Zapatero, Leguina y Laporta

Soy de los que piensa que fue un acierto por parte de Jose María Aznar limitar a dos mandatos su tiempo como Presidente del Gobierno. Cuando propuso esa medida nadie le obligaba a ello pero tampoco a nadie le pareció mal. Tenemos un sistema político que no es presidencialista y, por tanto, no cabe limitación de mandatos. Es un acto voluntario del político que llega a la presidencia del Ejecutivo acotar sus mandatos, pero podría aplicarse igualmente a las comunidades autónomas -donde ha habido presidentes que han llegado a ocupar el puesto 24 años- o a los ayuntamientos, donde ha habido alcaldes que han rozado esas mismas cifras.

Limitar los mandatos en los sistemas presidenciales tiene sus ventajas. No hay más que ver la popularidad de Bachelet al terminar su mandato en Chile. La eternización en el poder no es siempre la mejor solución. Vincular las organizaciones políticas a una única posibilidad y vivir con pavor cualquier innovación en el liderazgo puede ser un profundo error.

En muchas ocasiones propiciar un nuevo candidato es un revulsivo para un partido que le ayuda a despertar, a reiniciar el camino, a llamar a la participación de sus afiliados y evitar así una lenta agonía. Pensemos, sin ir más lejos, en el drama que está viviendo el partido laborista británico.

Aceptar que un líder político tenga vida privada y tenga que consultar con su familia la decisión a tomar es algo de sentido común. Alguien que lleva desde julio de 2000 en la secretaria general de un partido, como es el caso de Zapatero, puede pensar que en el 2012 se cumplen 12 años en primera línea y es el momento de dejar el sitio libre a otros y recuperar actividades de la vida que trascienden la realidad política.

Estas tres razones me hacen ver con agrado la limitación de mandatos. La preocupación no viene con la fórmula en sí sino con dos reacciones que he visto y que no me han gustado nada. La primera, la de los que plantean que inexorablemente el actual secretario general del PSOE debe ser el candidato, volviendo al viejo error de vincular en exclusiva una organización a una persona.

La segunda reacción me parece todavía peor. Es la reacción que anida en líderes de la generación anterior a Zapatero. Parecen desear su presencia en la cabeza de la candidatura porque piensan que es la manera de lograr que todo esto acabe de una vez. Tienen la esperanza de poder reconducir las cosas y volver a la senda que nunca se debió abandonar.

Para ello es imprescindible que quede claro que todo el proyecto del actual presidente del Gobierno ha estado compuesto por un cóctel de ocurrencias, de improvisaciones que, por fin, ha saltado por los aires. Muchos miembros de la generación desplazada del poder socialista piensan de esta manera. Para ellos estos años son una especie de pesadilla que desean concluya de una vez.

Son pocos, sin embargo, los que tienen la valentía de decirlo con claridad. Entre los que sí lo dicen sobresale Joaquín Leguina. En su ultima novela, al hablar de las dificultades que tendrán en el futuro los historiadores para definir el proyecto de Zapatero, dice: «Les sería más fácil describirlo como un cóctel, el de la España plural, que se prepara metiendo en el recipiente un toque progre, cuarto y mitad de feminismo radical y otro tanto de retórica ecologista. Añádanse unas rodajas de buenismo, un vaso de anticlericalismo (capaz de provocar el sarpullido en la siempre fina piel de los obispos, con el fin de que sus reacciones asusten y lleven a las urnas a la grey progresista). Finalmente unas esencias de memoria histórica para darle el aroma adecuado. Mézclese todo con cuchara larga, pero no debe agitarse, no vaya a ser que explote» (De la novela de Joaquín Leguina La luz crepuscular. página 517).

Leído el libro, lo primero que le viene a uno a la cabeza es recordar que la derecha política y, sobre todo, la derecha intelectual, llevan mezclando los ingredientes del proyecto de Zapatero desde el primer momento; mezclando y deformando muchos de sus contenidos. Por ello creo que mucho más importante que la persona que encabece la próxima candidatura -siendo como es algo importante- es demostrar que somos capaces de responder a las críticas de la derecha, a esas críticas con las que sintonizan bastantes socialistas como Leguina.

