Por Antonio García Santesmases, profesor de Filosofía Política de la UNED y miembro de la corriente Izquierda Socialista (EL MUNDO, 16/01/04):
Nos acercamos a unas elecciones generales y comienzan a aflorar los programas y las propuestas de los distintos partidos. En pocas ocasiones ha habido tantas cosas que discutir pero desgraciadamente es previsible que el debate se polarice en una sola dirección.El Partido Popular lleva demostrando, desde hace mucho tiempo, una gran habilidad para reducir la complejidad de los problemas a fórmulas que por su sencillez, por su claridad y por su unilateralidad son fácilmente comprensibles y encuentran un gran apoyo en sectores mayoritarios del electorado. La habilidad de los expertos en marketing electoral de nada sirve si no se parte de hechos que permitan iluminar las proclamas, confirmar las hipótesis y justificar los denuestos.
Desde que José María Aznar llegó a la Presidencia del Partido Popular supo encabezar un proyecto que plantó cara al Partido Socialista sin ningún tipo de complejos. Para Aznar y su equipo, los reformistas de UCD estaban acomplejados frente a la izquierda.Una parte sustancial de los cuadros de aquel partido venían del franquismo y no se atrevían a competir abiertamente con la izquierda.Era la izquierda la que tenía la hegemonía moral frente a una derecha que cargaba con los soportes de la dictadura. Aznar comprendió que aquella superioridad moral no era eterna y que, enfatizando los problemas de la corrupción, podía aparecer como el regenerador de la democracia. Todos los responsables de escándalos desde Filesa hasta el GAL pasando por Roldán y Rubio le dieron la gran ocasión para asociar socialismo con corrupción. Los hechos estaban ahí, el mensaje era claro y la contundencia del equipo de Aznar permitió la victoria electoral. Una victoria ciertamente amarga, por escasa ventaja, pero que le hizo aprender que no había adversario imbatible ni Gobierno que durase 25 años.
De aquella victoria electoral aprendió Aznar la conveniencia de simplificar los mensajes y la necesidad de contar con fuertes aparatos mediáticos con los que dar la batalla de cara a la opinión pública. Debemos decir que, tras ocho años de Gobierno, el Partido Popular estaba a punto de asegurar esa hegemonía social pero para ello necesitaba que fuera posible polarizar en una única dirección la atención de la sociedad. Los hechos parecían darle la razón: buenos resultados en las elecciones municipales y autonómicas; estropicio del PSOE en la Comunidad de Madrid; olvido en parte de la opinión pública de la contestación de los sindicatos, del desastre del Prestige y de los efectos de la Guerra de Irak...Todo iba bien, pero se necesitaba que una pieza importante no desentonara del resto. Me refiero, claro está, a la composición del Gobierno de Cataluña. Al Partido Popular le beneficiaba un resultado, no le perjudicaba otro y le creaba grandes problemas un tercero.
Al Partido Popular le beneficiaba un triunfo de CiU que necesitara del apoyo del Partido Popular. El Partido Popular apoyaría a CiU en Barcelona y los nacionalistas catalanes apoyarían al Partido Popular en Madrid. Rajoy podía jugar un papel más moderado que Aznar y Piqué jugaba un papel de engarce con los sectores empresariales.Se trataba de despejar el escenario y reducir la polarización al tema vasco. Se conllevaba el problema catalán -por seguir con la ya clásica fórmula orteguiana- y se enfatizaba que la elección era entre Aznar o Ibarretxe.
Ese era el mejor resultado para el Partido Popular. Una coalición nacionalista no era tampoco un mal escenario. Creaba serios problemas de cara a las alianzas en Madrid -dadas las exigencias de ERC a CiU-, pero permitía visualizar con claridad el doble frente nacionalista contra el proyecto del Partido Popular. La noche del 16 de noviembre, cuando Carod-Rovira mencionaba a Ibarretxe y apostaba por una Cataluña libre e independiente todo parecía confirmar los peores augurios: estábamos abocados a una campaña electoral polarizada en torno a la identidad nacional, donde la propuesta del PSOE favorable a una España federal no parecía encontrar asidero terrenal y quedaba ubicada en el cielo de las abstracciones, de esas abstracciones que nunca llegan a hacerse realidad.
Y, sin embargo, las cosas no han ido por ese camino y es ahí donde se han complicado las cosas para el Partido Popular. Para polarizar es imprescindible que el adversario sea claro y visible y los hechos indiscutibles. El Gobierno tripartito en Cataluña rompe la polarización y abre a la izquierda la posibilidad de participar en las próximas elecciones con un proyecto propio.
