Zapatero y el diablo en la pared

Aunque haya sido para anunciar por quinta o sexta vez la supresión del impuesto sobre el Patrimonio y suministrar unas triviales «aspirinas» a una economía aquejada de una infección masiva y galopante, al menos Zapatero ha dado la cara en agosto. Sus ministros, secretarios de Estado y subsecretarios, le han encontrado esta semana en plena forma y con hambre de balón, pero un amigo mío que estuvo con él pocos días antes vio a Zapatero muy cansado y con ojeras macroeconómicas. El resumen que me hizo de algunos pasajes de su conversación constituye el testimonio más actualizado de lo que el presidente piensa de verdad en relación a esta crisis que se ha abatido sobre las familias y empresas españolas, y del ánimo con que la afronta.

«Me hace gracia que seáis los que os definís como liberales los que ahora más pedís que el Gobierno intervenga», le comentó el presidente. «Como ves, yo he decidido adoptar una actitud de serenidad y cierta distancia respecto a los detalles. Quiero transmitir un mensaje de tranquilidad, de que no reaccionamos alocadamente. Que la gente vea que mi respuesta no es la de una persona fría o impasible, o mucho menos irresponsable, como demagógicamente se dice a veces, sino la de una persona... no sabría cómo decirlo...».

«¿Flemática?».

«Sí, tal vez ésa sea la palabra».

Zapatero piensa que la situación es grave, pero no dramática. Que los españoles la encaran después de unos años en los que la renta per cápita ha superado a la de Italia, acercándose a la de Francia. Que además seguimos creciendo algo, cosa que ya no hace Alemania. Sostiene que se trata de una crisis importada, fruto de la falta de control de las hipotecas basura en los Estados Unidos y de la evolución especulativa del precio del petróleo. Está convencido de que la gran capacidad de reacción de la economía norteamericana le permitirá recuperarse pronto y de que «España superará la crisis en 2010».

Entre tanto el presidente descarta acudir en ayuda del sector inmobiliario o inyectar liquidez en el sistema financiero a través del ICO -más allá de estos testimoniales 20.000 millones para Vivienda de Protección Oficial y pymes-, al modo en que amagó hacerlo el Banco de Inglaterra, pues ello rebajaría nuestra solvencia internacional «y además no serviría para nada». Zapatero piensa que los barones del ladrillo deben pagar por sus errores al asumir riesgos sin tasa ni prudencia. Confía, en cambio, en la solidez de nuestra banca, fruto del «espléndido trabajo del Banco de España», que ha impedido la heterodoxia de las subprime con sus inquietantes vehículos de inversión encaminados a situar activos dudosos fuera del balance y ha obligado a realizar importantes provisiones genéricas que hoy sirven de providencial colchón ante el aumento de la morosidad.

Obviamente The Wall Street Journal -cuyo director, Robert Thompson, acaba de tener la oportunidad de comprobar in situ la realidad en tres comunidades españolas- aún no había dado la voz de alarma sobre la situación de las Cajas de Ahorros, estrechamente abrazadas a la burbuja inmobiliaria, pero el propio Zapatero ya reconocía hace un par de semanas que alguna podría tener problemas, «y en ese caso lo lógico sería recurrir a las fusiones».

Zapatero comprende que la escalada de la inflación está suponiendo un empobrecimiento real de las familias, que ven cómo sube la cesta de la compra, cómo se encarecen las hipotecas mientras baja el valor de las viviendas, y cómo cada día cuesta más llenar el depósito de la gasolina. Recuerda con nostalgia que cuando él llegó al Gobierno el barril de crudo estaba a 30 dólares, y ahora ha llegado a bordear los 150. Cruza los dedos para que la tendencia bajista de las últimas semanas se confirme, porque cree que la economía española puede absorber un precio de hasta 100 ó 105 dólares, y es a partir de ese techo donde empiezan los problemas y el IPC se desboca.

Al presidente le obsesiona reducir nuestra dependencia energética y considera que su apuesta por las energías renovables -sobre todo solar y eólica- va a ser un modelo a imitar en todo el mundo. Incluso justifica su resistencia a reabrir el debate sobre las centrales nucleares -después de decir que son «carísimas» y que, además, ningún coche utiliza esa energía-, alegando que eso distraería la atención de la opinión pública y de los sectores industriales ahora implicados en impulsar las renovables.

