Zapatero y la destrucción del PSOE

La exitosa intervención de Alberto Ruiz-Gallardón en el Foro de ABC el pasado martes -y exitosa lo fue a juzgar por el seguimiento de los medios que abrieron con ella sus ediciones e informativos- resultó serlo mucho más que por lo que sus adversarios atacaron -su disponibilidad a compartir cartel electoral con Mariano Rajoy en las próximas generales- por su acertado análisis de los males que aquejan al socialismo de Rodríguez Zapatero. Sostuvo el alcalde electo de Madrid que el presidente del Gobierno «es un paréntesis en la historia de España y del socialismo» y añadió que si hasta el momento su sustitución en la Moncloa era «conveniente» resultaba ahora «necesaria», para rematar que «un pacto del PSOE con Nafarroa Bai sería el final de su definición como partido nacional que cree en la idea de España». El diagnóstico de Ruiz-Gallardón tiene una doble significación: es el más duro de los expresados desde el Partido Popular pese a que el alcalde de Madrid es tildado de contemporizador y lo formula el candidato popular que ha noqueado a Miguel Sebastián, la apuesta para la capital del propio presidente del Gobierno.

El resumen de esta descripción bien cuajada por Ruiz-Gallardón podría consistir en que con Rodríguez Zapatero el PSOE está corriendo el riesgo de autodestruirse. Que tal cosa pueda suceder es dramática para la izquierda y para los socialistas solventes, pero es una tragedia colectiva en la medida en que la dilución del socialismo castiga las espaldas de España con políticas erráticas que, antes o después, pasarán factura al conjunto de la sociedad española. Las elecciones municipales y autonómicas del pasado domingo, ganadas por el PP tanto efectiva como virtualmente, es decir, por el número de votos, pero, sobre todo, por la percepción general de victoria popular y de correlativo fracaso socialista, remiten a un escenario muy complejo para la política española en el que sobresale con perfiles amenazadores la cuestión navarra en la que el PSOE dispone de la última oportunidad para mantener íntegros sus rasgos de identidad.

Los ha venido perdiendo bajo el mandato de Rodríguez Zapatero de manera acelerada. El PSOE del presidente del Gobierno no es la izquierda que apuesta por la igualdad de los ciudadanos y la solidaridad de los territorios; tampoco la que hace cumplir la ley de manera similar a unos y a otros; la que juega con inteligencia las bazas de su alineamiento en el exterior; la que garantiza la fortaleza del Estado. Se trata, por el contrario, de una izquierda banal y alternativa, que improvisa y que -especialmente- ha perdido el potente sentido de militancia incrustando entre sus dirigentes a advenedizos, amigos y recomendados, a inexpertos e, incluso, a ignorantes reconocidos. Con Rodríguez Zapatero, todo es regate corto, incoherencia, imprevisibilidad, ausencia de criterio sostenido y, en definitiva, insolvencia. Póngase donde se ponga la mirada -asunto De Juana, Estatuto de Cataluña, el llamado «proceso de paz», las candidaturas «personales» en las elecciones, el Tratado Constitucional de la Unión Europea (del que ya ha abdicado)- se podrá comprobar de modo objetivo cómo el Presidente del Gobierno dice y hace una cosa y su contraria casi sin solución de continuidad, con una facundia irritante y con una irresponsabilidad manifiesta.

Si Rodríguez Zapatero autoriza al Partido Socialista a pactar en Navarra con la coalición nacionalista (NB) en detrimento de un acuerdo con Unión del Pueblo Navarro -que le ha formulado una generosa propuesta- habrá dado un paso irreversiblemente lesivo para la configuración del Estado y la cohesión territorial de España. Porque Nafarroa Bai -opción que ha sido depositante de los votos proetarras en la Comunidad Foral- es un conglomerado reactivo a la singularidad de Navarra, abiertamente partidaria de su anexión al País Vasco y dirigida por militantes antisistema. Una decisión socialista en esta dirección resultaría confundida para el PSOE en términos generales, pero -y esto es lo más importante- asestaría un golpe al modelo territorial del Estado casi definitivo porque conjuraría al conjunto del nacionalismo vasco en una apuesta soberanista que -con ETA detrás y empujando- Rodríguez Zapatero sería incapaz de contener.

Por desgracia, en el PSOE no hay capacidad de reacción ante el dislate que podría producirse en Navarra. Su secretario general se ha encargado de ir neutralizando a los dirigentes que, eventualmente, podrían contravenir sus planes y decisiones. En el socialismo español, las referencias anteriores a 1996 han sido desactivadas mediante mecanismos mediáticos e internos de los que no se ha salvado, creo, ni el prácticamente desaparecido ministro de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba que, en circunstancias normales, podría haber constituido una cierta garantía de continuidad entre el socialismo de la Transición y el actual. Si a esta constatación se añade otra igualmente objetiva que consiste en la invisibilidad del Gobierno y de sus miembros, se concluirá que la situación es particularmente alarmante.

Para que lo sea -alarmante- concurre, sin embargo, una circunstancia adicional a las anteriores que ha sido bien captada por muchos analistas: algo sucede en el partido de la oposición -en el PP- para que el despilfarro que protagoniza Rodríguez Zapatero no revierta de manera más contundente en sus posibilidades electorales. Las cifras del 27-M pueden darse por satisfactorias para el partido de Rajoy, pero sin entusiasmos ni éxtasis en el conjunto nacional. Por eso, se explica poco y mal que el presidente popular -salvo por su natural precavido (¿timorato?)- haya hecho un llamamiento a «dormir el partido» y, en consecuencia, se haya negado a abrir la posibilidad de cambios y renovaciones -de personas y de discursos- sin los que el PP no ganará las generales, sean éstas en octubre o en marzo.

La experiencia del 27-M ofrece algunas lecciones interesantes: el PP gana o avanza a buen ritmo allí donde se han practicado políticas audaces con dirigentes sin pesadas trayectorias vinculadas a los episodios de más ingrato recuerdo para la memoria colectiva reciente de los españoles. Formen bronca o no los concernidos por intereses comanditarios en torno a líderes del PP y personajes de otros ámbitos, cuando se plantea la necesidad de renovación en las filas populares hay que insistir en la impresión generalizada de que el PP en su actual configuración directiva está al tope de sus posibilidades y que, sea mediante un congreso ordinario o extraordinario, sea mediante decisiones de su presidente, debe cambiar para ganar.
Tiene que ser -así lo propugna Rajoy para España- un «cambio tranquilo», pero quirúrgico y eso al líder del PP le produce una pereza política aparentemente insoslayable que él y sus próximos suelen rebatir con el manido recurso de que «nadie nos marca los ritmos». Tal afirmación -además de ser más que discutible-, resulta estéril y paralizante, de modo que bueno es que Ruiz-Gallardón se ofrezca a empujar el carro popular y que otro tanto -faltaría más- haga la también muy victoriosa Esperanza Aguirre. Porque -celotipias internas en el PP aparte- lo que importa es que la autodestrucción del PSOE que propicia Rodríguez Zapatero no conlleve la del sistema constitucional español y la de la propia izquierda que con él se ha caricaturizado hasta extremos que podrían llegar a ser -esperemos a ver qué pasa en Navarra- verdaderamente irreversibles.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.