Por cuestiones de espacio me centraré únicamente en el asunto de la España plural. Lo que a mí no me deja de sorprender es la diferencia, cada vez mayor, entre el lenguaje habitual en las ciencias sociales y la virulencia del combate político y mediático. Afirmar que el concepto de nación es discutido y discutible (como hizo un día el presidente del Gobierno en el Senado) es lo que hacemos habitualmente los profesores de Filosofía Política. Y lo hacemos porque distinguimos entre el nacionalismo de Estado, las naciones sin Estado, los Estados plurinacionales y las naciones complejas culturalmente.

Si de la descripción pasamos a la propuesta somos muchos los que pensamos que apostar por una Nación de Naciones, empalmando con la mejor tradición del federalismo español, parece la mejor solución para evitar los dos peligros que siempre han acechado a la historia de España: el peligro de considerar que el Estado español está compuesto por una única nación y el peligro de sostener que a cada nación cultural debe corresponder un Estado propio.

Aceptar este modelo de nación compleja es lo que nos permite secundar las tesis del socialismo catalán. El socialismo catalán no está formado por un conjunto de charnegos indeseables y traidores (como se ha llegado a decir por distintos socialistas en más de una ocasión) sino que ha prestado y está prestando una gran contribución a Cataluña y a España. Es la izquierda catalana la que ha permitido que sean muchas las personas que puedan compatibilizar su identidad española y catalana sin tener que elegir entre el nacionalismo de Estado y el nacionalismo independentista. Pero lo que reflejan las palabras de Leguina es que esta tarea -no sólo no ha sido asumida por muchos socialistas- sino que les provoca un gran rechazo, como si removiera todas sus vísceras.

Hemos abierto determinados frentes y tenemos que ser capaces de clarificarlos. Por ello tiene tanta importancia aprovechar el tiempo que queda en esta legislatura para defender con credibilidad un proyecto federal, laico, que recoja lo mejor de la memoria republicana y sepa dar respuesta a las nuevas formas de exclusión social.

En la citada novela de Leguina, un sobrino del protagonista, profesor de secundaria y parece que, según lo describe el autor espabilado y de izquierdas, «[…] no traga a Zapatero ni a sus políticas a las que tacha de ocurrencias». «Como buen cántabro, el muchacho detesta el nacionalismo vasco, y por extensión, el catalán (página 528)».

Y es aquí donde está el problema. Somos muchos los que detestamos el nacionalismo etnicista de Sabino Arana, los que pensamos que era imprescindible el paso del Partido Nacionalista Vasco a la oposición y deseamos la mayor fortuna al Partido Socialista de Euskadi.

Sin embargo, y por ello mismo, no extendemos irresponsablemente esa crítica al nacionalismo republicano de Companys, ni al nacionalismo católico de Pujol, ni al federalismo de Maragall, ni al esfuerzo del PSC por compaginar las identidades catalana y española. Cuando Manuela de Madre defendió admirablemente esta posición en su discurso ante el parlamento español pensé que habíamos dado un gran paso adelante.

Pasado el tiempo, la pregunta es si los que así pensamos somos una minoría extraña dentro del paisaje español. En un reciente viaje a Barcelona tuve esa sensación. Cuando hablaba con unos y con otros siempre me hacían la misma pregunta: ¿dónde están los federalistas españoles?

Allí también pude percibir la desazón que produce el pensar que algunos hacen todo lo posible para que sólo quepa elegir entre dos nacionalismos: entre el nacionalismo esencialista español y el nacionalismo independentista. Parece como si quisieran que quedara definitivamente claro que la España federal es más utópica que la Cataluña independiente.

No sé si es más utópica, pero lo que si tengo claro es que es más deseable porque nos evitaría muchos de los problemas que crean actualmente los nacionalismos y nos permitiría acceder a identidades muchos más complejas.

Los próximos meses tenemos que ser capaces de perfilar un relato que dé cuenta de esa complejidad. Sólo así lograremos trascender las posiciones del sobrino de Leguina y de los que piensan que a cada nación cultural debe corresponder un Estado propio, como defendía recientemente en este periódico el presidente del Barça.

Las «ocurrencias» del presidente Zapatero siempre serán preferibles a la visceralidad del sobrino de Leguina y a los sueños de Laporta.

Antonio García Santesmases, catedrático de Filosofía Política de la UNED.