Vincula, pues, la suficiencia energética al conservacionismo ambiental, y es un entusiasta defensor de los planes de ahorro de su ministro y amigo Miguel Sebastián. Frente a quienes objetamos que en una sociedad abierta no se pueden variar los hábitos individuales de millones de ciudadanos más que en situaciones verdaderamente límite y de forma coyuntural, él exhibe con orgullo la reducción de la siniestralidad en las carreteras, que no sólo está suponiendo salvar muchas vidas, sino también importantes ahorros en sanidad o seguros. «Mi visión es kennediana, en el sentido de pedirle a la gente que se dé cuenta de lo mucho que puede hacer por su país».

Z apatero relativiza la trascendencia de lo que está pasando en el sector de la construcción, subrayando que su aportación al empleo sólo es la octava parte que la de los servicios. Ahora ve muy claro que era imposible continuar construyendo 750.000 casas al año, pero habría que reprocharle que no lo dijera a tiempo de contribuir a evitar la irresponsable huida hacia delante de los ayuntamientos recalificando alocadamente suelo, las promotoras y constructoras comprándolo y urbanizándolo -corrupción incluida- a costa de lo que fuera, las empresas de tasación valorándolo por las nubes, los bancos y cajas financiándolo alegremente para ganar cuota de mercado y sobre todo las familias cayendo en la trampa de endeudarse de por vida y en el espejismo de que la vivienda no se devaluaría nunca.

El presidente cree, en suma, que «España vive una crisis de crecimiento», que después de unos años de auge económico fortísimo «ahora estamos en un valle», pero que nuestras grandes cifras indican que saldremos «pronto y bien» de esta etapa tan negativa. Concretamente invoca que en la España de 2008 hay más de 20 millones de personas trabajando, ocho millones de pensionistas con unas prestaciones revalorizadas y cerca de dos millones de parados que en el sector de la construcción reciben una media de 1.200 euros por desempleo. Estos «treinta millones de personas con un sueldo» y el saneamiento del sector público -tras una legislatura de equilibrio presupuestario o superávit, el Reino de España como tal tiene un nivel de deuda muy inferior al de otros países desarrollados- son los pilares en los que se asienta la convicción de Zapatero de que en ningún caso viviremos situaciones como las de mediados de los 90.

El ve, en definitiva, una crisis en forma de U, y nos sitúa ya cerca de la mitad de la tripa de la letra. ¿Pero qué pasará si resulta que nuestra trayectoria tiene forma de L y además la base, ese fondo del pozo en el que aún no hemos terminado de caer, se prolonga durante toda una década de recesión o crecimiento raquítico al modo de lo que han vivido Japón o Portugal? Según mi amigo, el presidente no tiene respuestas para esta pregunta porque descarta tal escenario.

Utilizando una expresión muy centroeuropea, el periódico más importante de Stuttgart resumía el pasado lunes esa actitud diciendo que «Zapatero y Solbes no han querido ver el diablo pintado en la pared». O sea, que los síntomas de que la situación española no es grave sino gravísima están ahí y nuestras máximas autoridades se empeñan en ignorarlos. Y puesto que no reconocen los grandes -enormes- males que nos acechan, tampoco porfían en procurar los grandes -excepcionales- remedios que permitirían curarlos.

Nuestros dos principales problemas son el altísimo endeudamiento de familias y empresas vinculado a activos inmobiliarios en caída libre y el altísimo endeudamiento exterior en que han incurrido nuestros bancos y cajas para financiarlo. En España hay ahora cerca de un 1.200.000 viviendas en el mercado, y su caída de precio -será muy difícil venderlas por encima del 75% de su valor actual- devalúa también el suelo acumulado por las promotoras y desincentiva las operaciones de rescate de los bancos, a menos que tengan músculo suficiente como para aparcar esos activos durante un mínimo de tres o cuatro años en los que se vaya digiriendo el exceso de oferta.

El drama es que, a falta de ahorro nacional, la mayor parte de esa aparentemente interminable oferta monetaria de crédito barato ha procedido del extranjero. Nuestras entidades financieras deben en la actualidad más de medio billón de euros -se dice pronto, pero es la mitad del PIB- a sus colegas de todo el mundo. La súbita contracción del crédito y el bloqueo del mercado interbancario en un sistema envenenado por la desconfianza les han colocado, pues, entre la espada de unos acreedores nada propicios a ayudarles a seguir empujando el balón hacia delante y la pared de unos deudores asfixiados por su imprevisión o su codicia.

