Zapatero y la Constitución como sectarismo

De cuanto ocurrió hace ahora un par de semanas en el Debate sobre el estado de la Nación, lo más relevante para el futuro de la legislatura es la interpretación que el presidente del Gobierno hizo de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán.

Lo que José Luis Rodríguez Zapatero vino a decir con ocasión de su réplica al portavoz de CiU, Duran i Lleida, fue que para su propia fortuna, y también para la de los nacionalistas, la sentencia le ha devuelto al Gobierno la misma mercancía que ya había vendido a los nacionalistas en forma de Estatuto para que se la vuelva a vender en forma de leyes autonómicas o nacionales -que a su vez el Partido Popular habrá de recurrir una a una, si es que quiere hacerlo-.

Sabíamos que Zapatero se había quedado sin dinero para comprar voluntades y sabíamos que ahora tendría que pagar en especie. Ahora sabemos que esa especie será el contenido del Estatut, pero en forma de leyes debidamente administradas, puesto que, a su juicio, lo que el Tribunal Constitucional ha rechazado es que se «petrifique» por vía estatutaria lo que el Gobierno y los nacionalistas desean, pero no ha rechazado que se lleve esa misma pretensión a la mera ley. Eso será lo que permitirá al Gobierno abrir una vía de negociación con los nacionalistas catalanes y también con los vascos.

El Alto Tribunal -se viene a decir- ha declarado que el modo correcto de inaplicar la Constitución es la ley y no el Estatuto, porque ese acto, para ser legítimo, debe ser reversible por una nueva mayoría parlamentaria ordinaria. Zapatero parece creer que la Carta Magna puede ser suspendida en la parte que quiera la mayoría y mientras dure su mandato, siempre que no se petrifique irreversiblemente esa suspensión y se permita reactivar la parte inaplicada cuando gane la minoría, si es que lo hace alguna vez. Y -como le dijo a Duran i Lleida en el mencionado Debate sobre el estado de la Nación, en el Congreso-, como es imposible que el Partido Popular gane las elecciones en Cataluña, el efecto real del nuevo procedimiento será en realidad el mismo que si se hubiera validado todo el Estatut.

Probablemente, el discurso socialista se centrará entonces en denunciar a bombo y platillo que el PP no acata la sentencia cuando se opone a las leyes y las recurre, y que pretende oponerse a la voluntad de los catalanes cuando ya está claro que ahora sí se expresa en el producto parlamentario debido (una ley catalana o nacional) y que ya no lo hace en un producto indebido (un Estatuto). Obviamente eso será, otra vez, una agresión contra Cataluña y no un intento casi heroico de preservar el valor político de la palabra dada por los catalanes con motivo de la aprobación de su Constitución, la española de 1978, que no podría ser española si no fuera la de todos.

Lo que conviene aclarar -y ése, entre otros, debe ser el trabajo del Partido Popular, que no va a poder mantener una actitud elusiva en esta cuestión ni debe hacerlo, porque con esta novedad interpretativa lo previsible es un acuerdo socialista con CiU en el Parlamento catalán y en el Parlamento nacional-, lo que conviene aclarar, insisto, es que la sentencia no sólo rechaza el continente (un Estatuto), también rechaza el contenido: la vulneración de los derechos individuales y del orden institucional mismo, que es indisponible para cualquier mayoría.

Ni siquiera de manera transitoria, como pretende Zapatero, que hace de este hecho, la transitoriedad y la no petrificación, la clave de todo este asunto, el obstáculo que hay que salvar, cuando en realidad el problema no es que se petrifique o no la vulneración de la Constitución, sino la vulneración en sí.

Conviene empezar a razonar con un poco de orden sobre todo esto ante la opinión pública y dejar claro que los derechos que están en vigor no son sólo los de quienes ganan las elecciones, sino los de todos; toda la Constitución está en vigor siempre para todos, no selectivamente según quién gane o pierda las elecciones.

Vencer en las urnas no equivale a ganar el poder constituyente, o una especie de poder destituyente contra los demás, sino ganar el poder constituido. Nada menos. Pero nada más.

Todo esto viene a confirmar que la crítica al Estatuto no debió centrarse en su día, ni debe centrarse ahora, en el ámbito de decisión (si sólo deciden los españoles catalanes o si decidimos todos), sino en el hecho de que ninguna mayoría puede decidir anular a una minoría que respeta el sistema, ni de manera transitoria; tampoco puede inaplicar una parte de la Constitución, aunque no le guste.

No sólo hay que rechazar el Estatuto como mayoría española sino también y principalmente como minoría catalana. Conceptos estos de mayoría y de minoría que sólo tienen sentido cuando se refieren a un orden institucional que fija el marco común de convivencia y las reglas del juego: con esa condición se acepta ser minoría, sin ella no. Fuera de ese contexto, esas expresiones carecen de sentido jurídico-político.

Esto debe darnos la oportunidad de explicar y de poner en valor la poderosa y, al mismo tiempo, sencilla teoría y práctica del Estado democrático liberal, que es contra lo que va a seguir atentando el Gobierno. Una vez más, Zapatero exhibe una minuciosa incapacidad para comprender el concepto de «Constitución de todos», la idea de consenso y de norma común. En su lugar comienza a alzarse la idea de una «Constitución de Constituciones», es decir, la Constitución no como consenso sino como yuxtaposición de «miniconstituciones» de partido, como una taracea de imposible cumplimiento pleno y simultáneo, sólo aplicable por trozos, por turnos y según territorios.

Es, en suma, el error de confundir el consenso con el sectarismo multidireccional, expresión del cual se pretende ahora que sea la Constitución de 1978. Es exactamente el mismo error que lleva a creer y a explicar en el BOE que los dos bandos de la Guerra Civil juntos son España entera, cuando sólo son España hecha pedazos.

Obviamente, entre el consenso constitucional como rechazo al sectarismo y el sectarismo por turnos según quién gana las elecciones hay una distancia moral que el Gobierno parece incapaz de medir. La Constitución no es la consagración del sectarismo multidireccional, sino la erradicación del sectarismo. No se respeta la Constitución cuando se respeta el derecho del Partido Popular a ser sectario cuando gane, sino cuando se rechaza siempre el sectarismo, también el que se dirige contra los populares.

En el fondo, y en el orden práctico, lo que el presidente Rodríguez Zapatero va a hacer con la ley y con la Constitución es lo mismo que ha hecho con el dinero: dejar a deber. Va a legislar dejando para más adelante el coste de su legislación, cuando el Partido Popular recurra y el Tribunal Constitucional se pronuncie. Para entonces, habrá hecho líquido el activo electoral de su nueva aventura y habrá generado un pasivo institucional pavoroso que él tampoco pagará.

Miguel Ángel Quintanilla Navarro, politólogo.