladitas y enterrar a nuestros muertos deprisa y corriendo.

Entonces no había, como hoy, asociaciones de víctimas, pues nadie quería arrimarse al perdedor y teníamos incluso que habituarnos a escuchar la frase de «algo habrá hecho para que lo maten».Imagino a las familias de guardias civiles que, con menos posibilidades que nosotros, hicieron frente a la desgracia con honor; redoblando las horas de trabajo con dolor y rabia. Tampoco creo que a ellos, como a nosotros, les hubiera gustado que los políticos se apropiaran de la memoria de sus muertos, porque nadie debe arrogarse la representación ni la dignidad de las víctimas ya que la dignidad es intransferible.

Sin madre a la que acudir en busca de consuelo, con un padre asesinado y una familia de empresarios y financieros que preferían mirar para otro lado, nosotros las pasamos canutas. El benjamín de nuestra familia, Cosme, era de los que sufría con mayor intensidad, con dolor físico y mental. Cuando llegaba la noche soñaba que se moría y se iba a pasear con nuestros padres por las praderas más verdes del cielo. Como cualquier adolescente, lo que más necesitaba a sus 15 años era hablar con sus padres. «Es una suerte» me dijo un día «que tengamos una Beata en la familia [Rafaela de Ybarra] porque nada más dormirme, se me presenta en sueños y me lleva de la mano hasta los aposentos que ocupan nuestros padres».

Cada vez que pasábamos frente al cementerio de Derio, Cosme repetía lo mismo: «Estoy deseando irme con ellos». Un día le pudo la nostalgia y se fue al otro mundo sin decírselo a nadie. Se fue desde una gasolinera de Zamudio, cerca de Derio, en forma de bola de fuego, como un meteorito, como una estrella fugaz. Educados en la fe cristiana, entendimos que su muerte debía de estar programada en las más altas instancias del cielo, desde hacía ya tiempo, pues lo único que quedó intacto en la quema total fue la fotocopia, en papel corriente, de una estampa de la Virgen de Malta que nuestro hermano mayor, Juan Antonio, le había metido en su cartera hacía no mucho.

En julio de 1977 me instalé en Utrech. Por aquellos días, mientras la reina Juliana se asomaba a las pantallas de la televisión para pedir a sus súbditos que el mejor regalo que podían hacerle el día de su cumpleaños era que no hubiera accidentes de tráfico, una cuadrilla de etarras llegaba a Utrech procedente de Madrid.Venían provistos de talonario y libertad vigilada, con las bendiciones de ambos gobiernos, el español y el holandés. Cada vez que paseaba por las viejas calles y puentes de la ciudad y veía rostros confeccionados a base de prominentes mentones y hermosas narices, me preguntaba si serían ellos, los de ETA, los que a cambio de colaborar en la pacificación, gozaban gratis total de la vida.

Los etarras que, en mayo de 1977, entraron en casa de mi padre -nuestra madre había fallecido con 51 años hacía tan sólo unos meses- acababan de escindirse de una ETA-PM con la que UCD había negociado su disolución. Quienes entraron en casa, casi con toda seguridad, fueron Paquito, Apala, Yoyes y otro encapuchado de ojos azules, Iñaki, al que la policía responsabilizó de la muerte de más de 40 personas. A Iñaki lo hallaron, cadáver sobre cadáver, muerto por el mismo guardia civil al que iba a rematar tras herirle de muerte en una emboscada en Orio. Iñaki yace enterrado en el cementerio de Itziar junto a un guardia civil casado con una mujer del pueblo al que ETA había asesinado unos meses antes.

«El día del funeral» dice Joseba Zulaika en un prólogo que nos escribió «al levantar el ataúd de Iñaki, heroificado por su entorno, se hicieron fotografías y el comentario general fue que Iñaki, a quien apodaban Amabirjina (Virgen Madre), tenía la cara bonita».

Es la foto de familia. Lazos de familia irrompibles, lazos de familia rotos. Las víctimas de ETA nos llevamos el dolor a la tumba. No hay olvido posible. Es como llevar una marca en la frente que sólo nosotros podemos contemplar. Es casi como la marca que llevan en el cuerpo, con dignidad y pena, los prisioneros de Auschwitz. Todos deseamos que los políticos barran de nuestra sociedad el terrorismo de ETA, pero sin excluir a nadie en el empeño. ¿Creerá el presidente Zapatero que sin el consenso de todas las fuerzas políticas podrá lograr la pacificación del País Vasco o, como dice Jaime Mayor, poner fin a la Cuarta Guerra Carlista? Lo que quizás acabe logrando ZP sea la rendición de una ETA, los polimilis de 2005, mientras se produce el surgimiento de otra.

Si Muñagorri, «hombre de barro y sangre», como lo llamó Duvoisin, logró conducir hasta el Convenio de Vergara de 1839 a los contendientes de la Primera Guerra Carlista, fue gracias a que enarboló un banderín de enganche de todas las ideologías en conflicto. Lo que jamás hubiera hecho Muñagorri, de haber vivido en nuestro tiempo, es prescindir de uno de los grandes partidos del país en el diseño de su proyecto. Probablemente hubiera dicho, a lomos de su caballería y usando gruesas palabras, que «no se puede utilizar una exigua mayoría parlamentaria contra el Estado, y que muy barata debía estar la política española para que los grandes partidos rompan por causa del terrorismo».