Zarra, Gento y la memoria histórica

Cerrando estas líneas sobre Zarra me llega el rejonazo de Gento. Se cierra el segundo capítulo inolvidable de mi generación. Gento hizo historia y dio alegrías a millones de personas mientras militaba, en el llamado estúpidamente por la ‘memoria histórica’ de bastantes barcelonistas y muchos antimadridistas, ‘el equipo del régimen’. Pura memez, de 1940 a 1952, cuando el régimen franquista era dictadura en estado puro, el Madrid no ganó ninguna Liga. Lo hicieron Barcelona, Valencia, Atlético y Athletic. Di Stéfano, Gento y Bernabéu cambiarían después el curso del fútbol. No Franco.

Y vamos con Zarra. Soy un chaval de la posguerra, de la generación Zarra. Veneraba de niño al vasco. He escrito que recuerdo más claramente su gol en el Mundial de Brasil que la muerte de mi padre, ocurrida un año antes y que durante fechas me ocultaron. Me percaté cuando vi que me enlutaban la ropa: pantalones cortos, camisa y sahariana... En 1950, huérfano ya, vivíamos en Huéscar y, regresado del internado, comenzaba julio, paladeé febrilmente los partidos de España. A trompicones. La televisión no existía y la radio, en horas diurnas, a veces ‘se iba’. Perdías la conexión y se colaba incordiante una emisora árabe. Acudí, nervioso, a casa de un amigo que tenía una radio alemana ‘que no se iba’. Funcionó. Recuerdo el cuarto de estar, la camilla, el olor de la tierra del patio, el sorbito que nos dieron de anís del Mono, el silencio cuando Matías Prats entonó la misa de la transmisión. Hice una promesa: rezar un mes de rosarios por mi padre si Zarra hacía un gol de cabeza.

Arrancaba el segundo tiempo, 8:03 de la tarde, y el milagro se produjo: Alonso, único madridista en la selección, hizo de carrilero; Gainza la bajó con la cabeza y Zarra la metía, Dios sabe con qué parte del pie, en la meta británica. (¿Me escaparía de la promesa por ser un zapatazo? Me confesé, el cura -que reía con mi duda- me lo ‘saldó’ en diez días). Al grito de júbilo de Prats («Alejandro Farnesio o el Gran Capitán -escribiría Vázquez Montalbán- debían de mesarse los cabellos por no haber contado con un pregonero tan emotivo») siguió un rugido en miles de pueblos de España. Derrotábamos a la inventora del fútbol, a los usurpadores de Gibraltar que nos habían robado el istmo, y todo gracias a aquel ‘Telmito el miedoso’ que se convirtió en un gigante valiente, noble y goleador. Un mito canonizable. Sádaba comenta que le contó Zarra que sabía que la metería desde el momento en que la bola salió de la cabeza de Gainza.

Resultó la satisfacción del año. El reloj que me compró mi madre por sacar simultáneamente Ingreso y Primero me parecía una filfa. Los baños en las balsas del pueblo, a veces con chavalitas con púdicos bañadores, fruslerías; los productos de la cartilla de racionamiento -200 gramos de mediocres alubias-, digeribles; los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, casi sosos. Todos queríamos parecernos a Zarra, chutar arropados por Gainza, que salió medio lesionado, y por Panizo. El Bilbao y sus delanteros seguirían creando la leyenda. Era el equipo con más seguidores; en algún pueblo almeriense la banda de música desfiló para festejar un doblete del Athletic. Zarra fue el deportista más idolatrado en la década 1945-54 y se retiró con récords no superados: 81 goles en la Copa y 21 (en 20 encuentros) con la selección, y probablemente con cuatro duros de ahorros. Tampoco Di Stéfano, su sucesor en goles e idolatría, acabó millonario. Ni Gento. Eran otros tiempos, la tele aún no era el hada de la fortuna.

Tardé 40 años en conocer a Zarra, cuando fui miembro, con él y Bahamontes, de un jurado deportivo. Me emocioné. Le confesé que su aparición en el No-Do en los cincuenta «me esponjaba», que le dije a la primera cría que me gustó y a un profesor en Murcia cuando inicié Derecho -para mayor pasmo de este, progre, que de mi dulcinea- que yo lo que quería era ser como Zarra. Sonrió tímidamente y me mandó dedicada la foto de su (de nuestro) gol, que tengo en mi despacho.

Por eso, cuando me contaron hace meses que era el centenario del delantero presumí que habría algún acto de la selección o del Athletic. Javier Ortiz narra que Rubiales planteó el asunto a los directivos de los clubes vascos, el bilbaíno Elizegi y el donostiarra Aperribay. Alguien pensó que la final en Sevilla de la Copa, la que señoreó Zarra, entre los dos equipos vascos era el momento para recordarlo. La ocasión era pintiparada, equipos vascos, Copa, centenario de Telmo. No resultó aunque la Federación era receptiva.

Yo hubiera ido a Sevilla, si la pandemia lo permitía, a quitarme años de encima y acordarme de Zarra, de mi niñez y mocedad, de los cromos de fútbol, de las sesiones dobles en los cines comiendo pipas, de mi primer pantalón bombacho, de mis viajes del internado a Murcia para ver al Bilbao, de las novelas del Coyote y de Salgari, de mis primeros e inocentes ligues; me quedé plantado y sin novio.

No hubo homenaje, ignoro por qué. No puede ser que en el Athletic, a cuyo viejo campo peregriné hace años, haya una facción zarrista y otra contraria. Absurdo. Tampoco que era un despilfarro económico o fuente de agravios. Estúpido. Alguien me sugiere una explicación más vesánica: la contaminación de Franco. En una sociedad que penaliza cualquier comentario elogioso del dictador mientras, paradójica y cruelmente, permite y alienta recepciones a terroristas manchados con sangre más cercana; en una sociedad, como refleja la novela ‘Patria’, que desplegó una extendida cobardía en los años de los atentados, resulta incómodo exaltar a alguien que fue aplaudido por el régimen. Muñoz Calero, presidente federativo en 1950, hizo, con fervor franquista, un comentario que resultaba entonces ya hilarante: «Los jugadores sólo han pensado que existe una España con el mejor caudillo del mundo». ¿Pueden los responsables de la ausencia del homenaje pensar que Zarra, cuando hizo diana y sus compañeros lo abrazaban, musitó: «esto va por la Armada Invencible, por Trafalgar, por Churruca, por la espina de Gibraltar y por nuestro caudillo Franco»? No creo que lo piensen, hablamos de un gran vasco y español. Pero si fuera así, ¡oh vasco Ignacio de Loyola!, tenemos un problema. Tan significativo y doloroso como el de los festejos etarras.

Hace 40 años, en un partido benéfico entre ‘carrozas’ en el Bernabéu, me alineé media hora con Gento. En un lance, se escapó dejando atrás a gente veinte años más joven. Anhelé que centrara, me llegara a la cabeza, goleara como Zarra y tendría la foto de mi vida. Centró y bien. Me pasó bajita y pifié a pierna cambiada. Una pena. Una de estas noches soñaré con Gento galopando imparable y que Zarra o Di Stéfano, elegantemente, sin consultar con Franco, dejan pasar la bola para que yo remate y marque.

Inocencio F. Arias es embajador de España.

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