Es evidente que las suspensiones de pagos de los promotores inmobiliarios y la morosidad de empresas y particulares se van a disparar en los próximos meses. Muy pronto habrá que acuñar el concepto de hipotecas basura a la española: aquellas concedidas a personas que podían pagarlas porque su sueldo les permitía afrontar un tipo de interés bajo mientras el inmueble se revalorizaba, pero ya no van a cumplir sus compromisos porque no pueden o no quieren pagar más por algo que vale menos cuando han perdido su puesto de trabajo o corren el riesgo de hacerlo. Tratándose en muchos casos de hipotecas a 30 años, los prestamistas habrán recuperado una parte mínima del principal y tendrán que quedarse con inmuebles devaluados y de muy difícil venta a corto plazo. Primero quemarán sus provisiones y después empezarán a consumir su propio capital.

En el documentado y sólido análisis de estas variables que viene divulgando a través de Libertad Digital, Alberto Recarte advierte que la actual crisis de liquidez de los bancos y cajas será pronto «una crisis de solvencia», toda vez que las entidades de menor proyección internacional y tamaño tendrán que arrastrar pérdidas durante unos cuantos años. Su pronóstico es que eso «afectará a la economía real de forma indiscriminada» y llegaremos no a los tres sino a los «cuatro millones de parados». Volveríamos pues, mal que le pese a Zapatero, a la pesadilla felipista del 20% de desempleo con el agravante de que el colectivo más castigado serían esta vez los cinco millones de inmigrantes poco menos que recién llegados, cuya falta de arraigo les impediría contar con los tradicionales amortiguadores del entorno familiar o el repliegue en el ámbito rural.

Hace 10 años, cuando todas las campanas se lanzaban al vuelo de la moneda única, yo planteé la que entonces era «la pregunta de los 910.994 euros», pues un millón de dólares seguía siendo un millón de dólares: «¿Contribuirá la implantación del euro a que los países europeos introduzcan los cambios estructurales que les hagan ser más competitivos frente a Estados Unidos, Japón o los otros dragones asiáticos?». A mi modo de ver sólo una contundente respuesta afirmativa hubiera servido para paliar los obvios inconvenientes que implicaba la cesión de la política monetaria a una autoridad supranacional -el Banco Central Europeo- cuando llegara la hora de hacer frente a los llamados «shocks asimétricos», es decir, a esas situaciones en las que un país entra en recesión por su cuenta, crece mucho menos que los demás o tiene mucho más paro o inflación.

Aferrándose a los últimos datos de Eurostat que avalan sus tesis, Zapatero niega, por supuesto, que esa «asimetría» vaya a producirse en perjuicio de España durante los próximos meses y años. Lo veremos pronto porque el resto de Europa tampoco crece, pero ningún país padece el endeudamiento exterior y el crack inmobiliario con la intensidad del nuestro. En cualquier caso es indiscutible que todo sería más sencillo si ahora pudiéramos devaluar la peseta, reconociendo el empobrecimiento real que acabamos de sufrir, en vez de tener que hacer todo el ajuste a través de la pérdida de empleo. Y, sobre todo, es obvio que ya ha habido una «asimetría» respecto al resto de la zona euro, la del desaforado crecimiento de la oferta crediticia, a la que un regulador monetario nacional hubiera sin duda puesto coto a tiempo.

Conste que no reivindico ahora un euroescepticismo retrospectivo, sino que más bien lamento la interrupción del proceso de construcción política de Europa que vuelve impotentes tanto a una UE que sólo controla el valor de la moneda como a unos estados miembros a los que les falta esta decisiva palanca que tanto condiciona el manejo de los demás resortes. Ojalá toda la «caja de cambios» estuviera en Bruselas tras la constitución democrática -por quimeras que no quede- de los Estados Unidos de Europa.

Durante las dos legislaturas de Aznar, España hizo bien sus deberes introduciendo reformas estructurales en sintonía con la llamada «agenda de Lisboa» que liberalizaron la economía y aumentaron la productividad. Pero Zapatero estuvo luego demasiado ocupado negociando con ETA y promoviendo «el Estatuto que venga de Cataluña» como para profundizar en la jugada -aunque, justo es decirlo, tampoco desanduvo el camino- y ahora se siente desbordado por los acontecimientos, cuando le ha tocado vivir el primer gran cortocircuito sin el fusible de la peseta.