Esta posibilidad no es, sin embargo, indiscutible. Es una posibilidad que exige explicar de entrada por qué uno puede, y a mi juicio debe estar, en contra del plan Ibarretxe y puede a la vez aplaudir el esfuerzo de Maragall. Y ello por una razón bien sencilla.El plan del PNV divide a la sociedad vasca en dos mitades al conformar una rígida separación entre nacionalistas y no nacionalistas.
Cualquier demócrata sabe que la ciudadanía está antes que la etnia y que construir una nación a partir de la opresión de la mitad de la sociedad es un chantaje inaceptable. Por eso somos muchos los que hemos apoyado el último manifiesto de ¡Basta ya!, aunque nuestra firma haya ido unida a representantes muy cualificados del Partido Popular.
La defensa de la ciudadanía y de la libertad es prioritaria para cualquier demócrata. Mientras haya violencia e intimidación, cualquier discusión que implique una reforma constitucional es un chantaje intolerable. Hasta aquí es comprensible y deseable la unión entre partidos en cuyas filas están las víctimas del terrorismo.
Lo que no es comprensible ni deseable, lo que no es tolerable, es que el Partido Popular pretenda extrapolar la situación del País Vasco a Cataluña. Lo que no es de recibo es que no se valore la importancia que tiene que se haya realizado una conjunción entre socialistas y nacionalistas para evitar la fractura de Cataluña en dos comunidades. La transversalidad que se ha logrado es ejemplar y muchas cosas cambiarían en España si se transmitiera a la opinión pública que es posible construir una nación sin recurrir a lo étnico y sin machacar a los que no piensan como los nacionalistas.
Ese es el reto. Un reto muy diferente al de 1982. Ahora no se trata de consolidar la democracia, de subordinar el poder militar al poder civil y de integrarnos en Europa. Ahora se trata de otra cosa. Ahora se trata de mostrar, con hechos, que en el País Vasco se lucha por la ciudadanía y en Cataluña por preservar una identidad nacional que respeta el pluralismo. A todo esto lo podemos llamar de distintas maneras, pero lo esencial es construir un relato donde la opinión pública vea la coherencia de marchar por las calles de San Sebastián y de ser aclamado en la plaza de San Jaume.
No será fácil. Para polarizar es imprescindible reducir la complejidad y tergiversar al otro. Por ello hay que presentar un Zapatero vacilante, dubitativo, incoherente, que va dando bandazos, que no tiene rumbo y que ha caído preso de la estrategia de Maragall.Hay que presentarlo como un auténtico peligro para nuestro país.Esta va a ser la cantinela hasta el 14 de marzo. Muy pocos reconocerán en la derecha -aunque más de uno lo piense- que si sale bien lo de Cataluña a lo mejor ayudamos entre todos a reconducir el problema vasco. Es preferible la sal gorda, las descalificaciones absurdas, las afirmaciones contundentes de que Zapatero es un problema para España.
Y, sin embargo, en España el problema son los separatistas pero también lo son los separadores y si el PNV tiene mucho de lo primero, el Partido Popular ha demostrado sobradamente que tiene mucho de lo segundo.
El Partido Socialista tiene una gran oportunidad de explicar que España es una nación de naciones como defendía Anselmo Carretero, que hay una España plural y federal como la que defendía el malogrado Ernest Lluch o como aquella por la que luchó Joan Reventós.
Me llega la noticia de su muerte cuando estaba escribiendo este artículo y como modesto homenaje al hombre que supo aunar el socialismo catalán quisiera recordar, para terminar, unas palabras suyas acerca de la lealtad constitucional. Decía Reventos: «Para que el laberinto, el enigma, la invertebración de España deje de ser problema, es preciso que las fuerzas centrípetas y centrífugas que laten en el seno de nuestros pueblos dejen de interrumpir el tejido de Penélope y permitan consolidar el Estado, superando los síndromes de desconfianza que aún subsisten» (Joan Reventos, Renovación socialista, pág. 222).
Reventós escribía estas palabras en 1993 en un libro que subtitulaba Cada nueva época requiere nuevas respuestas. Hoy, 10 años después, los síndromes de desconfianza han aumentado y las fuerzas centrípetas y centrífugas amenazan al Estado autonómico, pero en este clima hay una buena noticia: los que defienden, desde la lealtad constitucional, un modelo federal como aquel por el que luchó Reventos han formado Gobierno en Cataluña y marcan un camino que nos permite mantener la esperanza. Zapatero no es el problema. Zapatero con Maragall es el camino para solucionar el problema que tanto preocupaba a Reventos y que sigue hoy, aumentando, preocupándonos a todos nosotros.