Zapatero es pigmalión

Por Álvaro Delgadfo-Gal (ABC, 20/05/04):

En el mundo de la política, y también en el del periodismo, cada hecho es una lápida bajo la que quedan sepultados hechos anteriores. El debate de investidura ha sepultado a las elecciones, y las últimas han sepultado a la campaña electoral. Esto es desafortunado, puesto que, con frecuencia, sólo es posible medir el alcance de un acontecimiento político a trasmano. El acontecimiento nos revela su significado en orden inverso al tiempo, según ocurre en esos filmes que arrancan con la muerte del protagonista y se remontan luego a las causas que la provocaron. No tomen la analogía al pie de la letra. No se ha muerto nadie, ni está escrito en lugar alguno que la legislatura de Zapatero vaya a tener un fin infausto. Todo lo que quiero decir, es que el debate de investidura nos permite evaluar mejor los últimos meses de vida política española. Y que proyecta una luz tardía, aunque muy interesante, sobre la índole de nuestra democracia. Procedamos paso a paso.

El PSOE ha insistido en la tesis de que el 11-M no determinó la victoria de su candidato. Creo que el debate de investidura desmiente esta interpretación risueña. La falta de ilación que se pudo percibir en el discurso de Zapatero manifiesta claramente que éste no tenía armado un programa de gobierno, ni en lo que se refiere a los contenidos, ni en lo que hace a las alianzas que permiten sacar adelante políticas concretas. Nos enfrentamos a una legislatura incierta, en que los socialistas tendrán que recabar apoyos ocasionales a cambios de pactos ocasionales. En teoría, esto no tiene por qué ser malo. En la coyuntura presente, es muy expuesto. Lo es, por cuanto esos apoyos vendrán de formaciones nacionalistas a las que únicamente se podrá contentar con cesiones queafectan a la preservación del Estado. La estructura autonómica complica aún más el proceso. Será difícil no extender a Andalucía o Valencia, o incluso a Madrid, las franquías que se reconozcan a Cataluña o el País Vasco. Y no está claro cómo se va a poder organizar esta desorganización. Ni desde el punto de vista fiscal, ni administrativo. ¿Han intervenido estas consideraciones en la actitud de quienes votaron socialista el 14-M?

Una observación en passant. Se sigue incurriendo en la tontería de afirmar que el pueblo vota este gobierno o el de más allá. Pero esto, como he dicho, es una tontería. Se vota esto o lo de más allá en un referéndum. A la pregunta formulada en el referéndum, se contesta «sí» o «no», ineluctablemente. Por el contrario, en unas elecciones normales, lo que pasa es que el ciudadano premia o castiga a los partidos, por razones diversas y en ocasiones recónditas. Los partidos apañan luego una mayoría, o la van improvisando en los umbrales de cada acto legislativo. En consecuencia, en una democracia parlamentaria, el gobierno no opera como testaferro o fiduciario de una presunta voluntad popular. Éstas son supercherías, o resacas de un entendimiento arcaico de la democracia. Lo que en rigor parece haber sucedido el 14-M, es que el trastorno ocasionado por el atentado, y en medida menor -menor de lo que se ha dicho-, los errores imperdonables del Gobierno, movilizaron en proporciones gigantescas a unos votantes habitualmente abstencionistas. Falta todavía depurar los datos. Pero el votantemovilizado parece responder al perfil siguiente: menor de 29 años, y poco interesado por la política. O sea, por cuestiones tales como el equilibrio territorial, la integridad de la Constitución, o la financiación autonómica.

De ser esta composición de lugar correcta, y tiene todos los visos de serlo, nos encontraríamos con que Zapatero no ha llegado al poder con el encargo de hacer nada específico en lo que toca a asuntos muy importantes, sino que ha sido exaltado a la Moncloa por efecto de la simpleza, astucia culpable, o mal fario de los populares en un momento decisivo -escoja el lector la entrada que más le guste del menú-. De nuevo, nada irregular dentro de lo que es una democracia indirecta. Pero existen, otra vez, circunstancias agravantes. Uno, Zapatero tendrá que decidir sobre problemas de una trascendencia fuera de lo común. Dos, su ventaja relativa ha procedido de votantes especialmente volátiles, y especialmente poco enterados sobre el contenido de los grandes problemas nacionales. La responsabilidad de Zapatero es, en fin, enorme. Pocas veces han dependido tantas cosas de una sola persona.

Voy a un último punto, el más intrigante de todos. Sobre el papel, la causa que menos ha pesado en la voluntad de un porcentaje decisivo del censo, es eso que se llama «España». Si la causa española hubiese prevalecido en la proporción que muchos pronosticábamos, la tragedia del 11-M habría sido mucho menos decisiva de lo que ha resultado ser. En efecto, varios factores colocan a Zapatero en una posición difícil para resistir la presión de que probablemente será objeto el Estado. Uno, Maragall. Maragall, ¡ay!, es un nacionalista que persigue un modelo confederal. Dos, el compromiso con Esquerra, abiertamente independentista. Tres, la falta de claridad del PSOE sobre la horma en que quiere encajar a España. Estas cuestiones son relativamente técnicas. No tienen por qué llegar al electorado con la fuerza y el impacto que objetivamente les asiste. Pero produce cierta perplejidad que no se hayan traducido, aunque sólo sea de forma imprecisa, en una sensación. La sensación... de que aquí nos jugamos mucho.

¿Por qué no ha echado raíces esta sensación? En esencia, cabe barajar dos hipótesis distintas y mutuamente excluyentes. Según la primera, los españoles no se arredran frente a la idea de recomponer el Estado, en términos potencialmente radicales. Según la segunda, los españoles no han terminado de entender que esa recomposición podría ser un hecho quizá próximo. No vislumbran lo que entrañaría esa recomposición, ni están por tanto en grado de extraer conclusiones sobre el modo como, caso de producirse, se verían afectados sus proyectos personales de vida.

Me inclino, con vacilaciones, por la segunda hipótesis. En todo caso, la clase política ha hecho muy poco por orientar al electorado. De atender a los mensajes de CiU o Maragall, resultaría que España se podría confederar tranquilamente, sin que ello fuera a conmover la esfera pública y, dentro de ella, las oportunidades y horizontes de los ciudadanos singulares. El PSOE ha hecho cuanto ha podido por velar o confundir la cuestión. Allá por el mes de julio, redactó un papel en que se querían hacer compatibles la manumisión económica y política de las regiones -agencias tributarias propias, tribunales de última instancia, etc...-, con la solidaridad social. Lo que implica una contradictio in terminis desde el punto de vista práctico. Y el PP tampoco ha hablado claro. No lo ha hecho, porque ha sido, en muchas cosas, terriblemente amarrón. Ondeaba en la Plaza de Colón, eso sí, una bandera española mastodóntica. Y Rajoy nos ha estado diciendo, en su fase de candidato -¡cuánto mejor parlamentario que candidato!- que era un peligro votar a un partido que tendría que juntar garbanzos con Esquerra o el BNG. Pero era un recado oblicuo, teñido de cautelas y premoniciones para profesionales. En mi opinión, el PP no encontró el tono, los acentos, las maneras. Osciló entre el gesto arriscado, y el acertijo. De resultas, estamos todos un poco en Babia. Una responsabilidad añadida... para Zapatero.

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