¡Caray con el buen encajador! A Bambi le salieron el pasado fin de semana garras de pantera. Que si ese titular es intolerable, que si cómo puede decirse eso a cuatro columnas, que si este videoblog que acabáis de colgar en elmundo.es me parece lamentable, infumable, de mal gusto…
Llevo ya la suficiente mili a las espaldas como para saber que hasta el gobernante más templado se transfigura en fiera corrupia el día que por cefas o nefas se le atraganta la ración diaria de sapos que llega con el resumen de prensa del desayuno. No debería sorprenderme pues que un lector, oyente y espectador tan ávido como Zapatero tuviera ese brote de indignación e ira cuando hace tiempo que no hay medio de comunicación que no lo ponga a diario entre guapo y bonito.
Lo singular es que a este receptor impasible de cualquier golpe alto, medio o bajo que no afecte a su familia lo que le sacó de quicio no fue nada de lo que EL MUNDO ha dicho y sigue diciendo sobre él, sino lo poco que, para lo que se merecía, dijimos de su a la vez protector y protegido Alfredo Pérez Rubalcaba. ¿Por qué la mera acción de poner en su sitio y llamar por su nombre al vicepresidente cogido in fraganti en una mentira innoble y chapucera fue para él como mentarle a la madre? ¿Por qué quien nunca había reaccionado con esa tensión emocional en defensa de la currante Fernández de la Vega, del granuja Chaves u otros miembros del Gobierno, lo hizo en pro de quien menos lo merecía y cuando menos lo merecía? Aquí hay un gato encerrado y debemos encontrarlo.
La línea argumental del presidente y su entorno tras la nota oficial de Interior sobre la nueva investigación judicial del 11-M y nuestra portada de aquel sábado -«Así miente Rubalcaba»- era, de entrada, tan endeble que resultaba imposible que de verdad creyeran lo que decían. Coincidía con lo expresado por la portavoz del partido Elena Valenciano: puesto que el Ministerio del Interior había recibido un oficio del Juzgado número 43, en el que no se especificaba el plazo de 10 días otorgado por la juez para remitirle la lista de los tedax que intervinieron en los focos, el falso desmentido no obedecía a una intención de engañar: no era una «mentira» como decía EL MUNDO sino un simple malentendido.
Si eso le hubiera ocurrido a un particular, la explicación habría sido verosímil, pero no cuando se trata del órgano de la Administración más acostumbrado a relacionarse con la Justicia. Es imposible que alguien de la Secretaría Técnica no advirtiera al ministro, al secretario de Estado o al director general de la Policía y Guardia Civil que lo único que tiene valor jurídico es la providencia en la que se especifica el requerimiento con la correspondiente firma de la juez. Eso es lo que reproducíamos en nuestra primera página para escarnio del falsario.
¿Por qué sacó entonces Rubalcaba esa mentirosa nota oficial? ¿Le cegó su inquina por nuestro periódico, su ansia por ponernos en entredicho ante los demás medios y la opinión pública y trató de explotar, con su proverbial oportunismo, el equívoco que podía derivarse de la existencia de dos papeles no exactamente coincidentes? Sin duda que entró en juego ese ingrediente, pero mucho más peso tuvo, en mi opinión, su pretensión de esconder el verdadero engaño de fondo -su sistemática obstrucción a la investigación judicial de la manipulación de las pruebas del 11-M- tras la cortina de humo de la impostada confusión sobre si había o no un plazo de 10 días.
De hecho, el gran esfuerzo que tuvieron que hacer las personas que durante el fin de semana apelaron a la honestidad intelectual del presidente, consistió en obligarle a bajar del primer punto del desmentido, al que permanecía aferrado, hasta los puntos cuatro y cinco de la nota oficial, en los que Rubalcaba sostenía que era la «primera vez» que la juez le había requerido esa información y que siempre había colaborado «en tiempo y forma» con la instrucción sumarial. Bastaba cotejar el descaro de esas líneas con la reproducción en páginas interiores de la providencia de 9 de marzo de 2010 de la magistrada Coro Cillán, pidiéndole en vano exactamente lo mismo que ahora -de ahí su exasperación y su ultimátum- para que el cinismo del vicepresidente quedara crudamente en evidencia.