Para colmo su margen de actuación no sólo ha quedado recortado por arriba como consecuencia del desarrollo del Tratado de Maastricht, sino que también está menguando por abajo como fruto de sus garrafales errores en la relación con los nacionalistas. Que con la que está cayendo Montilla encabece en estos momentos una fronda estatutaria, con amenaza de bloqueo presupuestario incorporada, ratifica su enanismo político, pues es obvio que Cataluña se juega mucho más en la marcha general de la economía española que en la impracticable negociación bilateral de su financiación.

Cuando Zapatero tuvo que aguantar que Montilla le dijera a la cara que le quería mucho pero que aún quería más a Cataluña, estuvo a punto de responderle lo que el otro día le comentó a mi amigo: «Lo importante es saber cuánto le quieren los catalanes a él». El presidente tiene una confianza ciega en su propia capacidad de conectar con la sensatez de la mayoría de los catalanes, pero al cabo de tanto irredentismo, tanto agravio comparativo y tanto cuento chino, esa sociedad tiene ya los empresarios, los medios de comunicación y la clase política que se merece. Y escuchen, si no, algún día, la logorrea de la atolondrada Alicia Sánchez-Camacho.

¿Qué hacer? The New York Times se preguntaba el jueves si la economía española será capaz de sustituir en el próximo año y medio el colapsado boom inmobiliario por la ortodoxia de la producción de bienes y servicios que por su relación precio-calidad puedan venderse en el resto del mundo en cantidad suficiente para equilibrar nuestra balanza exterior; y la respuesta era demoledora: «Probablemente, no».

Sólo un miembro del Gobierno, Miguel Sebastián, se ha desmarcado del conformismo y mediocridad imperantes en el entorno político de Zapatero para proponer unos nuevos pactos de la Moncloa como instrumento para estimular ese imprescindible cambio de planteamiento, mediante políticas de austeridad, ahorro y mejora de la competitividad que comprometan tanto a los agentes sociales como al conjunto de las administraciones públicas. Comparto al cien por cien tanto su diagnóstico como su terapia y voy más allá, desde el convencimiento de que no habrá una ventana de oportunidad como ésta -sin elecciones ni procesos congresuales en el horizonte y el 300 aniversario de la Constitución como escenario-, para que PSOE y PP afronten también la reforma de la Carta Magna y pactos de Estado imprescindibles como los que servirían para mejorar la Educación o la Justicia.

Ese sería el único camino razonable: admitir de una vez ante la sociedad española que no estamos ante una simple «crisis de crecimiento» al modo de la enfermedad infantil diagnosticada por Botín, sino -el matiz es decisivo- ante una «crisis de modelo de crecimiento», para a continuación apelar a la responsabilidad de las principales fuerzas políticas y sociales y tratar de ponerle remedio entre todos. Sabemos cuales son las recetas: a corto plazo, insuflar el oxígeno de la liquidez en el sistema financiero sin obsesionarse con unos ratings que se deteriorarán en todo caso; a medio plazo, repartir equitativamente los sacrificios, vigilando el grifo del gasto público, marcando de cerca a autonomías y ayuntamientos...; y a largo plazo, aprovechar las ventajas de un modelo mucho más eficiente. Expansión publicó el jueves un catálogo con una veintena de medidas a adoptar y Manolo Lagares, cocinero de los primeros Pactos de la Moncloa, detalló anteayer en EL MUNDO, la hoja de ruta que permitiría llegar a unos segundos.

Desgraciadamente no parece que las cosas vayan a ir por ahí porque el presidente considera que una vez restablecida la colaboración antiterrorista, «a Rajoy sólo le queda la economía para hacer oposición y es lógico que así sea». A mi modo de ver, ésta fue la frase más inquietante que salió de sus labios durante toda la conversación con su interlocutor.

Según mi amigo no lo dijo con pesar, ni siquiera con resignación, sino desde la satisfacción -o más bien la fantasía- de que su forma de afrontar la crisis demostrará la superioridad de las políticas socialdemócratas sobre las liberales y, al final, los ciudadanos se darán cuenta de quién fue capaz de mantener e incluso incrementar la protección social contra el viento de la inflación y la marea del estancamiento. Ese es Zapatero en estado puro. Si alguien empieza a preguntarse cómo es posible que quien alardea, no sin motivo, de ser el presidente más dialogante y deliberativo de la democracia española, lleve camino de convertirse en el que menos pactos o acuerdos de cierta envergadura haya alcanzado con sus adversarios, ahí tiene la respuesta. Si malo es que el presidente ignore las amenazadoras cabriolas del diablo en la pared, mucho peor es aún que le mantenga hospedado en los mullidos nidos de sectarismo ideológico todavía enquistados en su conciencia.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.