Zapatero petrificado (por ahora)

España atraviesa un momento doblemente excepcional. Es excepcional la velocidad a la que se están deteriorando las variables económicas. Y todavía lo es más el letargo, la asombrosa parálisis, del presidente del Gobierno. Una muestra: hubo de cumplirse el ocho de julio, digo bien, el ocho, para que Zapatero accediera a pronunciar en público, y ello con desprendimiento travieso, como quien afirma algo que en el fondo no se toma en serio, la palabra «crisis». Hasta entonces, como es bien sabido, había estado prohibido en círculos oficiales enunciar el concepto nefando. Como es igualmente sabido, el presidente había calificado de antipatriotas a los que se apoyaban en datos firmes para no compartir su optimismo irracional. Pudo pensarse, en un primer momento, que aquél era impostado. Se vivían vísperas electorales, y tal vez conviniera no levantar acta de una realidad poco propicia a la atracción del voto. Pero la nesciencia del presidente ha durado mucho más de lo previsto. Cuatro días antes de que medio en broma, medio de veras, consintiese en caerse del tejo, o sea, el cuatro de julio, durante las celebraciones congresuales del PSOE -llamarlas «debates» equivaldría a confundir un madrigal a la Virgen con un canto homérico- negó otra vez la crisis e insistió en que el optimismo constituye «una forma de decencia». Los observadores cruzan apuestas sobre lo que dirá cuando entremos en recesión, que es un concepto técnico y por lo tanto exacto: se está en recesión cuando se crece negativamente a lo largo de dos trimestres consecutivos. Por el instante, Zapatero ha preferido remitirse al imponderable futuro. Al mismo tiempo que Miguel Sebastián admitía, el diez de julio, que quizá los números estén a punto de teñirse de rojo, el presidente, interpelado en Atenas, respondió que no consideraba oportuno afirmar nada hasta que el INE hubiese corroborado las cifras en que se inspiraba el pronóstico sombrío del ministro de Industria y de algún que otro servicio de estudios.

La contumacia del presidente no es sólo verbal. El dos de este mes, en el Congreso, dio señales claras de que dice lo que piensa, o, al menos, de que todavía no se ha puesto a pensar con arreglo a lo que exigen las circunstancias. En efecto, apeló al programa electoral para defender la misma política que había ejecutado cuando crecíamos a cerca del 4 por ciento y la economía disfrutaba de superávits históricos. El hecho fue pasmoso, y no lo bastante señalado por los medios. Desafía al sentido común persistir en una política que ha dejado de ser posible, como excede de todo principio de prudencia enfilar una curva peligrosa a la velocidad a que se circulaba cuando la carretera era recta. El habitador de La Moncloa volvió a emitir una señal extraña durante su comparecencia en Antena 3. Su mensaje, depurado de ringorrangos y aspavientos, consistió en comunicarles a los futuros parados que no tienen por qué preocuparse, porque es un socialista el que se encuentra al mando del Estado y no dejarán de recibir el subsidio por desempleo. Confieso que el desparpajo del presidente me produjo estupefacción, aunque quizá no tanta como la mansedumbre con que la noticia fue recibida por los españoles. Pero no quiero cambiar de asunto. La pregunta, la gran pregunta, es qué le ocurre a Zapatero. Por qué se ha convertido en una estatua de sal, o si se prefiere, en un don Tancredo petrificado.

Las explicaciones posibles son infinitas, algunas muy complicadas. Yo prefiero, sin embargo, las simples, máxime cuando, además de simples, resultan ser verosímiles. Lo que por las trazas le sucede al presidente... es que no se siente capaz de hacer una política distinta de la que desarrolló a lo largo de su primera legislatura. Esa política consistió, en medida notable, en hacer apuestas o incurrir en dejaciones cuyas consecuencias, al no ser inmediatas, no pasaban factura política en un país poco entregado al cálculo. El ejemplo más sobresaliente de un dislate que se tolera en la medida en que sólo surte efectos en diferido, nos viene dado por el Estatuto catalán. Dos años y pico después de que se aprobara en el Congreso, con compromisos inversores incluidos, otras muchas comunidades autónomas, entre ellas varias socialistas, y finalmente Madrid, se han llamado a engaño y están pidiendo un trato fiscal que no las coloque en posición de desventaja. A nadie se le oculta que la próxima financiación autonómica no será apta para cardiacos, y que sólo se saldrá del brete gracias a un milagro o dándole a la palanca de la deuda pública.

Tampoco hay indicios de que Zapatero vaya a aplicarse más en lo que toca al agua o la energía, a tenor de la entrevista que concedió a «El País» el 29 de junio. El presidente reincidió en la solución talismán de las desaladoras, que ningún experto se toma ya en serio, y volvió a exclamar «¡Vade retro!», o a salirse por la tangente, cuando se habló de las nucleares. Más notable que la mera negación, fue el carácter inercial de las respuestas. Parecía que no hubiese pasado el tiempo, como parece no haberlo hecho en materia económica. Pero el tiempo pasa, indefectiblemente. Y lo mismo, más tarde, no es lo mismo. Es peor.

¿Por dónde romperá el presidente, si por ventura consigue sacudirse el dontancredismo de encima? Las escasas iniciativas que de momento ha apuntado oscilan entre el mero denuedo gestual, y el disparate en ciernes. Tomemos la ley de plazos para el aborto. Se trata, sí, de una medida seria. Pero no se podrá sacar adelante sin los apoyos parlamentarios precisos, y no está claro con quién puede o quiere contar el hombre que encarna el socialismo con una desviación del 2 por ciento. Ni está claro el anclaje de la ley en la Constitución. De resultas, se ha verificado una sabrosa contradicción entre las promesas hechas a la militancia en el último congreso, y las cautelas de última hora. La Kulturkampf esbozada ante los afines se ha quedado por el instante en eso, en un esbozo. También ha esbozado Zapatero una batalla campal contra el hambre. A su regreso de Marruecos, propuso alzar la voz -«gritar, si es necesario»- para que los poderosos del mundo remedien esa infamia. El llamamiento tuvo lugar en el congreso andaluz. Los asistentes saludaron la buena intención con unanimidad histórica. No creo que nadie vaya a discrepar tampoco en las Naciones Unidas. Pero el entusiasmo exige precisiones, para que sea algo más que entusiasmo. Y sobre las precisiones seguimos a oscuras. Sospecho que consignarlas en una agenda no figura entre las prioridades del ministro de Asuntos Exteriores.

Descendamos, desde las nubes de la retórica, al plano menos vagaroso de los disparates en ciernes. Dos o tres días después de que Zapatero se aprestara a fulminar el hambre en el mundo, Solbes anunció que el Gobierno estudiaba reducir los márgenes comerciales para combatir la inflación. Un economista, ilustre y muy corrido, me ha dicho que la declaración ha operado en él como la magdalena empapada en té sobre Proust. Recordó los tiempos, allá por los sesenta tardíos, en que se tiraba las horas muertas tratando de explicar a la Junta Superior de Precios que la carestía no se cura oprimiendo con el peso del BOE los chichones que le salen al IPC. Solbes es un profesional, y no es concebible que haya incurrido en este salto atávico hacia el ordenancismo franquista sin el estímulo, más valdría decir, sin el acometimiento, de su desconcertado jefe. Éste permanece aún surto sobre su pedestal. Pero yo no excluyo que esté acercándose el momento de los volatines y las pavorosas acrobacias.

Álvaro Delgado-Gal

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