Por eso, lo más importante de este episodio es lo que viene ahora. Antes que a EL MUNDO, al demonio y la carne, antes que a mí, a los colegas y al público, Rubalcaba estaba tratando de engañar al propio presidente. Increíble -¿ingenuo por mi parte?-, pero cierto.
Sólo los más adictos a esta sección recordarán que hacia el final de mi conversación con Jano Bifronte, publicada el 26 de diciembre pasado bajo el título de «La Batalla del Pacífico», yo incluía una demanda: «¿Me harás el favor de decirle al presidente que la denegación de los documentos que piden las víctimas del 11-M dentro del procedimiento judicial contra Manzano es una infamia que él no debía consentir?».
Pues bien, Jano Patulsio -el que mira hacia fuera- transmitió mi encargo a Jano Clusivio -el que mira hacia dentro-, éste se lo contó a Zapatero y Zapatero llamó a Rubalcaba interesándose por el asunto. El vicepresidente encajó el golpe, entendió el mensaje y se ocupó de que supiéramos que había dado orden de que la policía atendiera la solicitud de la juez.
Fruto de esa gestión fue la entrega -ralentizada todavía varias semanas más- de una parte del protocolo de actuación de los Tedax. Rubalcaba no dejó de hacer trampa -está en su naturaleza- al omitir las disposiciones que más perjudican a Manzano, en la medida en que especifican que restos como los recogidos en los focos del 11-M deben ser enviados en todo caso para su análisis a la Policía Científica. Y además, seguía sin entregar esa lista de los tedax requerida por su señoría desde tiempo inmemorial. Pero su colaboración parcial le permitía al menos cubrir las apariencias y transmitir a quien todavía es formalmente su jefe la tesis de que todo eran exageraciones de nuestro periódico.
Con lo que no contaba, es con que la juez terminaría hartándose de su filibusterismo y, ante el riesgo de que la defensa del imputado pudiera invocar dilaciones injustificadas en el procedimiento, le diera un ultimátum de 10 días. ¿Qué hacer? Pues embarrar el campo con un desmentido falso, ocultar la mentira de fondo tras la mentira formal y obligar al PSOE -Zapatero incluido- a tener que optar no entre la colaboración con la Justicia y el desacato, sino entre la credibilidad de EL MUNDO y la suya propia como candidato socialista in péctore a la Presidencia del Gobierno.
Fue un pulso que ocasionó una fuerte tensión en el entorno personal y político de Zapatero, con los detractores de Rubalcaba frotándose las manos ante la probabilidad de que al presidente se le abrieran al fin los ojos sobre la mezcla de inmoralidad y torpeza que a la hora de la verdad caracterizan a su favorito y los peones de brega de éste apelando al cierre de filas frente al enemigo exterior.
La dureza del PP tildando al vicepresidente de «apestado político» auguraba una confrontación parlamentaria a cara de perro en la comparecencia prevista para el pasado miércoles. Al PSOE no iba a quedarle otra sino la huida hacia delante y eso dejaría un poso de amargura y frustración, pues así como Zapatero tiene asumido que su presidencia quedará dañada para siempre por la mala gestión de la crisis económica, a la vez sigue aferrado al consuelo de que será percibido como un gobernante demócrata y episodios tan oprobiosos como el chivatazo o la obstrucción a la investigación judicial del 11-M no cuadran en ese guión.
Así las cosas, el súbito ingreso hospitalario de Rubalcaba añadió un componente emocional de solidaridad con el compañero golpeado por la enfermedad y, sobre todo, proporcionó una válvula de escape a la tensión política acumulada. Fue en ese contexto en el que respetuosa y sinceramente dije que «como ser humano, le deseo lo mejor» pero añadí que, «como también deseo lo mejor para este país», nada me tranquilizaría tanto que ver a este cruce de Ricardo III y Fouché fuera del poder cuanto antes y nada me preocuparía más como verle consumar sus frías ambiciones sucesorias ante el cadáver macilento de su antecesor.
