Zapatero es el síntoma

Soplan vientos de incertidumbre en el seno del Gobierno y del partido que lo sostiene, el PSOE. En todos los mentideros políticos, que a veces señalan la verdad, se comenta la creciente incomodidad en las filas socialistas por la errática política de José Luis Rodríguez Zapatero, que conduce a un desgaste más apreciable en los análisis cualitativos que en las encuestas.

El desconcierto de los socialistas con su principal dirigente se debe, en primer lugar, a las acciones en el terreno económico. A estas alturas de la crisis, no se percibe todavía la existencia de un plan coherente para combatirla. Desde luego, no hay un plan serio en el regalo, rechazado por un alto porcentaje de ciudadanos, de bombillas de bajo consumo, ni en la concesión de 420 euros a un numeroso grupo de parados sin que, al parecer, estuviera informado de ello el ministro de Trabajo, Celestino Corbacho. Ni suena a plan coherente el descabellado elogio del déficit como si pudiera no tener fin.

Es evidente que el Gobierno no es responsable ni de la crisis financiera ni de la burbuja inmobiliaria, que tienen otros agentes causales y de largo aliento. Pero las vacilaciones no las perciben solo los expertos, sino los ciudadanos en general. Y esas vacilaciones han tenido indicadores políticos muy notorios, como la caída de Pedro Solbes y las sonoras discrepancias del gobernador del Banco de España.
No es solo en el terreno de la economía donde se perciben estas disconformidades. Las hubo ya, y fueron importantes, cuando se puso en marcha el plan de paz para Euskadi, afortunadamente corregido por la enérgica acción del actual Gobierno vasco; y las hay ahora con las formas por las que discurre la cuestión del Estatut catalán. Por no hablar de los vaivenes en asuntos como el aborto o las relaciones con la insaciable Iglesia católica española. Y en política exterior, entre otras, la escasa transparencia al definir la actuación de las tropas españolas en Afganistán.

El presidente Zapatero recibe siempre desde los sectores descontentos la misma acusación: no consulta a nadie, lleva una dirección personalista de la política y sus decisiones no tienen pinta de haber sido muy meditadas. Improvisación y actitud caudillista, en suma.
Leire Pajín, una de las más reputadas defensoras del presidente, niega la mayor: no hay discrepancias. Pero hasta el menos veterano de los periodistas parlamentarios las puede notar en una sola asistencia al Parlamento.
Esta situación tiene su origen en dos causas. La primera es muy valorativa, puede ser contestada a gusto de cada ciudadano, pero está muy extendida: Zapatero tiene un gran talento para dar una imagen atractiva, pero pocos talentos más. No es un hombre con una formación sólida, y tiende a considerar, con la ayuda de sus entusiastas asesores, que sus ideas repentinas, lo que Rajoy ha llamado con insólito acierto ocurrencias, tienen siempre peso. Eso se ha trasladado a sus personas de confianza en el Gobierno, en el que los ministros tienen la consigna de dar siempre una idea, de provocar siempre un titular.

Con ser grave, semejante valoración es menor si se compara con otra que tiene un carácter más objetivo y que afecta a toda la política y a casi todos los partidos. La segunda causa es la aparentemente incontenible tendencia de los partidos políticos a convertirse en estructuras cerradas, autosostenidas, aisladas de la sociedad, en las que cada facción tienda, dicho de una manera grosera, a conservar el empleo. Zapatero, como mayor responsable, apoyado por personas como José Blanco en su anterior papel de secretario de Organización, ha construido un PSOE en el que la discrepancia se acaba a cambio de puestos en las listas electorales, lo que incluye a los parlamentarios nacionales pero también a los concejales, diputados autonómicos y los miles de puestos que dan una airosa capacidad para resistir la crisis. En el PSOE se puede indagar con facilidad la decapitación de todo aquel que discrepe abiertamente. No hay contrapoderes, no hay debate. Hay adhesiones inquebrantables o expulsiones.

Esta brutal deriva no afecta al PSOE en exclusiva, es una tendencia que ha enfermado el cuerpo político de casi toda Europa. No hay democracia en los partidos, no hay contraste con la sociedad, no hay transparencia. Únicamente hay un juicio popular cada cuatro años. Mientras, los que tendrían que redactar las leyes que podrían cambiar el sistema son sus primeros beneficiarios. En eso están todos los partidos españoles emponzoñados. A Zapatero le complace compararse con Barack Obama, pero su ascenso al poder no tuvo nada que ver con eso, sino con una habilidosa gestión de los aparatos internos.
Lo grave del desconcierto que viven en estos momentos el PSOE y el Gobierno es que, por mucho que crezca y se perciba, no tiene salida. Zapatero puede ser un mejor o peor gobernante, pero lo pernicioso es el sistema en el que se asienta su poder.
Un sistema que afecta igualmente a las presuntas alternativas. Las que, centradas en el Partido Popular, le dan al presidente la cómoda posición de poder esperar a que le voten los de siempre ante el horror que puede venir de la mano de la derecha más cerril.

Zapatero no es la enfermedad. Es el síntoma.

Jorge M. Reverte, periodista.