Zaragoza hacia 1980

Un tren incómodo nos dejó a mi amigo José Félix y a mí en la estación del Portillo a las tantas de la madrugada una noche de finales de verano de 1979. Habíamos ido a Zaragoza a matricularnos de cuarto de carrera, él de Historia, yo de Filología. La Universidad del País Vasco, en su forma actual, aún no había iniciado su andadura, aunque le faltaba poco, y Deusto sólo ofrecía tres cursos de Hispánicas. Esta circunstancia nos forzaba a muchos a sumarnos a una diáspora anual de estudiantes vascos que se repartían por diversos lugares de España con el fin de iniciar estudios o, como en mi caso, concluirlos. Zaragoza constituía uno de los destinos habituales.

Mi amigo y yo veníamos de Ñoñostia, como dicen algunos. Esto significa que nos apeamos del tren persuadidos de haber llegado a un sitio de calidad inferior. Pronto supimos que hay que tener cuidado de no infectarse con ciertos prejuicios, especialmente con aquellos que inoculan estupidez en las almas y los cuerpos. Total, que tras pasar la noche en un hostal cercano a la estación, amanecimos en aquel hacinamiento de edificios sin mar, sin playa ni bahía; pero mira por dónde aún no estaba el sol alto cuando ya le habíamos tomado gusto al lugarcico.

Zaragoza hacia 1980Fue así. No bien hubimos salido a la calle, preguntamos al primer transeúnte que se puso a tiro dónde estaba la Universidad. El buen hombre nos dijo que no cerca. Otra persona que pasaba por allí, advirtiendo los ademanes de su paisano y, seguramente, nuestra cara de perdidos en el desierto, se agregó a la conversación. Al poco rato ya eran varios los zaragozanos que se disputaban el favor de indicarnos la senda correcta. Uno de ellos tuvo la deferencia de acompañarnos a lo largo de unas cuantas calles hasta que nos supo adecuadamente encaminados. Algo similar me ha ocurrido pocas veces en la vida. No había duda de que nos hallábamos en territorio amigo. He conocido paisajes urbanos más hermosos que Zaragoza, con maravillas arquitectónicas y teatros y museos espléndidos, todo ello afeado no obstante por una extendida atmósfera de frialdad en el trato al forastero.

Gestos de carácter noble como el de aquel señor desconocido del primer día menudearon durante mis tres años de residencia en Zaragoza. Íbamos a un mercado que había en la planta baja de un edificio de la Avenida Goya; allí, reconociendo las vendedoras nuestra condición de estudiantes, nos daban las sardinas o las acelgas a bulto, sin pesarlas, excediéndose siempre en la cantidad solicitada. Me sorprendía gratamente la rápida cortesía con que lo invitaban a uno a entrar en los espacios privados. Me emociona recordar la tarde en que la escritora Ana María Navales (1939-2009), sin conocerme, me acogió en su vivienda, donde le leí dos poemas de mi cosecha que a su marido no le gustaron. Esto de echarte las verdades al rostro también era, y dudo que no siga siéndolo, muy aragonés. Me resultaba deliciosamente novedosa la facilidad para trabar conversación y algo más que conversación con mis congéneres del sexo fememino, liberándolo a uno de los trámites fatigosos y reiterativos a que estaba acostumbrado en su tierra natal, cosa que evoco sin morderme la lengua, sabiendo que somos muchedumbre los sufridos propietarios de idéntica experiencia.

Aquella España de entonces pugnaba por desprenderse de sus zarrios grises y vestirse de colores. Aquí y allá, en algunas calles de Zaragoza, aún asomaban en los desperfectos del asfalto los rieles del viejo tranvía. El ambiente general era más bien adverso con los restos del ayer. A mediodía, en pleno hervor de la cazuela o del chisporroteo de la sartén, sintonizábamos una emisora de radio donde daban jotas aragonesas. Nosotros éramos de Sex Pistols, de Patti Smith, de ACDC en su época de Bon Scott, y asimismo nos mojábamos con las salpicaduras de la movida madrileña que llegaban hasta las provincias; pero las jotas abrían el apetito y uno, ciñéndose con respetuoso cachondeo el trapo de cocina a modo de cachirulo, notaba en el meollo del ser la vibración de esa cuerda sentimental que se mueve cuando la pulsa la voz de un jotero arrebatado o de una jotera con el corazón en la boca. Asistí a una conferencia/recital de José Antonio Labordeta, en la cual negó, fruncido de ceño, que él tuviera nada contra la jota. Se conoce que algunos se lo andaban reprochando.

El Tubo dormitaba en su penumbra y mugre. Yo así lo recuerdo a casi tres décadas de ser adecentado con ocasión de la Expo de 2008. Le pregunté a un compañero de estudios, natural de la ciudad, si para adentrarse en aquel laberinto de callejuelas convenía vacunarse contra la malaria y, condescendiente, ni siquiera se enfadó. Visité dos o tres veces ese otro vestigio del mundo de ayer que era el Plata, cabaré en decadencia por aquellos días en que las pantallas de cine rebosaban de pechos, nalgas y otros componentes anatómicos del cuerpo femenino. Para entonces, la Transición había abolido el pecado. La memoria me ofrece un abanico de imágenes relativas al Plata de entonces (el actual, remodelado, no lo conozco): la mampara de la entrada que exoneraba a los peatones del contacto visual con la perdición, el decorado con palmeras, los plafones, la cantante de lentejuelas anacrónicas y escote carnoso entonando La chica del 17 y los bostezos del músico de bigote ceniciento que aporreaba la batería.

Con eso y todo, la sorpresa más agradable que me deparó Zaragoza fue la Universidad. Confieso otro prejuicio negativo. Vi por fuera la facultad y al punto imaginé momias de Egipto impartiendo las distintas asignaturas. Por suerte, un vaticinio equivocado. Abundaban los profesores jóvenes, de poco más de treinta años. Pienso en Aurora Egido, hoy miembro de la RAE, experta en literatura del Siglo de Oro; en la filóloga María Antonia Martín Zorraquino, que me suspendió (ay, las noches largas de Zaragoza, con el botellín de cerveza a quince pesetas), o en Agustín Sánchez Vidal, Literatura del siglo XX, quien, terminada la clase, hacía tertulia con los alumnos sobre música, cine y lo que se terciase en un bar de las cercanías. Me acuerdo de lo habitual que era llegar a la facultad y encontrarse con carteles que anunciaban la presencia de algún escritor a cierta hora de la mañana en el paraninfo. Y entonces se saltaba uno la clase de turno y bajaba a escuchar a Juan Goytisolo (leyó fragmentos de Makbara), Ildefonso Manuel Gil, Dámaso Alonso y otras celebridades por el estilo.

Éramos jóvenes y libres en un país que acababa de abrir de par en par las ventanas tras largas décadas de aire cerrado, un país ansioso por modernizarse y superar sus complejos. Zaragoza fue, en tal sentido, un escenario favorable; de ahí mi agradecimiento.

Fernando Aramburu

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