Consecuentemente, me alegro ahora de su pronta recuperación pero lamento que la desgracia privada le haya permitido eludir la vergüenza pública, pues el aplazado debate sobre sus mentiras con membrete oficial ya no será el mismo, toda vez que en el ínterin el ministerio no ha podido por menos que atender al ultimátum de su señoría y los tedax han comenzado a desfilar por el juzgado, para bochorno de su antiguo jefe, el presunto delincuente Sánchez Manzano.
Aunque esta escaramuza concreta queda así semicerrada en términos mucho menos desfavorables de lo que hubiera merecido Rubalcaba, el dilema político de fondo subsiste en toda su crudeza, entreverado de las propias dudas existenciales de Zapatero y de las cada vez menos disimuladas ansiedades de los barones autonómicos. Lo que está en cuestión es nada menos que la identidad del PSOE del siglo XXI, su ADN ético y político y, por lo tanto, el legado del liderazgo conquistado por Zapatero en aquel sorprendente y fascinante XXXV Congreso de julio de 2000.
Así como en los años de oposición y la primera legislatura en el poder imperaron tanto en el mensaje como en la acción política de Zapatero los elementos de renovación o, al menos, de discontinuidad respecto a algunas de las peores lacras del felipismo, este impotente rodar cuesta abajo de los años de la crisis está devolviéndole al punto de partida. Y si la entrada de Chaves en la penúltima remodelación del Gobierno ya fue un muy mal augurio, la exaltación de Rubalcaba en la última colocó a los restos del naufragio de la llamada Nueva Vía en la antesala de la rendición definitiva.
Es posible que, en efecto, la nueva generación del PSOE tampoco dé ya mucho más de sí, pero una cosa es que -como bien subraya Bono- Zapatero haya terminado rodeándose de los hombres clave de la candidatura a la que derrotó hace 11 años y, otra, que se esté consumando una transfusión sanguínea de tal intensidad entre lo viejo y lo nuevo que ya no se sepa quién es quién.
Si exceptuamos aquellas primeras semanas tras el congreso en las que vagaba como alma en pena tratando como fuera de acudir en auxilio del vencedor, Rubalcaba siempre ha estado ahí. Pero el secundario de lujo se convirtió en estrella invitada la noche del 13-M -estremece volver a verle tal día como hoy diciendo que la búsqueda de la verdad es «nuestro compromiso con las víctimas»- y desde ese momento no ha dejado de ganar peso, coyuntura tras coyuntura.
¿Por qué se ofende tanto Zapatero cuando demostramos cuál es la verdadera faz de Rubalcaba? ¿Porque cree haberle transformado, redimido y regenerado con el influjo de su beatífico talante, o porque sabe bien que no le ha transformado, redimido, ni regenerado? ¿Apela a una imaginaria injusticia cuando lo que le irrita es la insoslayable constatación de que aunque Rubalcaba se vista de seda, Rubalcaba se queda?
El riesgo clínico del todavía presidente es que tras su aparente esquizofrenia emerja una única identidad convulsa. El doctor Jekyll y míster Hyde no eran dos personas distintas, sino las expresiones antitéticas de una sola. Y, claro, a día de hoy aún podríamos decir que Rubalcaba ha sido el rostro oscuro de Zapatero, pero estamos a 10 minutos de tener que certificar que Zapatero ya sólo es la cara amable de Rubalcaba.
Si a la larga es imposible que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda, la mera condescendencia pasiva del presidente con las marrullerías del vicepresidente ya resultaría gravemente infecciosa para su reputación. Pero si encima, después de cubrirle de poder y honores, es él quien se afana en asfaltar su autopista hacia la gloria, no es de extrañar que en el hipódromo del PSOE ya haya quienes empiecen a preguntarse quién es ese chico tan majo que le lleva la comida, peina las crines y saca de paseo al caballo de Rubalcaba.
Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.